Recientemente, la presidenta del principal partido de la oposición (PRO) en Argentina, Patricia Bullrich, acusó públicamente al ex ministro de salud Ginés González García y al presidente Alberto Fernández de haber solicitado coimas e intermediarios nacionales en la gestión de la compra de vacunas con el laboratorio estadounidense Pfizer. Es decir, aseguró –nada más y nada menos– que se había cometido un grave delito (tipificado por el Código Penal), sin pruebas ni evidencia empírica de cómo y bajo qué circunstancias ocurrió y sin acudir, mucho menos, a la justicia. Horas después, Pfizer salió a desmentir categóricamente tales acusaciones por medio de un comunicado, en el que afirmó que la compañía “no había recibido peticiones de pagos indebidos en ningún momento” como así tampoco no existían “intermediarios, distribuidores privados o representantes” en la venta de su vacuna.

El filósofo italiano Giacomo Marramao, analizando los discursos neofascistas y de extrema derecha que arrecian por buena parte de Europa, Brasil y Estados Unidos (con la era Trump), ha sostenido acertadamente que estas formas políticas se basan en la “agresiva deslegitimación del otro” y en un “rechazo general de la política”. En sus palabras, “partidos, movimientos y agentes en disputa por el poder no parece que orienten ya sus acciones a la legitimación de sus propias ideas y programas, sino más bien a la deslegitimación del adversario.” (Sobre el síndrome populista. La deslegitimación como estrategia política, Gedisa, Barcelona, 2020). Concurre, entonces, una retórica deslegitimadora de los adversarios políticos que se convierte en un aspecto central del modo mismo de hacer política. Lejos de disputar el poder por medio de propuestas, planes y programas, se recurre a la deslegitimación permanente. En los últimos meses, el PRO –luego de desacreditar de antemano cada una de las medidas sanitarias tomadas por el Gobierno nacional, negando los efectos mortales del coronavirus y confundiendo a la población– ha optado decididamente por esta retórica deslegitimadora, elevando cada vez más la violencia discursiva en los debates y en las intervenciones públicas. A esto hay que sumársele la especial complejidad del escenario marcado por la pandemia, en los cuales se le requiere a la dirigencia política –quizá como nunca antes– prudencia, verosimilitud y responsabilidad.

Esta estrategia de deslegitimación se compone de prácticas y discursos contrarias a la democracia, a la deliberación pública y, sobre todo, a la responsabilidad que tienen los dirigentes políticos de utilizar con cautela, claridad y precisión el lenguaje. Así pues, sus sellos distintivos son las injurias, las acusaciones falsas, la mentira y la desinformación, las fake news y la manipulación de hechos, tal como hizo Bullrich o como hizo Elisa Carrió meses atrás cuando aseguró que iba a denunciar al presidente Alberto Fernández por “envenenamiento” por haber comprado la vacuna rusa Sputnik V.

Es sabido que en política no todo da lo mismo (la verdad o la mentira) y no todo puede decirse de cualquier manera y en cualquier circunstancia. Participar en política, gobernar o pretender gobernar implica hablar de manera veraz. Como ha señalado Pierre Rosanvallon, “ser veraz en el hablar es incrementar al mismo tiempo el dominio de los ciudadanos sobre su existencia y permitirles instaurar una relación positiva con la vida política» (El buen gobierno, Manantial, Buenos Aires, 2015). A la inversa, hablar falso, mentir o difundir acusaciones sin pruebas es sumamente destructor de la democracia, pues rompe el vínculo de confianza de la clase política con la ciudadanía y prohíbe la interrogación y el debate adecuado sobre los asuntos públicos.

Contrariamente a la deslegitimación iniciada por Bullrich, Alberto Fernández, con la debida responsabilidad política del cargo que ejerce, en vez de contestar con nuevas difamaciones, recordó –además de que la acusación resulta absolutamente falsa– el daño que este tipo de estrategia hace a la confianza ciudadana y las instituciones republicanas. Así, el presidente optó por un prudente cuidado de la palabra pública, esencial para cortar de raíz a la retórica reaccionaria y violenta de la derecha.

Estas estrategias de deslegitimación contaminan el espacio público democrático y constituyen una de las manifestaciones centrales de las nuevas derechas occidentales. El descrédito del legítimo adversario se convierte en la vía para ganarse un capital político que de otra forma no se tendría. La apelación a la calumnia es la nueva forma de la despolitización, pues sustituye el debate serio y argumentado por la difamación y la mentira. Solo una democracia que preserve el lenguaje de esta retórica deslegitimadora podrá promover un ciudadano crítico, interesado por los asuntos de la comunidad, es decir, por la política.