En lo que podría definir como un claro respaldo a la lucha contra la inflación, hace pocos días la Corta Suprema de Justicia de la Nación llevó el costo del recurso de queja de $100.000 (pesos cien mil) a $300.00 (pesos trescientos mil). La friolera de un aumento del 200%. Ese es el costo que deben pagar los argentinos para que la Corte Suprema se tome la molestia de hacer aquello que por la Constitución esta obligada a hacer: revisar las sentencias de los tribunales inferiores. Una curiosidad de esas que me gustan a mí y que creo que merece resaltarse es que el depósito por recurso de queja solo se reintegra si la queja es concedida. Si es rechazada el dinero se lo queda la Corte Suprema. Siempre pensé que es un curioso desincentivo para que prosperen los recursos de queja en este país. Si se atiende a la justicia de los planteos de los recursos, parecería mas razonable que si efectivamente la Corte hace su trabajo y analiza el recurso, la tasa estaría bien cobrada, mientras que si no se hace el trabajo de analizar el tema y se rechaza por ejemplo sin expresión de causa – el famoso articulo 280- , el deposito sea restituido a quien tuvo que pagarlo. Porque el trabajo de analizar el tema y concluir que no hay tema lo hacen los empleados del Poder Judicial, para lo cual el Estado Nacional les paga un generoso salario, libre de ganancias a diferencia del resto de los mortales, que sí deben pagar el impuesto. Nunca entendí por qué el Poder Judicial cobra un precio por hacer algo que es ni más ni menos que su tarea. Si la educación es un servicio publico el Estado debe brindarlo gratuitamente. Siempre el interesado podrá optar por que el proveedor del servicio privado sea privado. Por ejemplo, pagando un colegio privado. Pero en el tema de justicia, resulta que no hay una opción privada. Solo hay una Corte Suprema y es pública. El costo de la queja sólo demuestra lo devaluado que está en la mismísima cabeza del Poder Judicial el viejo y querido concepto de Servicio de Justicia.
Hay quienes opinan que el tema queda subsanado con la posibilidad de presentar una acción llamada “beneficio de litigar sin gastos”. Y yo me pregunto por qué solicitar un beneficio, cuando en sí mismo el derecho a que revisen una sentencia existe y no es ningún favor ni beneficio, sino precisamente un derecho. ¿Está bien tener que pagar para ejercer un derecho?
El Estado sostiene financieramente al Poder Judicial. Lo hace con el dinero que recauda de los impuestos. Bien podría un sujeto individual plantear que él pagó con sus impuestos por ese servicio de justicia y que es absurdo —y por cierto, también ilegal— que además le cobren un extra por hacer lo que es un mandato constitucional: la Corte debe revisar las sentencias. No lo digo yo, lo dice la Constitución.
Cosas del Poder Judicial argentino… Extraño mundo, por cierto. Tan extraño como la nota que leí hoy en Clarín que consigna: “El insólito plan de la Corte títere” y tiene como bajada: “El Gobierno quiere sumar gente al máximo tribunal para restar independencia.”. Básicamente no entiendo algo: más miembros implica más independencia para la Corte Suprema y no más control de nadie. Porque sin duda es más fácil condicionar a cuatro señores muy aseñorados, como son hoy los miembros de la Corte, que a los 25 que proponen los gobernadores.
¿Me permiten un razonable ejercicio de lo que mi abuela titularía: “Piensa mal y acertarás”? Que el total de miembros de la Corte se eleve le preocupa —y mucho— a quienes están acostumbrados condicionar a dichos señores, a vulnerar su independencia. No a quienes la buscan.
