Un dato introductorio: la Argentina cuenta con una superficie de 3.761.264 km2, 46.234.830 habitantes y un PIB de US$ 621 mil millones de dólares. Es el octavo en dimensión, el 33avo en población y el 24avo en tamaño económico.

Una idea central: la autoestima es una condición necesaria para que una país se cohesione y acumule poder. Cuando esa autoestima–ligada a la dignidad, la identidad y el carácter nacional–se erosiona una sociedad se desorienta.

Eso la lleva a creer que la razón de su declive proviene de actores externos o de unos pocos agentes internos generadores de todos los males. Esto, a su turno, obstaculiza el establecimiento de consensos mínimos, impide propiciar incentivos grupales para revertir la caída y deteriora la confianza indispensable para recuperar cohesión y poder.

En la Argentina se ha quebrado la autoestima y predomina un sentir profundo de declive. Una de las manifestaciones de la pérdida de autoestima es la recurrente búsqueda de soluciones expeditivas y simples emulando a otros países, como si cualquier experiencia de otras naciones pudieran ser importada.

A lo largo del tiempo se ha producido un proceso de encogimiento del país con múltiples expresiones. Recurro al término encogimiento pues los países que se busca emular son naciones de dimensiones pequeñas, reducida población y bajo tamaño económico. Es claro que esos países tienen sus realidades; el punto acá es preguntarse, sin el ánimo de buscar una causalidad, sobre la caída de la autoestima nacional y por qué se escogen los ejemplos que se escogen.

Tomemos el caso de la defensa. Las cíclicas crisis económicas del país han afectado severamente la posibilidad de dotar de recursos importantes al re-equipamiento y la modernización de las fuerzas armadas.

El escenario mundial y regional actual demanda un debate serio sobre la defensa y la urgencia de contar con los medios para fortalecer la capacidad militar: el peligro mayor es quedar en un estado de indefensión.

Sin embargo, vuelve la idea de comprometer a las fuerzas armadas en cuestiones de orden público y se preanuncian decretos al respecto. Por esa vía se las convertirá, más temprano que tarde, en una especie de guardia nacional combatiente de modalidades de criminalidad.

No es inusual entonces que en algunos círculos civiles se pregunten periódicamente si en realidad necesitamos a las fuerzas armadas; algo sin duda insólito. Costa Rica (puesto 126 por tamaño), Vanuatu (157), Dominica (174), Santa Lucía (178), Andorra (179), Tuvalu (192) y varios otros países no las tienen. Ninguno de ellos se asemeja a la Argentina. Mientras tanto, el mensaje del poder político pareciera ser que, como “no hay plata”, sobrevivan con lo que puedan.

Otro ejemplo es el dolarización que ya no es parte de una discusión electoral sino que es un componente esencial de la política pública a corto y mediano plazos.

En este caso, los ejemplos invocados son Ecuador (puesto 76 por tamaño, puesto 72 por población y 64 por su PIB) y El Salvador (puesto 149 por tamaño, puesto 108 por población y 101 por su PIB).

Poco se indaga sobre el vínculo dolarización-crimen organizado en un país como la Argentina donde viene creciendo el narcotráfico. Y como bien lo señaló recientemente Pablo Gerchunoff, “después de la dolarización, la Argentina sería una Grecia pero aislada, una Grecia sin Europa y sin Banco Central Europeo; por lo tanto, probablemente condenada a cesaciones de pago recurrentes y a la ausencia de un proyecto colectivo. Un país inmunosuprimido.”

En tiempos más recientes, El Salvador nuevamente parece ser referente, en especial, en cuestión de seguridad pública. No importa mucho que la evidencia mundial muestre el vínculo entre desigualdad y violencia criminal, social y política y que su perpetuación afecte desmedidamente a los sectores vulnerables.

Tampoco parecen interesar explorar las “buenas prácticas” no coercitivas para superar los problemas de seguridad. Cabe recordar asimismo que según el informe de la Oficina de Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito de 2023 la tasa de homicidios de El Salvador es cuatro veces mayor a la de la Argentina: 18,17 cada 100.000 habitantes frente a 4,62 cada 100.000.

En asuntos como los acuerdos institucionales, en términos políticos, en modelos de innovación y desarrollo, y en tantas otras áreas es frecuente oír la comparación con países de la región y extra-regionales a imitar para, por fin, detener el declive.

Es evidente que las sociedades pueden recoger experiencias valiosas de otras y adaptarlas a la realidad propia. Es claro que hay lecciones trascendentales tanto de éxitos y fracasos de otras naciones que se pueden aprender y evitar.

Sin embargo, lo singular de la Argentina del primer cuarto del siglo XXI —y a diferencia del mismo período del siglo XX cuando varios en y fuera de la región admiraban sus logros y hasta querían imitarla— es que busca un norte, cualquier norte, en países pequeños.

La Argentina se encoge a la misma velocidad en la que disminuye su autoestima. Y parece prevalecer, no apenas ahora sino desde años, un síndrome autodestructivo que consiste en proclamar que esta es una nación de fracasados habitada por una mayoría de indeseables y con solo un puñado de gente de bien. Sin autoestima colectiva será difícil reconstruir cohesión y poder; dos componentes fundamentales en un contexto mundial incierto y pugnaz.

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