Hemos hablado en notas anteriores sobre los cinco problemas que debe enfrentar la humanidad, problemas tan trascendentes que motivado por ellos el humano podría matar o morir. Ellos son: comer, que representa la economía; no ser comidos por un predador, que representa la seguridad; la pulsión sexual, que sintetiza el impulso vital, no solo por la reproducción sino porque es posiblemente la gran energía que nos motoriza, el eros, la pulsión de vida; la pertenencia, esto que como seres débiles, nos hace necesariamente gregarios y nos enseña el afecto que se genera en principio a nuestra familia pero que se desarrolla hacia la comunidad que integramos; y finalmente el poder, ese que cuando es confundido como la tenencia de cosas, el tener, y no como la potencia, o sea el poder de hacer cosas; hace que algunos maten para tener lo que otros tienen o que otros maten para conservar lo logrado, sean estas posesiones producto del trabajo o de la enajenación.

En nuestro derrotero como especie hemos construido comunidades con formas organizativas variadas que han mutado con los cambios en los modos de producción. En esta etapa de la historia estamos sufriendo un violento cambio de paradigmas que afectan seriamente a la comunidad humanas y su sentido de pertenencia.

Es claro que la pertenencia ha estado desde siempre representada por conductas con alto contenido simbólico que han establecido la comunicación a partir de la interacción; desde la gestualidad, la manera de vestir, de comer, de intercambiar risas o manifestar enojo, hasta símbolos más complejos como banderas y estandartes y, por supuesto, por la construcción simbólica por antonomasia, el lenguaje.

El lenguaje se constituye en el relato de las diferentes culturas en la medida en que describe y delimita. Recuerdo el aserto de Nietzche que me parece particularmente útil referido al lenguaje: “la realidad es el discurso del poder”. El lenguaje como herramienta no solo de la cultura, sino fundamentalmente, de quienes detentan el poder; significa la realidad, le pone nombre a las cosas, las designa, determina como deben ser las relaciones entre los humanos y entre los humanos y su entorno, las cosas, estableciendo valoraciones, permisos y censuras.

Así, de acuerdo a los intereses de los que dominan la economía (hacemos aquí una referencia al primer problema mencionado más arriba, comer), en un total ejercicio de su dominio y de una manera tal vez imperceptible para la comunidad, les han ido cambiando el nombre a muchas cosas.

Cuando comencé a ejercer la medicina hace alrededor de cuarenta años, tenía pacientes, unos pocos años después me enteré que habían dejado de ser pacientes, ahora eran clientes.

Quizá por casual coincidencia era la época en que se enseñoreaba en los medios de comunicación el ensalzamiento de los Chicago boys y del consenso de Washington, según el cual, la riqueza de los ricos derramaría algo de esa riqueza sobre los más pobres.

Luego los avances tecnológicos ligados a la cibernética y la informática fueron cambiando nuestra manera de hablar y nuestros hábitos de vida cotidiana. Y de la misma forma que los frutos de un árbol serán alcanzados con más facilidad por los sujetos de mayor estatura, parece ser que los de mayor estatura económica, los dueños del capital y de los mercados han sido los grandes beneficiarios de estos avances tecnólogicos.

También con los cambios tecnológicos me fui enterando de que para una gran cantidad de cosas me había convertido en un usuario, en muchas de ellas antes me habría identificado como un ciudadano. Esto implicaba tal vez, que quien no podía llegar a ser un usuario ¿sería todavía un ciudadano? ¿estaría incluido o excluido de tal condición?

También comenzamos a escuchar con insistencia la palabra mérito, con su derivación, meritocracia.

Me enteré entonces que ya no tenía colegas, sino competidores. La traslación de esto a personas de otras profesiones o actividades, sería posiblemente, reemplazar en el inconsciente colectivo, la palabra semejantes por competidores; una clara ley de la selva donde sobrevivirá el más fuerte.

