La crisis económica mundial de 2008 no pudo terminar de ser superada en once años.

Después de 2008 quedó claro que Estados Unidos perdía su lugar privilegiado en el mundo y que China se encaminaba a ocuparlo, hasta que a principios de 2017 Donald Trump llegó a la presidencia de Estados Unidos para dar vuelta esa situación y retomar el predominio a largo plazo de su país.

Desde entonces, el mundo ingresó en una etapa de enfrentamiento. Como vivimos en una economía que es global por el alcance universal que pueden tener los capitales, cada vez más libres de estar sujetos a los condicionamientos y limitaciones de los Estados nacionales, nadie escapa de este particular conflicto económico, social y político que se va mundializando sin perder sus características nacionales.

Este conflicto, que a nivel de los dos mayores países enfrentados –Estados Unidos y China-, tomó la forma de una guerra comercial, pasa a ser también una guerra de monedas y de proyectos políticos nacionales con distintas formas de encarar las relaciones internacionales.

Cada crisis económica nacional tiene una lógica propia que, de alguna manera, se articula con la lógica de la crisis mundial y cada vez con mayor intensidad. Hasta el punto que no llega a ser difícil descubrir profundas identidades entre ambas, por lo que el prólogo para terminar de entender la crisis nacional y sobre todo la manera de encararla y mejorar sus perspectivas, es entender las grandes líneas de la crisis internacional.

En un párrafo anterior definimos el carácter global adquirido por la economía por el alcance universal al que pueden acceder los capitales, en los que a su vez reside la posibilidad de reencauzar la producción y el empleo en el ámbito nacional.

La organización productiva está inserta en el sistema capitalista internacional, en el que la producción depende de la acumulación de capital destinada a la inversión, que debe obtener un beneficio. 

Cuando la ganancia está en declinación o no es segura, por falta de demanda suficiente o por algún tipo de inseguridad como una inflación capaz de anular o reducir el beneficio o la magnitud calculada de las ventas, la producción se frena, y no necesariamente por un retroceso sino por un bajo crecimiento, por lo que el ciclo de inversión de capital tiene fases expansivas y fases depresivas.

Si se presenta la posibilidad de cubrir una gran demanda postergada por alguna destrucción previa o por una larga depresión, se abre el camino a una fase expansiva de larga duración. Si, por lo contrario, no hay cómo incentivar una demanda poco activa o de superar problemas vigentes por mucho tiempo, se estará transitando una fase depresiva prolongada.

Dentro de cada ciclo largo habrá ciclos cortos cuyas fases se sincronizan con el carácter del ciclo largo. En 1945, al final de la Segunda Guerra Mundial, se presentaba la enorme tarea de la reconstrucción que dio lugar a un nuevo ciclo expansivo que tuvo alrededor de 30 años de duración y le imprimió su característica a todo el período.

A mediados de los pasados años setenta, en cambio, se inició una larga fase depresiva que por múltiples razones no encontró hasta ahora la manera de ser superada, por lo que sólo pudo ser interrumpida por breves fases expansivas, tal como sucedió en el mundo en 2017 y en la primera mitad de 2018, y se volvió a las cifras más modestas de la segunda mitad de 2018 y 2019, con bajas ganancias en las ramas productivas.

En 2008 el centro de la crisis era Estados Unidos. Once años después, la crisis golpea más fuerte sobre las economías nacionales más castigadas, que son los países emergentes de menor desarrollo industrial. Particularmente están afectados por haber tomado una gran deuda en medio de un crecimiento en baja o muy acotado que –además-, por el reducido dinamismo mundial, sufren la caída de los precios de sus materias primas de exportación.

El bajo crecimiento económico agravado por la deuda y las políticas de ajuste, limitan la inversión, reducen el empleo y los salarios, agudizan las protestas sociales y en los casos más graves las carencias generalizadas llevan a amplios sectores de la población a una alimentación insuficiente y a la imposibilidad de acceder a una vivienda.

La Argentina es uno de los países que más ha retrocedido en términos económicos y sociales con el endeudamiento del gobierno de Macri, pero el incendio social y la violencia de la política de ajuste promovida por el Fondo Monetario Internacional y la OCDE abarcan a casi toda América Latina.

La crisis es una sola, y la imposibilidad de superarla en el centro del sistema, agravada por la guerra comercial, agudiza su peso sobre los emergentes menos industrializados y más sobreendeudados, sometidos a esta situación por la política impuesta desde el centro.

El bajo ritmo de crecimiento que tuvo lugar desde 2008 en adelante, siguió fomentando la deuda: las bajas ganancias en la esfera productiva estimularon a los capitales líquidos que no podían ser invertidos a ser prestados y las dificultades de las empresas productivas las obligaban a demandar más crédito. Hoy, empresas productivas y estados, tienen un insostenible nivel de endeudamiento.

Es una regla propia de los períodos de crisis: la dificultad de colocar capitales productivos rentables por la menor demanda promueve la inversión financiera y los capitales que no pueden ser colocados productivamente tratan de ser colocados en distintas formas de préstamos.