Referirse a la crisis del multilateralismo parece un lugar común en el que se subraya que la arquitectura institucional y normativa internacional no está en sincronía con las ideas y prácticas acerca de lo que es legítimo ni responde a la distribución de las capacidades materiales existentes.

Si se tiene una perspectiva histórica sobre la evolución del orden mundial se ve que esta crisis no es inusual, y es hoy entendible en medio de la coyuntura en la que se ha acelerado y profundizado una transición compleja y pugnaz.

Por eso, como afirmara el internacionalista Robert Cox, el multilateralismo “expresa en parte el ámbito de la lucha entre fuerzas conservadoras y transformadoras”.

El polisémico concepto del multilateralismo remite a un espacio (por ejemplo, una organización), a una acción (por ejemplo, un tipo de comportamiento), a un objetivo (por ejemplo, por motivos de convicción y/o conveniencia), a una estrategia (por ejemplo, respecto a la política exterior) y a un principio (por ejemplo, la democratización de los asuntos mundiales).

En todas esas acepciones, el apego a lo multilateral es, junto con la defensa del derecho internacional y la promoción del regionalismo, un componente básico de la realpolitik de un país intermedio del Sur global como la Argentina.

En este contexto, es fundamental precisar la hondura y el alcance de las crisis de Naciones Unidas (ONU). Primero, resulta evidente la ausencia de voluntad política de los miembros permanentes en el Consejo de Seguridad de comprometerse con reformas tanto estructurales como procedimentales. Las promesas y propuestas reformistas que se expresaron con el fin la Guerra Fría quedaron olvidadas.

Las demandas de participación, equidad, justicia y transparencia que surgieron desde el Sur se obstruyeron o sepultaron; en particular después de fenómenos como los atentados del 11 de septiembre de 2001, la crisis financiera de 2008, y el COVID de 2020.

La resistencia al cambio, en especial por parte de las potencias occidentales, es elocuente. Las acciones y manejos de los cinco poderosos (Estados Unidos, China, Rusia, Reino Unido y Francia), con distintos grados de responsabilidad, han socavado peligrosamente los principios de la seguridad colectiva. Los ejemplos abundan.

Para el caso, y entre varios, el uso instrumental de las intervenciones humanitarias y la ausencia de un efectivo desarme nuclear. Sin duda, esto perjudica la legitimidad de la ONU.

Segundo, cabe destacar la crítica situación financiera que se manifiesta en el no pago de aportes, los problemas de liquidez de la Secretaría General, las restricciones presupuestarias para la ejecución de los mandatos, la reducción de fondos para las agencias especializadas, y las amenazas de no provisión de fondos. En realidad, las finanzas de Naciones Unidas revelan una creciente precariedad; lo que afecta su efectividad.

Tercero, en materia de misiones de paz las debilidades y deficiencias han aumentado. En el último lustro se redujo en un cuarto el número de efectivos desplegados, al tiempo que las operaciones comenzaron confundir la meta de la estabilización al incorporar tareas propias de la contra-insurgencia y el contra-terrorismo. Se hicieron patentes las dificultades en los casos de Mali y República Centroafricana, así como las incapacidades en casos como Yemen, Siria y Libia. Lo anterior ha incidido en el descrédito de la ONU.

Cuarto, las limitaciones, contradicciones y fiascos de Naciones Unidas en torno a ciertos regímenes son ostensibles. Por ejemplo, se sigue propiciando el fracasado prohibicionismo en materia de drogas; es considerable la brecha entre aspiración legal y ejecutividad política respecto al cambio climático; no hay progresos sobre la regulación de las armas livianas; y persiste un desempeño mediocre en materia de migración. Esto patentiza el desluce de Naciones Unidas.

Quinto, existe el problema del liderazgo. Si bien varios países impulsaron en su momento que la Secretaría General estuviera en manos de una mujer, Europa logró imponer en 2017 a Antonio Guterres, quien, sin haber tenido una gestión innovadora y promisoria, fue re-electo hasta 2026. Su reciente alocución en la Asamblea General de septiembre fue estridente en el tono, pero carente de compromiso para una reforma sustantiva. Así, la funcionalidad de la organización se ve comprometida.

La condición actual de la ONU es problemática. Para la Argentina y Latinoamérica sus múltiples crisis son muy gravosas. En consecuencia, es importante que el país refuerce su participación en la llamada Alianza por el Multilateralismo lanzada en 2019 y que en el marco de la 16va Cumbre del G-20 a reunirse en Italia este mes coordine una postura con México y Brasil a favor de compromisos multilaterales creíbles y legítimos. Pero podría dar un paso adicional respecto a la ONU.

En 1985 la Argentina, junto a Tanzania, Grecia, México, Suecia e India, lanzaron el Grupo de los Seis a favor de la paz y contra la militarización del espacio cuando recrudecía la Guerra Fría. Su propuesta fue, entonces, impactante y positiva.

Ahora se trataría de gestar una agrupación plural, con representación de todos los continentes, para exigir una reforma a fondo de Naciones Unidas y así evitar la repetición de lo que fue el gradual y sombrío desenlace de la Liga de las Naciones.

 

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