Ya hemos dicho en una columna anterior que a-dicto es lo no dicho y que la adicción se genera en una carencia afectiva no necesariamente identificada por el adicto.
Esto lleva a la búsqueda de una conducta compensatoria que nos de una satisfacción
que en la medida en que es transitoria requiere repeticiones. Así, progresivamente, se va
configurando la adicción en la que nos hacemos dependientes de esas conductas
compensatorias, drogas, alcohol, compras, sexo, etc.
Hoy dentro de los etcéteras debemos incluir a los estímulos constantes que recibimos a través de los teléfonos inteligentes, las tabletas o las computadoras.
Posiblemente el sucedáneo de una cadena genérica de carencias que probablemente estén
ligadas a una baja autoestima epidémica.
Vivimos en una sociedad en la que el capitalismo pretende inculcarnos, a través de los medios de comunicación que posee, la cultura del éxito y la competencia, del glamour, de la juventud eterna e inclusive de la no aceptación de la muerte como final de la vida.
Solo vale ser campeón, número uno, ser segundo ya es deshonra. Como consecuencia el
99,99% que no somos número 1, no somos dignos. En ninguna sociedad competitiva puede
florecer la autoestima.
El estímulo permanente a través de las redes sociales, que poco tienen de sociales ya que nos llevan a un ejercicio solitario, casi masturbatorio, de vínculos con un universo numeroso pero ilusorio, la foto de una revista que a veces contesta; ocupa demasiadas horas de nuestro día, prácticamente todo el tiempo que estamos despiertos. El tema es que estas redes suponen espacios de pertenencia difusos, espacios irreales que solo están en
ellas y nos hacen querer estar en el ‘gran hermano’, sometiendo nuestra intimidad al escrutinio general con la infantil pretensión de ser vistos por alguien; deseo no verbalizado
pero sí groseramente explícito desde una patética carencia de autoestima, un soterrado pero desesperado pedido de ser confirmados por la mirada del otro. Tal vez el problema esté en que hemos cambiado el diálogo cara a cara por el chat, hemos sustituido el abrazo
y el apretón de manos por el like.
Alguien dijo que la vida es lo que acontece entre el estímulo y la respuesta. Habría que agregar a esto que el tiempo que media entre el estímulo y la respuesta puede ser variable y no necesariamente inmediato, porque el ejercicio de la vida también es elaboración, meditación, reflexión e inclusive aburrimiento.
El estímulo permanente impide el aburrimiento, el que nos sacaría de la rutina de una rueda de hámster en la que calculamos nuestra vida algorítmicamente, en una interacción mecánica con herramientas tecnológicas que a su vez nos estimulan con algoritmos surgido de la información de nuestro funcionamiento y de nuestros deseos iniciales que volcados a las redes informan a los que elaboran esos algoritmos. Luego pasamos a ser manejados por esos algoritmos que nos crean necesidades ficticias, nos indican que debemos hacer para pertenecer. Es la teoría del feedback de la cibernética, la perpetuación del circuito de retroalimentación negativa que lleva a un círculo vicioso.
¿Y para que sirve el aburrimiento? Por ejemplo para permitir la creatividad.
Aparentemente hay dos caminos para encontrar novedades en la ciencia y en la especulación filosófica, entendiendo que todos los humanos podemos pensar y generar conclusiones. Uno de los caminos es el heurístico, en el que tras una búsqueda ordenada finalmente nos encontramos con el objeto de la búsqueda, el otro, y aquí es importante el tiempo que pasamos aburriéndonos aunque no sea condición imprescindible, es la serendipia, el hallazgo de algo no buscado, pero que reconocemos como importante.
Posiblemente Isaac Newton contemplaba aburrido un manzano cuando el evento ocurrido desencadenó en él la cadena de ideas y cuestionamientos que dieron origen a su
teoría sobre la gravedad, luego demostrada.
La vida de cada ser humano es su historia afectiva, esto no es otra cosa que la búsqueda de aceptación por quienes considera su grupo de pertenencia.
El adicto pierde la empatía y se vuelve atrozmente individualista, solo existe para él su necesidad de consumir.
La pérdida de la empatía lleva necesariamente al aislamiento, solo ve su propio ombligo, con la adicción al dinero ocurre lo mismo. El aislamiento narcisista lleva en algún momento a la sensación de fracaso, a la soledad y a la depresión que no es otra cosa que la abolición del deseo, después de esto, el suicidio es posible.
En la autoexplotación que nos plantea la sociedad capitalista neoliberal no hay con quien enojarse ante el fracaso más que con uno mismo, magnificando así los sentimientos de frustración que atentan contra la generación del deseo.
Posiblemente la contradicción primordial de nuestra especie esté entre el miedo y el deseo. El deseo que nos impulsa hacia algo y el miedo que nos muestra el límite de lo posible o lo imposible según las posibilidades objetivas y según nuestras creencias expresadas en nuestra subjetividad. De su modulación y equilibrio dependerá nuestra estabilidad emocional, algunos lo llaman madurez.