En el discurso político-económico actual en Argentina, se puede encontrar una sutil, pero profunda, interrelación entre el uso permanente del término «hombre de bien» que cita Milei y el concepto de «orco» que refiere Macri en su incitación al enfrentamiento social.

El «hombre de bien» (patriarcado mediante) es el individuo ejemplar, pilar de la sociedad, beneficiario de la política anarcocapitalista, el buen libertario. En la antítesis, el hombre de mal, el «orco» representa el hombre-masa, el enemigo a destruir, el miserable a enfrentar, el peronista.

El «orco» como antónimo de «hombre de bien». Y, en el discurso de Milei, al «orco», ni la palabra. Se habla, se dice y se hace para los «hombres de bien». Todo para ellos, que la motosierra apunte hacia los orcos.

El concepto es aplicable -como juicio sobre las personas- por todas las ideologías. Inclusive lo utiliza Evita en su discurso del 1 de mayo de 1952: «El enemigo acecha. No perdona jamás que un argentino, que un hombre de bien, el general Perón, esté trabajando por el bienestar de su pueblo y por la grandeza de la Patria». Y es más -quizás para distanciarse del épico «hombre nuevo» del Ché- en 1951 Perón cita, en su Manual de conducción política: «Porque, señores, estos movimientos triunfan por el sentido heroico de la vida, que es lo único que salva a los pueblos; y ese heroísmo se necesita no solamente para jugar la vida todos los días, o en una ocasión, por nuestro Movimiento, sino para luchar contra lo que cada uno lleva dentro, para vencerlo y hacer triunfar al hombre de bien, porque al partido lo harán triunfar solamente los hombres de bien».

A diferencia de la palabra «orco», siempre indeseable y terrorifica, «hombre de bien» es polisémica y su significado es ideológico y adaptativo según quién y en que contexto la mencione. Para el sentido común neoliberal, hombre de bien es quien piensa parecido, procede igual que yo y con quien compartimos creencias sobre el mercado benefactor y el Estado ladrón.

Por supuesto, recurrimos a una simplificación tremendista pero que puede ayudarnos para la interpretación económica.

El concepto de «hombre de bien» tiene origen antropológico. Y moral. Deviene de la antigüedad. Principalmente desde Platón -que lo establece como virtud ciudadana- (es conocida su referencia «un hombre de bien puede ir a comer a casa de otro hombre de bien sin ser convidado»). Los estoicos (que pregonan el amor al destino) la refieren a quienes detentan las virtudes de coraje, templanza, sabiduría y justicia. Y luego pasa al cristianismo (como hombre de Dios, que satisface los requerimientos bíblicos).

Así contado, pareciera que «hombre de bien» está alejado de la economía. Sin embargo, a partir de Montesquieu (El espíritu de las leyes, 1748)- el término se hace social y se reconoce para identificar a quien tiene virtud política, a diferencia de la virtud moral individual. El hombre de bien no es un idiota (ignorante de los problemas del Estado) sino que está muy identificado con el patriotismo: «No se trata de una virtud moral, ni tampoco de una virtud cristiana, sino de una virtud política como amor a la patria y a la igualdad, que ama a las leyes de su país y obra en función de estas».

Hombre bueno es buen ciudadano, y buen ciudadano es hombre de bien. La ciudad, la civilitas, es la que recepta al hombre de bien. Que quiere decir en instancias del capitalismo financiero neoliberal, «hombre de mercado», como consumidor y como productor. Es el homos economicus de los clásicos en el sistema de mercado: como consumidor que elige y paga sus consumos con libertad y no los recibe como prebendas ni planes de ayuda públicos, productor porque busca su remuneración en el mercado por la meritocracia de su propio esfuerzo y no por los favores políticos. Esta es la construcción del concepto de «hombre de bien» como funcional al mercado y contrapuesto al Estado que le roba sus ingresos con los impuestos, que encarecen los precios y restringen la inversión empresarial. Alguna parte del éxito libertario en las elecciones puede buscarse en este lado.

Pero, dado que el capitalismo es amoral («No es la generosidad lo que mueve al comerciante a vender sus productos a precios módicos, sino el interés.»), es válido preguntarse si puede albergar «hombres de bien»?

El neoliberalismo afirma que el capitalismo no tiene dimensión ética, no necesita ser considerado moral o inmoral: su condición existencial es que sea eficiente. Y toma a los hombres tal como son: seres egoístas que quieren maximizar su goce y minimizar sus esfuerzos. El comerciante de bien nos dice: «Sea egoísta, venga a comprar mis productos…» No nos dice: «Por favor, sea generoso, tengo que pagar los sueldos y encuentro dificultad para pagar mis deudas y necesito que me dé una mano». En realidad, el comerciante de bien nos dice: «Los mejores y más baratos productos para satisfacer su necesidad están en mi negocio». Y funciona. Porque, para vender, los comerciantes tienen que hacer el esfuerzo de tener los mejores y más baratos productos. ¿Qué le dice el patrón a un asalariado de bien?: «Sea egoísta, venga a trabajar conmigo. Le conviene.» ¿Qué dice el joven trabajador que quiere conseguir empleo? «Sea egoísta, empléeme. Le conviene explotarme».

El capitalismo es el reino de la conveniencia, de la utilidad. Y el «hombre de bien» es el que conviene al sistema. Como productor si maximiza su beneficio y como consumidor si obtiene la mayor satisfacción. Eso le otorga al capitalismo cierta legitimidad antropológica. Su base de funcionamiento es el gen egoísta. Obviamente, el egoísmo basta para caminar, para hacer marchar la economía cotidiana (en la que operamos como egoístas), pero no alcanza para construir una sociedad (que necesita interrelaciones solidarias). Y menos aún para estructurar una civilización.

Por eso sólo puede haber «hombres de bien» si el Estado y la política -como fuerza colectiva- operan entre la dimensión amoral de la economía y la moral de los individuos. El Estado moraliza el funcionamiento económico en beneficio de los individuos (por ejemplo, establece precios máximos, valida paritarias salariales), justamente porque la economía es amoral y porque la moral no es rentable se necesita una articulación entre las dos, algo que salga del mercado, que no esté en venta. Mientras mejor comprendamos la naturaleza de la economía y la moral, entendiendo la fuerza de la economía y la debilidad de la moral, más exigentes serán los pueblos en cuanto al derecho y la política.

Entonces el «hombre de bien» -si existiera- con su compromiso social y público estaría tan lejos del neoliberalismo como del anarcocapitalismo. Se ubicaría en el campo de la justicia social, ese concepto aberrante según el presidente electo. A pesar de que este se haya apropiado del concepto en otra de las cotidianas batallas de la cultura.

*Economista, ex rector de la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco.

 

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