Otra palabra frecuente que incorporó al acervo cotidiano fue, ‘emprendedores’, gente muy esforzada que en algunos casos lograba resultados importantes. La prensa no publicó nunca que pasó con los muchos que lo intentaron y que no lograron su objetivo. No pude quitarme la sensación de que la solidaridad estaba siendo reemplazada por la feroz competencia, un camino descarnado hacia el individualismo.

La prédica de lo que llamamos neoliberalismo, a partir del consenso de Washington y de los discípulos de Milton Fridman, es tan abarcativa y omnipresente, martilla tanto la conciencia de los ciudadanos desde los medios de comunicación a través de un ejército de empleados comunicadores y desde las redes sociales, que se asemeja a una religión en la no hay creyentes sino consumidores. Tal vez sea la nueva religión y el capitalismo haya ascendido a la categoría de dios, el dios mercado. En ese caso, la solidaridad se habrá convertido en una práctica demoníaca para los  arcángeles del mercado.

Es llamativo que la real academia, que protestó airadamente por el lenguaje inclusivo y otras modificaciones culturales propias de las lenguas vivas, no se haya quejado por reemplazar ciudadanos por usuarios, pacientes por clientes, creyentes por consumidores o Dios por el dios mercado. Tal vez sea porque estos cambios, aunque en muchos aspectos se muestran concretos, tienen la discreción de no ser explícitos.

Vivimos en una sociedad meritocrática en la que el precio de ser se paga con el tener, no es que simplemente podemos ser felices por ser y ser uno con nuestro entorno, con el aire, con el sol, con la brisa, con la lluvia, con el verde de los bosques y el canto de los pájaros. Tenemos que tener. Y tener no es solo tener dinero, es tener un título, tener una consideración de la comunidad por nuestras propiedades y no por nuestra condición de miembros de ella. O sea que esta sociedad meritocrática es totalmente expulsiva, en lugar de incluirnos como un miembro más de la comunidad, tenemos que pagar peaje, si no pagamos ese peaje, no podemos pertenecer, estamos condenados a la soledad y a la exclusión.

¿Cuántas personas hay en nuestra sociedad que se sienten excluidas por no tener? Y en esto hablamos de la pobreza económica en principio, de aquel que no tiene para comer; pero también debemos hablar de la pobreza académica, de la pobreza intelectual, de la pobreza espiritual, de todos los que cuando miran a otro y sienten que miran hacia arriba, para tranquilizarse buscan a quienes los miran hacia arriba a ellos.

A esto tenemos que darle respuesta y no podemos simplemente dar una respuesta terapéutica cuando llegan personas con síndromes depresivos o con ataques de pánico. Tenemos una población cada vez más medicalizada, la respuesta debe  necesariamente ser una respuesta social, que plantee como objetivo la recuperación de la empatía.

Sería simple establecer una oposición entre el concepto de comunidad y el de individuo, o de individualismo en su vocación de ser; pero posiblemente la oposición sea más profunda.

La palabra persona tiene un largo camino lingüístico; como tal, deriva del latín, pero a su vez esta deriva del etrusco, phersu, y esta del griego: prosopon. Lo importante es que en todos los casos se refiere a la máscara del teatro que se colocaba el actor para construir el personaje; y el personaje solo tiene sentido y posibilidad de existir si hay un público que lo contemple, con el cual interactuar, su comunidad. Todos y cada uno de nosotros somos personajes que interactuamos con nuestra comunidad; el concepto de persona tiene una profunda oposición al concepto de individuo y la esencia de la diferencia está en la interacción que nos hace pertenecer.

Los excluidos del capitalismo, los no usuarios, son muertos civiles, desaparecidos virtuales, ya que el sistema no los ve.

Consumir, también implica agotar algo, como el fuego a la leña.

La perversión del lenguaje naturaliza nuevos significantes que reemplazan a otros previos que algunos pretenden descartar.