Probablemente nuestra vida sensible transita y habita en nuestra subjetividad. Percibimos la vida a través de nuestros sentidos, pero la estructuramos emocionalmente a partir de un complejo mecanismo de simbolización que se registra en nuestra memoria de manera consciente e inconsciente. La realidad objetiva está fuera de nosotros, pero vemos la imagen de ella que se refleja en nuestro interior, está remitirá a símbolos previamente establecidos o generará nuevos símbolos, funciona como un teatro en el que actuamos lo que sentimos. En la realidad objetiva, esa externa a nuestra subjetividad, podemos sentir dolor y podemos morir; pero el sufrimiento y el placer solo pueden vivirse en la subjetividad,  eso es el gozo.

El gozo tiene un componente objetivo en la apropiación del presente, el gozo que es pleno en el dolor tiene una temporalidad limitada en el placer. Hay también un doble componente subjetivo en esa posibilidad de acceder al presente que son tanto el placer como el sufrimiento, entendiendo que el dolor es físico y el sufrimiento emocional.

La angustia nos ancla al pasado, se nutre de los recuerdos que nos provocaron sufrimiento emocional, la ansiedad en cambio vive en el futuro, al que siempre percibe como incierto.

Las neurociencias nos han enseñado que nuestro sistema límbico, la zona del cerebro a la que se considera asiento fundamental de las emociones y de la memoria, es filogenéticamente muy anterior a nuestra corteza cerebral, el neocortex, que es la referencia fundamental para relacionar ideas y generar proyectos.  En nuestra memoria y a través de las emociones se guardan todas nuestras experiencias de manera consciente e inconsciente como un archivo de símbolos. Ellos estarán siempre allí, despiertos y vigilantes, construirán nuestros sueños con imágenes oníricas y sensaciones difíciles de explicar, y ante cada nueva experiencia que tengamos, la nutrirán del tono afectivo. En esto consiste la subjetividad, lo que hace que ante cada circunstancia tengamos una predisposición que estará inconscientemente predeterminada.

De esto se puede deducir que no pensamos, sentipensamos, en ese orden. Cualquier vínculo con la realidad externa a nosotros estará filtrado por nuestra subjetividad, por nuestros pre-juicios contenidos en una compleja construcción de significantes acumulados como símbolos en nuestra memoria a lo largo de la vida que hemos tenido hasta ese momento. Recordemos que en cada instante de nuestra vida somos el producto final de nuestra historia. Por esto es que, ante cada circunstancia vital, ante cada episodio y cada cosa, habrá una mirada diferente para cada individuo, similar a la del resto, pero diferente. Esto implicará la construcción de una idea de realidad en forma colectiva, cultural, pero también configurará una concreta inaccesibilidad a la realidad objetiva, la hará inasible, ya que nadie puede despojarse de su subjetividad, esto sería el equivalente a despojarse de su propia historia.

Existe la creencia de que las condiciones infraestructurales son el elemento determinante de las conductas sociales. Así, desde ese punto de vista, que intenta analizar la realidad desde una mirada objetiva, el alimento y su consecución, símbolo de la economía, sería el fundamental impulsor de la conducta humana. Esto es parcialmente cierto, ya que sabemos que hay también otros aspectos de la conducta que pueden ser determinantes. Hemos dicho en otros escritos que las cinco cosas por las que los humanos pueden matar o morir son: comer (la economía), no ser comidos por un predador (la seguridad), la pulsión sexual, la pertenencia y el poder. Hablemos entonces de la pertenencia, esta implica necesariamente la existencia de una comunidad a la que pertenecer. Toda comunidad desarrolla su relación vincular a través de construcciones simbólicas, códigos de conducta explícitos o implícitos, lo que llamamos cultura, que no sería otra cosa que el producto de las relaciones entre los miembros de una comunidad y entre la comunidad y el medio ambiente en el que esta se desarrolla, sus circunstancias.

Es tan complejo el andamiaje vincular simbólico que por sentimientos de pertenencia las personas han ido y van a la guerra, aceptan el martirio en defensa de sus creencias o llegan a inmolarse en el nombre de ellas.

No escapa a nuestra observación que, en cada país, hay en base a condiciones infraestructurales (económicas) y superestructurales (culturales), divisiones en colectivos comunitarios que generan pertenencias diversas. Así tendremos desde las simpatías deportivas por causas diversas, el barrio, la tradición familiar u otras, las elecciones sexuales, las religiones y también las supuestas clases sociales. También observamos que lo infraestructural y lo cultural se entrelazan en una argamasa compleja, ya que ciertas conductas culturales se asocian a segmentos económicos determinados.

