Hay diferentes maneras de observar la realidad y estas observaciones parecerán objetivas y
veraces para cada observador.
Inevitablemente nuestra mirada y la de todos estará filtrada por nuestra subjetividad en la
que supuestamente serán mandatorios nuestros intereses. ¿Pero, será cierto esto. Realmente somos
todos coherentes con nuestros intereses? ¿Los conocemos realmente o existe la posibilidad de que ellos resulten injertados en nuestro cerebro de alguna manera?
Siempre tenemos una doble percepción de la realidad, condición natural inapelable, oscilamos entre el adentro y el afuera, entre lo que sentimos como deseo o como gozo, entendiendo el gozo como placer y dolor, y la elaboración racional que esto provoca en nosotros. Por otra parte la mirada hacia el afuera, hacia el otro, hacia los otros, al mundo, al que por un lado pertenecemos y deseamos pertenecer y suele resultarnos un interrogante al que no siempre intentamos responder. De los contextos y de múltiples variables dependerá cual será el punto de equilibrio entre estas dos formas de mirar.
¿Cuáles serán los condicionantes que en algún punto se convertirán en determinantes,
cuántas y cuáles serán las fuerza simbólicas desplegadas en este tablero?
Somos educados según la impronta cultural de nuestros mayores y de los mandatos
imperantes en la cultura en que nos desarrollamos, a veces los mandatos parentales y sociales coinciden, a veces no.
No se puede construir el deseo, pero si la manera de lograr su consecución. Todo aquello que
establecerá un equilibrio estable o inestable entre nuestros impulsos y los límites que respetemos o la realidad nos imponga.
En la naturaleza, y en nosotros como parte de ella, hay una tendencia a la repetición, como
la estructura atómica descripta por Niels Bohr y el o los sistemas solares; así también la familia puede ser vista como un sistema y la sociedad como un sistema que se refleja en ella. La particularidad de los sistemas humanos está dada por el desarrollo psicoafectivo de sus integrantes, lo que permite que los roles desempeñados dentro de estos sistemas no sean fijos sino que puedan ser mutables. Así también, estos roles pueden exacerbarse y provocar profundos daños a sus integrantes hasta la posible destrucción del sistema mismo.
Así entonces, como en nuestros modelos familiares hasta el siglo XX (actualmente abundan
las familias monoparentales), el símbolo de poder en la sociedad patriarcal era el padre y por lo tanto el que imponía la ley, o sea los límites: en la sociedad política es el estado quien impone la ley.
El tema es que el estado se presenta como un cuerpo gigante y omnímodo con cabeza pequeña, que es el gobierno formal, y el poder real es el poder económico que posee y se apropia de la riqueza socialmente producida, y así como un padre despótico y conservador puede querer decidir el futuro de sus hijos, de sus parejas y de sus destinos, el poder real hará todo lo necesario para mantener su situación de privilegio.
Sin límites éticos, no ya morales, ya que es el poder el que inventa la moral del momento en
que se vive. Viviremos incluso una ilusión de participación democrática, en la que habrá
representantes de ideas e intereses, los políticos son una biopsia de la sociedad, aunque los
integrantes más débiles habitualmente no está representados, como si fueran en una familia niños pequeños a los que no se pide opinión.
Tenemos entonces la capacidad de tener una mirada micro y una mirada macro. En la micro
nos vemos a nosotros mismos, y en la macro a la sociedad/comunidad a la que pertenecemos.
Pareciera ser que nuestros espacios de atención son limitados, como son limitadas las horas
de nuestros días que estarán divididas en sueño y vigilia. Así como debemos administrar el tiempo de nuestra vigilia y nuestro sueño, también debemos administrar un continente psicoafectivo finito para nuestras miradas micro y macro.
Aquí es donde entra a jugar nuestra relación con el poder real. El poder real que invertirá
todos sus esfuerzos para mantener su situación de privilegio. El poder real que nos impone la
mirada macro a través de los medios. El poder real que pretende fijarnos la impronta cultural, el que inventa la moral y nos dice lo que está bien y lo que está mal, el que en definitiva intentará condicionar nuestra subjetividad, todo el andamiaje simbólico que se instalará en nosotros parasitando lo que sentimos y creemos como sentido común.
Aquí hay dos componentes: lo dicho y lo no dicho; en donde lo dicho es lo menos trascendente y se dice no solo como mensaje, sino para ocupar un espacio. Pero lo más
trascendente, lo que tiene más peso para manejar nuestras vidas de manera cotidiana y con una ilusión de normalidad es lo no dicho. Lo dicho es lo político, lo que tiene que ver con el
pensamiento macro en donde el discurso del poder tendrá como objetivo ahorrarnos el esfuerzo de pensar y de sentir, simplemente seguir el flujo de interpretaciones de la realidad según los intereses de ese poder e impedir el pensamiento crítico
¿Y entonces, qué es lo no dicho? Lo no dicho es la invasión al pensamiento micro, a todo lo
que tiene que ver fundamentalmente con nuestros deseos y nuestra sensaciones, más que con el pensamiento crítico, a lo que tiene que ver con nuestras zonas más vulnerables que siempre serán las afectivas y todo lo que esté involucrado con la sensualidad.
Los blancos serán entonces el deseo y la pertenencia. Aplicando sobre ellos una cantidad tal
de estímulos que ocupen la mayoría de nuestro tiempo de vigilia en responder a esos estímulos. El viejo pan y circo del imperio romano para dominar al pueblo sigue siendo un ejemplo a imitar por parte de los pretendidos dueños del mundo.
Así, la cosificación de los cuerpos femeninos, que ya viene de lejos con consecuencias
lamentables, y en el último tiempo también los masculinos, los chismes de la farándula, la ocasión de tener algunos minutos de fama para personas comunes, la farandulización de la política, quitándole seriedad para convertirla en show, todo lo que convierta la vida en espectáculo y de motivo a charlas superficiales por parte de la población y, fundamentalmente, personalizando cada
una de estas cosas, poniéndoles nombres y apellidos, que aunque en el devenir sean totalmente intrascendentes, llevará inexorablemente a una percepción más individualista de la vida, consistente con la meritocracia, las salidas individuales y el denodado esfuerzo por sobresalir de entre los demás.
¡Qué decir del ataque al sentimiento de pertenencia a partir de exacerbarlo a través del fútbol
para que los simpatizantes de un equipo no vean a los otros como adversarios imprescindibles para la ocurrencia del juego, sino como enemigos de una guerra que no existe!
Dividir para reinar reza un viejo axioma del poder.
Es la invasión imperceptible de la mirada micro, el arma soterrada del poder que inocula el
individualismo y el sentimiento de frustración que genera resentimientos entre iguales, a partir de sembrar una sensación de sálvese quien pueda y de guerra de todos contra todos, destruyendo todo sentimiento solidario.
También es micro que ante un hecho policial se brinden detalles escabrosos y se lo instale y
repita por horas en las pantallas, omitiendo deliberadamente la situación socioeconómica, lo macro, que favorece la existencia de estos acontecimientos que todos denostamos.
El poder no solo nos roba la riqueza, para manipularnos, para conservar sus privilegios,
también nos roba la mirada.