Sobre el tema de la representación federal hay quienes –Héctor Gambini en Clarín, por ejemplo— sostienen que la idea de un miembro de la Corte por provincia implicaría hacer de la Corte un senado paralelo. Disiento con Gambini por esta razón: la Corte decide lo justo y lo injusto desde la mirada de sus miembros, que vienen de donde vienen y piensan lo que piensan desde su realidad. Aunque lo que deciden proyecta sus efectos mucho más allá de los lugares que los jueces conocen, de sus realidades. Pienso por ejemplo en un tema como retenciones, que afecta las finanzas de todo el país. Hoy sería resuelto por cuatro jueces que provienen todos de lugares donde se produce soja y que son super conscientes del peso especifico de los intereses del sector agroexportador. Seamos honestos: con los ojos cerrados, todos nosotros podríamos acertar cómo resolverían los actuales jueces de la Corte el tema de retenciones. Pienso en una eventual ley que establezca retenciones y una afectación especifica de esos recursos a equilibrar las desigualdades estructurales que tiene la Argentina entre sus provincias. Y me pregunto si alguien de la provincia donde yo crecí, que dista mucho de ser productora de soja, resolvería en igual sentido que los actuales miembros de la Corte.
Y entonces me acuerdo con afecto de mis profesores de Derecho Público Provincial, que solían enseñar: “Para nosotros es de fundamental importancia que se establezca un nuevo sistema de coparticipación sobre estas bases, expresivas de los principios de la solidaridad y lealtad federales, que son esenciales para las federaciones. Es que aún las más ricas y desarrolladas no dejan de presentar asimetrías, como se observa en los Estados Unidos o en Canadá. ¿Acaso son similares los índices económicos y sociales que se aprecian en California o Alabama o en Alberta o Nueva Escocia? Por ello, para nosotros también aquí han sido acertados los criterios del constituyente y sobre ellos debe avanzarse para producir un desarrollo más justo, equilibrado e integrado del país. Es que no debe olvidarse la distancia que separa al distrito más rico, o sea la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, de los más pobres, como Santiago del Estero y Formosa, lo que refleja la magnitud de nuestros desafíos y problemas” (Antonio María Hernández, Los aspectos financieros y económicos del federalismo argentino).
Leo lo que escribió la “Tuta” —así le dicen a Hernández en Córdoba— y supongo que la idea de los gobernadores respondería mucho más al criterio de solidaridad y lealtad federal. Sobre todo, teniendo en cuenta que la actual Corte suprema disfruta de legislar como si fuese un órgano legislativo más. De hecho, los diarios anuncian que en breve resolverán un tema de coparticipación y distribución de recursos entre las provincias y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Díganme si no resultaría valioso y enriquecedor que lo resolviese una Corte con criterio federal.
Y dentro de las muchas cosas que pasaron en el raro mundo del Poder Judicial argentino, en estos días llamó la atención un fragmento de los dichos del vicepresidente –auto-votado— de la mismísima Corte Suprema. Hablo de los dichos de Carlos Rosenkrantz que señalo: “La insensibilidad al costo se sintetiza de modo patente, por ejemplo, en una afirmación muy insistente en mi país que yo veo como un síntoma innegable de fe populista, según la cual detrás de cada necesidad siempre debe haber un derecho. Obviamente, un mundo en el que las necesidades son todas satisfechas es deseado por todos, pero ese mundo no existe. Si existiera, no tendría ningún sentido la discusión política y moral. No puede haber un derecho detrás de cada necesidad, sencillamente porque no hay suficientes recursos para satisfacer todas las necesidades, a menos que restrinjamos qué entendemos por necesidad o entendamos por derecho aspiraciones que no son jurídicamente ejecutables. En las proclamas populistas hay siempre un olvido sistemático de que detrás de cada derecho hay un costo. Se olvida que, si hay un derecho, otros (individual o colectivamente) tienen obligaciones, y que honrar obligaciones es siempre costoso en términos de recursos y que no tenemos suficientes recursos para satisfacer todas las necesidades”.
Supongo que alguien más prudente o menos antiperonista visceral se hubiese cuidado de utilizar una de las frases icónicas del peronismo, atribuida a Eva Perón. Pero a Carlos hay que reconocerle, en un mundo de dobleces, que tiene una honestidad brutal. Discuto con Rosenkrantz desde hace 20 años. Como joven abogada que conformaba la cátedra de Derecho Constitucional con el gran Chicho, como abogada del Estado como contraparte en juicios donde yo defendía al Estado Nacional y como abogada privada, sé que no pensamos para nada parecido en cientos de temas. Pero siempre le he respetado que es honestamente lo que es.