Más arriba mencione las ‘supuestas’ clases sociales y deseo particularizar el concepto. En las sociedades del siglo XXI hay un sector, habitualmente una élite que decide el devenir económico, político y cultural del conjunto, esa será la clase dominante, la que maneja los medios de producción y los medios económico-financieros, el poder real. El resto será la clase dominada, la que no tiene poder de decisión y tendrá permanentemente que luchar para recibir una parte de la renta generada por su trabajo, ya que la mayor parte será apropiada por la clase dominante. Hasta aquí la mención del punto de tensión entre dominantes y dominados por la apropiación de la renta; pero hay otro terreno que aparece menos claro, más difuso, y en todo lo más difuso se puede aprovechar la confusión para obtener ventajas, la tan mentada batalla cultural. Esto hace que muchas de las personas que sienten (y estoy hablando de subjetividad) que integran la supuesta clase media, ese estrato que económicamente está por encima de la pobreza, no perciben que son parte de la clase dominada, que con mayores o menores ingresos viven de su trabajo, y de no ser así caerían abruptamente en la pobreza.

Ocurre que la clase dominante que, por supuesto, posee los medios de difusión y comunicación, nos bombardea permanentemente diciéndonos que, si imitamos sus conductas, sus maneras de vestir, de hablar, si luchamos por aproximarnos a sus artículos de consumo, podremos soñar con pertenecer a un estrato superior, y quizá, ‘meritocráticamente’ lleguemos a ser parte de la clase dominante, o seremos por lo menos ‘clase media’. Una de las condiciones será despreciar lo vulgar (vulgo viene del latín y significa popular).

Aquí es necesario un pequeño comentario sobre el odio de clase que también hemos mencionado en artículos anteriores. Si consideramos a un otro como un semejante, abusar de él o dañarlo, genera culpa, y sabemos que la culpa taladra nuestra conciencia, al menos si somos neuróticos (la gran mayoría lo somos), solo están exentos de culpa los psicópatas y parcialmente los sociópatas que si bien odian a la sociedad tienen amor patológico por algunos objetos de afecto. La clase dominante tiene una eficiente estrategia para controlar la culpa, en principio despoja al dominado de la condición de semejante, lo cosifica, le niega la condición de sujeto para transformarlo en objeto; con los sujetos se interactúa, a los objetos se los usa. La segunda condición es despreciar a ese objeto, en eso consiste el odio de clase. Para la psiquis ‘el odio es más barato que la culpa’. El trabajador ya no será un semejante, será un ‘negro de m…, discurso racista y clasista; iguales dulzuras discursivas habrá para los pobres en general. La clase dominante no le traslada a la supuesta clase media su riqueza, pero si su desprecio al pobre, una manera subjetiva y lamentable de “pertenecer”.

Ahora bien, decíamos que la falsa clase media, no es otra cosa que, técnicamente, el conjunto de trabajadores asalariados que han disfrutado el estado de bienestar de algunos periodos de nuestro país y por ejemplo han podido hacer estudiar a sus hijos, han tenido acceso a la vivienda propia, a un automóvil, a vacaciones, etc. La verdadera clase media es en general cuentapropista, dispone de un capital con el que puede tener pequeñas empresas con algunos trabajadores empleados y en las que el empresario puede o no trabajar de manera permanente, lo que se define como pequeña burguesía; comerciantes, profesionales, pequeños empresarios.

Los trabajadores asalariados con buenos ingresos, a los que se les ha hecho creer que son clase media, paradójicamente, son producto del crecimiento económico de la industria surgida como necesidad de la sustitución de importaciones en las décadas del 30 y del 40 a causa de la segunda guerra mundial y fundamentalmente de la década peronista en que hubo crecimiento económico y una importante  redistribución del ingreso repartiendo la renta en 50 y 50%, aproximadamente, para el capital y el trabajo. La economía que permitió el desarrollo económico de la clase trabajadora, no casualmente se venía dando en procesos democráticos en los que hubo pleno empleo de la mano del desarrollo industrial, en coincidencia y como causa de una mejor mejor distribución de la renta. Estos valores de distribución de la renta deben interpretarse como la principal causa de los golpes de estado realizados por los militares, mercenarios de la clase dominante que siempre pretendió una distribución del 70% para el capital y un exiguo 30% para el trabajo o una brecha aún mayor; como existía en la Argentina de fin del siglo XIX y principios del XX, esa de economía primaria que tanto le gusta al discurso actual de la derecha.

