Hoy recordamos la masacre de Fátima, 30 personas asesinadas y dinamitadas el 20 de agosto de 1976 en la localidad de Fátima, cerca de Pilar, el próximo lunes la masacre de Trelew, 19 fusilados en 1972 en la base almirante Zar de la armada Argentina, el 16 junio recordamos el bombardeo de Plaza de mayo con 300 muertos y más de mil heridos. Podríamos recordar también a los 1500 fusilados en las huelgas de la Patagonia o a los 700 fusilados en los talleres Vassena durante la semana trágica, a los miles de masacrados en la campaña al desierto y a los millones de muertos de los pueblos originarios a lo largo de toda una América ensangrentada a los que el hambre, las enfermedades, el plomo o el acero asesinaron, a veces con prisa pero siempre sin pausa, desde la invasión europea a estas tierras. Por supuesto que esta historia no es patrimonio de este continente sino que es tan extendida como los lugares habitados por la humanidad en este planeta azul. Lo evidente, lo que debería ser llamativo, escandalosamente llamativo, pero no lo es, es que los muertos numerosos, los que mueren de a decenas, de a cientos o de a miles, siempre provienen del mismo lugar de la estamentación social, son los de abajo. Y esto no lo digo para los de arriba, ellos no solo lo saben; lo digitan y lo planean.Hace un tiempo le preguntaron a un magnate estadounidense, representante de una de las grandes corporaciones multinacionales si creía en la lucha de clases. El respondió: por supuesto. Y con una sonrisa agregó: Y estamos ganando.
También, por historia familiar, por dolores propios, quizá por atavismos culturales, lo saben los de abajo. Algunos lo aceptan con el fatalismo de los derrotados, otros quedan atrapados en un resentimiento individual que no logra cuajar con el dolor de otros, y afortunadamente otros, los más bravos y esclarecidos, luchan. Pero esos luchadores, frecuentemente, serán la primera línea destinataria de la metralla del poder, de los de arriba, que siendo minorías, acostumbran matar mayorías. ¿Nos preguntamos entonces, por qué pueden hacerlo? ¿Es solo porque tienen sus tropas mercenarias con las armas listas para guardar sus sueños, o hay algo más en esta magia que garantiza su impunidad? ¿O existe también otro elemento de protección para los poderosos, de amortiguación entre los extremos de una contradicción irresoluble entre el abuso y la miseria? ¿Oyeron hablar de las clases medias, de las que este escriba también forma parte? Por utilizar como metáfora un poco de historia de lo que nos han dicho que es occidente, siempre los poderosos se rodearon de un número importante de pretorianos y centuriones que manejaran la tropa. Solo que en estos casos no nos han equipado con espadas sino con expectativas, promesas de un progreso individual que adormezca nuestra sensibilidad comunitaria y en muchos casos nos lleve a la insensibilidad total y nos haga compartir su odio de clase. Recordemos que es más barato emocionalmente odiar a la víctima que sentir culpa por haberla dañado, lo primero es descalificarla en su condición de semejante. Este
mecanismo funciona eficientemente para los poderosos y muchos clasemedieros que obviamente no son poderosos, en su miope estupidez adscriben gustosos a él.
Las clases medias, atrincheradas en sus espacios de confort, que creen seguros, se niegan persistentemente a ver una realidad brutalmente asímetrica e injusta que persigue y mata, pero a ellas no, al menos eso les hacen creer y, como en muchos casos, les resulta más fácil creer que cuestionar.
No hay que explicarle a un pobre que es pobre, cada parte de su mente y de su cuerpo se lo dicen cotidianamente. Lo más difícil, lo más complejo, es llegar al habitante de clase media, al perro con el pelo cortado en peluquería que solo mira a su amo. Por ahora, solo se me ocurre como propuesta, militancia, militancia con coherencia en el ejemplo, militancia que apunte a lo intelectual y a lo emocional, una cruzada al rescate de la sensibilidad de esta clase media adormecida que cree ser amante del patrón y para él es apenas su prostituta.