Lo que dijo Carlos, a oídos de un peronista suena a aberración. Aunque me detengo a pensar que le faltan definiciones sobre qué es una necesidad y qué es un derecho. Supongo que, para el común de la gente, saber qué es una necesidad no requiere mucho desarrollo conceptual. Tal como lo entendió Evita, la necesidad la entienden perfecto los que han conocido el hambre, el frío o el desamparo.
Pero, más allá de las definiciones conceptuales, es claro que una necesidad es algo que es percibido por quien la siente como razonablemente imprescindible para poder seguir adelante con su vida. Comer, tener trabajo, acceder a la salud y a educación, tener una jubilación digna, etc. Cuando alguien dice necesidad en términos jurídicos, yo pienso en cosas como esas. También piensan en esos términos quienes escribieron los tratados de Derechos Humanos, que pusieron en cabeza de los Estados la obligación de garantizar determinadas cuestiones a su población. Los llaman derechos y su ausencia es percibida como una necesidad por quienes carecen de ellos.
A este concepto casi intuitivo de necesidad como estado de carencia de algo refería Evita, y encontraba su respuesta en la obligación de satisfacerlo por parte del Estado o de quienes provocan el estado de carencia. Es decir, el derecho a no carecer de ese algo.
Ni los tratados de Derechos Humanos ni la propia Evita pusieron el costo de satisfacer una necesidad por encima del derecho a no carecer de algo. Debe ser porque los derechos humanos nacen de la condición de ser humano y son inalienables de dicha condición, sin importar los costos que su satisfacción pueda comprender. Costosos o no, no dejan de ser derechos y deben ser atendidos.
Supongo que lo que expresó el vicepresidente del tribunal supremo de este país no deja de ser la expresión de quien nunca tuvo hambre, o de quien lo tuvo y se olvidó. En cualquier caso una muestra de insensibilidad mayúscula y preocupante para quienes recurren al Poder Judicial buscando amparo ante una carencia. Porque le asiste razón a Rosenkrantz en eso de que los recursos son escasos, y precisamente es una de la función de los jueces: encontrar un equilibrio en la distribución de recursos escasos cuando los temas son llevados a su consideración.
Los abogados solemos hablar de resolver equilibradamente conflictos de derechos, esto es conflictos entre carencias de diversa índole o de satisfacción contradictoria. Pienso —por ejemplo— en el conflicto entre el derecho a expresar algo, por ejemplo los piquetes y cortes, y el derecho a circular, que también reconoce la Constitución. Lo que nos enseña Rosenkrantz es que ese equilibrio no debe sino mirar costos, no necesidades.
Algunos me preguntaron si lo manifestado por el vicepresidente de la Corte era causal de juicio político. Pienso en el caso de Magariños, un juez que en el marco de un juicio ante tribunales internacionales emitió una opinión y fue sancionado por ello. La Corte Suprema lo sancionó por emitir dicha opinión. Y yo creo, como creyó Petracchi respecto a Magariños, que se trata de “almas inquietas”, pero que sigue primando la jerarquía de la libertad de expresión en cuanto derecho sistémico. No veo una afectación institucional por los dichos de Rosenkrantz, aunque y en honor a la verdad, no me causan ni un poquito de gracia. Y lo que sí debo señalar es que los dichos de Rosenkrantz deberían ser evaluados por quienes tienen reclamos de derechos ante la Corte. Y una pregunta que bien podría contestarle Carlos a los argentinos: si los derechos dependen de la posibilidad de financiarlos que tenga por ejemplo el Estado, ¿es éticamente admisible que sobre derechos decidan justo quienes no hacen su aporte a las finanzas del Estado adjudicándose el derecho, valga la paradoja, a desfinanciar los derechos de otros al no pagar impuesto a las ganancias?