El año en que se cumplen 40 aniversario de uno de los mayores conflictos de la Guerra Fría puede abrir una ventana de oportunidad para intentar una vía no explorada para abordar el tema Malvinas. Una serie de condiciones, algunas imprevistas y otras interesantes, podrían facilitar una alternativa innovadora.
Por un lado, es importante destacar la ausencia de estridencia en la conmemoración de la fecha de parte tanto de la Argentina como del Reino Unido. Ni el gobierno ni la sociedad en la Argentina han mostrado expresiones o actos irredentos. Ni el gobierno ni la sociedad en Gran Bretaña han sido arrogantes. Perdedores y triunfadores han sido sobrios en sus expresiones. El dolor de una guerra que no debió ser no llama, hoy, a desmesuras.
Por otro lado, la invasión de Ucrania por parte de Rusia, las sanciones de Estados Unidos y Europa a Moscú, el latente espectro nuclear y los efectos múltiples y masivos derivados de la dinámica desatada por la agresión rusa nos han colocado, al parecer, en una situación de guerra global sin final inmediato.
En un mundo que, además, tiene numerosos puntos calientes que pueden detonar una cadena descontrolada de disputas.
La breve Posguerra Fría, esa que tuvo a Occidente como principal arquitecto de un incumplido orden internacional y que auguraba estabilidad, justicia y equidad se está rápidamente desvaneciendo. Las crisis recurrentes, políticas, financieras, militares y ambientales, han producido una suerte de estrés mundial.
En ese sentido, la superación de problemas no resueltos y la prevención de confrontaciones potenciales son una tarea urgente en la comunidad internacional.
En ese contexto, es bueno retornar a 1982 y encontrar en ese año una especie de “llave” para reorientar, en la actual coyuntura, el tratamiento del tema Malvinas. Culminadas de hecho a mediados de junio las hostilidades, la Argentina continuó, en el marco diplomático, su reclamo de soberanía. Alcanzó una trascendental resolución en las Naciones Unidas.
Gracias a la ardua y lúcida gestión del representante argentino ante la ONU, Carlos Manuel Muñiz, y siendo Canciller Juan Ramón Aguirre Lanari, la Asamblea General aprobó el 9 de noviembre la Resolución 37/9 que fue presentada por veinte países de América latina y recibió el voto favorable de Estados Unidos.
Según la resolución, “el mantenimiento de situaciones coloniales es incompatible con el ideal de paz universal de las Naciones Unidas”. Y reafirmó “la necesidad de que las partes tengan debidamente en cuenta los intereses de la población de las Islas Malvinas”.
Dicho lo anterior, “pide a los Gobiernos de la Argentina y el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte que reanuden las negociaciones a fin de encontrar una solución pacífica a la disputa de Soberanía sobre dichas Islas” y, muy concretamente, “pide al Secretario General que, sobre la base de la presente resolución, emprenda una misión renovada de buenos oficios a fin de asistir a las partes en el cumplimiento de lo solicitado” en el párrafo anterior.
Asimismo, el 20 de noviembre de 1982 la OEA—siendo el representante argentino Raúl Alberto Quijano—respaldó, mediante la Resolución 595, la Resolución 37/9 de Naciones Unidas: el continente apoyó la expresa solicitud. Sin embargo, lamentablemente, los buenos oficios solicitados al Secretario General de la ONU no se han llevado a cabo.
2022 es probablemente el año en que bien podría el Secretario General de la ONU, Antonio Guterres, implementar esa resolución de hace cuatro décadas. Ya en agosto de 2021, en la declaración especial sobre Malvinas de la CELAC, le reclamó el cumplimiento de la misión de buenos oficios. Por supuesto que una acción de este tipo es delicada y riesgosa para Guterres.
Pero también lo es el que tiene una responsabilidad para recuperar el prestigio y la credibilidad de la ONU en un momento histórico como el actual. Todos los miembros permanentes—incluido el Reino Unido–del Consejo de Seguridad deben reconocer a esta altura que los problemas sensibles que hacen a la paz y la seguridad internacional que no se resuelven, se empeoran con el tiempo.
Hay ya muchos ejemplos que han sido y son testimonio de eso. Occidente no puede asumir que la inestabilidad y el desorden se pueden seguir administrado a punta de la amenaza, el uso de la fuerza y la política de poder.
Ni China ni Rusia, una como potencia insatisfecha, la otra como potencia revisionista, pueden apostar al caos como un modo de gestionar el multipolarismo que propugnan. Estados Unidos—que en el voto de 1982 probó entender el sentido de no perpetuar conflictos irresolutos—bien podría, como escuchó de fuentes castrenses la Comandante Laura Richardson del SOUTH COM en su reciente visita al país, asumir una postura de “neutralidad constructiva” respecto a Malvinas.
Si se trata de evitar una proyección de poder de China en el Atlántico Sur, para Occidente es mucho mejor una Argentina próspera, estable y segura. Ojalá que el secretario Guterres advierta que, para él, para la ONU y para la comunidad internacional resolver el tema de Malvinas será un aporte a la paz mundial.
Asumir el desafío de los buenos oficios parece una vía oportuna que debiera explorarse. Y, mientras tanto, la Argentina debe concebir y consensuar un amplio menú de propuestas razonables y realizables para cuando la negociación sobre la soberanía pueda iniciarse.
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