La idea de “vivir con y de lo nuestro” se ha desechado como opción socioeconómica. Ya no interesa. Es una concepción autárquica que ha caído en desgracia, se ha nublado, diluido, apagado. Ha sido optimista y contestataria, pero ha entrado en la etapa del olvido, que es la garantía de su muerte. El libro exitista de Macri (“¿Para qué?”, Editorial Planeta) triplica el precio del texto analítico de Aldo Ferrer (“Vivir con lo nuestro”, FCE). Los economistas del establishment (¿los habrá del no-establishment?) afirman que los precios marcan preferencias porque se relacionan con el nivel de satisfacción del dinero. A más goce, más precio y más valor.
Hoy, la globalización financiera y tecnocrática es el nombre de la Verdad, de lo Posible y de lo Deseable. Clausura y fin del debate. Lo “nuestro” nos lleva al viejo pasado. Cito a Bolívar cuando reclamaba, con enojo, a Europa “¡déjennos hacer nuestra propia Edad Media!”.
Y, dado que hemos madurado -según dicen-, los sapientes menosprecian la idea. La ubican en un romanticismo vulgar de juglares populares, la instalan en cafés reuniones de militantes del divague y la depositan en las garras racionalistas de la posmodernidad. Se ha dejado perdido el concepto en el viejo arcón del pesimismo, entremezclado con recuerdos olvidados, como equidad y términos proscriptos, como revolución. ¡Qué no se hable del vivir con lo nuestro!, es la consigna.
El discurso posmoderno y el sentido común neoliberal nos han convencido de que “lo nuestro” inexiste, es demasiado poco e insuficiente, casi insignificante, y que es necesario ir por más. Crecer más, acumular más, querer más, consumir y gastar más, domesticar más la naturaleza y los hombres. Que todo se sujete al hedonismo de la economía.
El capital tecno-financiero no es “nuestro”, “lo nuestro” es, apenas, gentes que trascurren sus vidas desde el amor, se animan a pensar futuros juntos y hacen cosas en común. La aniquilación de lo “nuestro” es, en definitiva, otra de las abstracciones triunfantes del capitalismo actual. El crecimiento ilimitado como fábula posible para que el cibernántropo del poder imponga su estilo de vida. No hay lugar para lo nuestro, es el fin de lo común.
Es cierto que no se sabe bien que es “lo nuestro”, lo que nos es propio, lo que tiene que ver con la propiedad común y con la pertenencia colectiva. Tampoco quienes somos “nosotros”, los portadores de lo nuestro, los que tenemos intereses comunes y participados.
¿Quién puede creer que es nuestra la Patagonia de los Benetton? ¿Y los hidrocarburos de los yacimientos de PAE? ¿Y el dulzor de los campos cañeros de Ledesma? ¿Los campos sojeros de los holdings transnacionales? ¿Ni que hablar de los ríos y del agua de glaciares hecha Lago Escondido para el pornográfico encuentro del poder real de empresarios, funcionarios y jueces?
“Nuestro” ha dejado de ser una pertenencia de todos y se ha vaciado de contenido. Es un término que se agota porque cada vez hay menos cosas de todos. El patrimonio común se debilita. Como cuando desde el neoliberalismo se dice no comprender esa obsesión por recuperar las Malvinas. “Nuestro”, lo nuestro es una palabra perdida y casi repudiada. Y asesinado “nuestro”, van por “compañero”, el que nos acompaña en el camino. Quieren dejarnos no solo sin pertenencias comunes, sino también solos de soledad, evitar la compañía.
Lo global en lo social y el yoísmo en lo individual, se han apropiado de lo nuestro y lo subsumen. “Nuestro” campo es una entelequia que se transforma en commodities misteriosos y oscuros y “nuestro” panadero -a quien mirábamos a los ojos para putearlo porque se le había tostado demasiado el pan- es ahora una góndola impersonal y aleatoria.
Y los precios quedan fuera de nuestra acción económica y nos empobrecen porque, claro, no son nuestros precios sino los de ellos, que los fijan a su conveniencia, con una peculiar visión de lo justo aplicado al precio, que comparten con el administrador político de turno. Por eso las políticas públicas son la restauración política de lo nuestro.
La deuda, ella sí, es nuestra. Es la marca de la dependencia. Por eso la práctica kirchnerista de desendeudar, liberar lastres, fue una expresión de vivir con lo nuestro. No traigan nada, no ayuden que nos arreglamos, fue el mensaje. Pero se ha vuelto a “nuestra” deuda. La propiedad popular de las penas que son de nosotros según canta Yupanqui desde siempre. Y las consultoras nos abruman con informes sobre cuanto debemos per cápita. Para regocijo de los verdaderos deudores que son los fugadores y los evasores.
Es necesario que algo sea “nuestro”, so pena de invalidar el concepto subyacente de ”patria” (para haber patria tiene que haber nuestros). Habrá que investigar a qué queda reducido lo nuestro: ¿a los símbolos patrios? ¿al Papa Francisco? ¿a Maradona? ¿a la birome? a la picardía argenta? ¿al fútbol? No lo sabemos, pero el hecho es que los espacios políticos desechan y menosprecian la idea de vivir con y de lo nuestro.
Podemos intentar decir que “vivir con y de lo nuestro” es opuesto a “vivir con y de lo ajeno”. Claro que suena interesante el vivir con y de lo ajeno. Es la teoría del ladrón, una de las hipótesis fundantes del racionalismo rampante ortodoxo y metáfora económica de la máxima satisfacción con el menor esfuerzo. La prudencia es lo que transforma en deudor al ladrón. Fue una máxima precapitalista y medioeval: acojamos al ladrón como deudor para dominarlo. Es también la teoría del viejo Marx sobre la plusvalía en la que descansa el vivir bien del capitalista basado en la apropiación del valor del trabajo asalariado. El mérito de hacerse del esfuerzo ajeno.
La pregunta es si el pensamiento popular debe impulsar la concepción de lo nuestro o sumarse a su crítica para parecer a tono con el poder, aggiornados. Claro que los pueblos tienen que organizar su economía de manera tal que produzcan al menos el valor de lo que consumen. Es una ecuación energética. La creación de valor está determinada por los avances tecnológicos. Es cierto. La industrialización es deseable y necesaria. Es cierto. Pero ningún argumento, por otario que sea, desplaza la necesidad de administrar nuestros recursos naturales a partir del trabajo humano nacional con la tecnología posible y pertinente administrada por un Estado nacional cuyo programa sea el interés de nuestros pueblos. Simplemente instalar la idea de lo nuestro en el marco del buen vivir y como basamento del campo nacional y popular.
Advertencia: este bestiario de ideas sueltas e inconsistentes no deben ser leídas -si es que se leen- en defensa del maestro Aldo Ferrer y su tesis sobre Vivir con lo nuestro. Ferrer y sus convicciones ya disponen de una sólida defensa argumental de mejor contenido y mayor profundidad.