A partir de los 90 ocurrió un cambio en la subjetividad social que la mayoría no imaginó. Teniendo como antecedentes el ‘deme dos’ de la dictadura del 76, burbuja de progreso económico financiada con deuda externa, hay que pensar que pasamos de menos de 6000 millones de deuda en 1975 a 46000 millones en 1983, vino otra ilusoria primavera con la venta de las joyas de la abuela, que no fueron otra cosa las empresas del estado vilmente enajenadas. Ese gobierno, democráticamente elegido, logró el triunfo ante un precedente sostenido en una democracia aún débil, y fundamentalmente mintiendo un programa que no cumplió. Esta fue la entrada legal del neoliberalismo, la ilegal había sido la de la dictadura. Siempre, todo esto acompañado de un eficiente trabajo de los medios de difusión, propiedad de la clase dominante, los mismos que generaron antes de manera permanente el desprestigio de los gobiernos democráticos; de Yrigoyen a Perón y de Illia al peronismo, teniendo como tarea administrar la subjetividad colectiva creando con su prédica un sentido común basado en el individualismo y la meritocracia.

La destrucción del aparato productivo industrial provocado por el neoliberalismo nos llevó a la gravísima crisis del 2001 y no casualmente no hubo golpe de estado militar, no había distribución de la renta que alterar, la clase trabajadora empobrecida arañaba menos del 30%. La salida fue democrática, desembocando en una recuperación de la industria que generó un nuevo estado de bienestar. Nuevamente la distribución de la renta favoreció a los asalariados, trabajadores registrados, muchos de los que se creen clase media, aunque dejó de lado a los trabajadores no registrados que aun así, en una economía dinamizada y con alto grado de consumo pusieron sobrevivir y en algunos casos salir de la pobreza.

El estado de bienestar se sostuvo parcialmente gracias al proceso de industrialización, a pesar de las alternancias entre dictaduras y democracia. En democracia siempre hubo avances y fueron necesarias dictaduras para abortar esos avances. Siempre la clase dominante fundamentalmente a través de sectores de la prensa denostó a los gobiernos democráticos mostrándolos como inviables. Así, entre errores propios, que no fueron pocos, y aquí hay que pensar que el error del débil siempre pesa más que el error del fuerte (el poder real) a la hora del enfrentamiento, el neoliberalismo rescatando el modelo mentiroso del siganme que no los voy a defraudar, esgrimió otros slogans: el ‘pobreza cero’, ‘la inflación la soluciono en una semana’ y ‘vamos a mantener todo lo bueno que se logró’ y llegó al gobierno por elecciones, vino a atacar nuevamente la distribución de la renta. De nuevo la dictadura, pero sin dictadura, recordado en algunos aspectos la dictablanda de Onganía, ya que, si bien hubo represión, no fue como en el 76.

Luego un gobierno que soñamos nacional y popular, que defraudó ampliamente en lo social ya que no redistribuyó la renta, aunque tuvo logros macroeconómicos a pesar de haber tenido que enfrentar la peor sequía y una pandemia en la que la oposición atentó contra la salud de todos.

Hoy esa supuesta clase media, que por reflejo e influencia de la clase dominante odia a los pobres, también odia a los que defendiendo la justicia social intentan amparar a esos pobres, y son transformados en casta desde el discurso del fascismo. No es extraño que el liberalismo, bah, la derecha, recurra al fascismo cuando lo necesita, lo hizo durante la dictadura, y el gobierno actual tiene una gran vocación de dictadura.

Dijo en alguna oportunidad Bertold Brecht que no hay nada más parecido a un fascista que un burgués asustado, y los mandantes del mascarón de proa que nos gobierna, un sociópata en toda la linea de la clínica psiquiátrica, que les ha servido para abroquelar en torno a él a todos los frustrados y enojados con razón o sin ella, cumple una función dentro del esquema geopolítico mundial. Así como el enemigo de EEUU no era Rusia sino el crecimiento de Alemania que lograría la independencia económica de Europa a través del gas barato y el objetivo era destruir los gasoductos, el que existía y el mayor que se estaba por inaugurar, así también que Argentina entrara en los BRICS generaría con Brasil un principio de independencia económica latinoamericana.

Hoy EEUU, un imperio en decadencia que abomina de la multipolaridad luego de una unipolaridad que creyeron eterna después de 1991 con la disolución de la URSS, es el burgués asustado. Y tal vez esté en su fantasía, o en sus planes concretos, que así como Israel es su portaaviones en tierra en Medio Oriente, la Argentina pueda ser su portaaviones en el cono sur.