El Iluminismo, desplegado en el siglo XVIII y que contuvo un ideal liberador, apuntó a subrayar el valor de la razón humana y el de las ciencias. Se pensaba que la razón tendría el potencial de crear mejores sociedades, superar las desigualdades colectivas y asegurar los derechos de los individuos.

Esto, se creía, conduciría a una mayor libertad, autonomía y dignificación de los seres humanos. Cientificista, racional, anti-dogmático y pro-secular, el pensamiento iluminista fue consolidándose en el siglo XIX y principios del XX. Sus ideales originales parecieron renacer después de la Segunda Guerra Mundial con la expectativa de la paz, la prosperidad, la autodeterminación, mientras la ciencia y la razón estuvieron abiertas al cuestionamiento y el escepticismo.

El reforzamiento del orden internacional liberal, con sus reglas, instituciones, valores e intereses, liderado por Occidente, con Estados Unidos como el primus-inter-pares, se creyó consolidado y comenzó a revelar su aspiración universal. Con ello, se proclamó el fin de las ideologías, de las religiones, de las guerras, y hasta de la historia. Un nuevo oleaje de democracias, el predominio del mercado, la vetustez del Estado, entre otras, se anunciaron como inapelables e irreversibles.

Visto en perspectiva, aquel proyecto emancipador se ha venido eclipsando: desde hace ya bastante tiempo la humanidad parece haber ingresado a la era del “oscurismo”. El orden internacional liberal se preserva en el Occidente desarrollado, pero viene crujiendo en el resto del mundo desde el comienzo del siglo XXI.

Las ideologías, en particular, aquellas de matriz reaccionaria, se expanden por doquier en distintas geografías políticas: muchos liberales y conservadores parecen dispuestos a pactar con derechas radicales y hasta extremistas con tal de mantener un dudoso statu quo.

Las religiones, en especial las monoteístas y sus expresiones más exegéticas, conservadoras y fundamentalistas han reaparecido con fuerza desde finales de los años setenta, mucho antes de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos.

La base material del poderío occidental se ha ido erosionando sistemáticamente debido al auge del capitalismo financiero desregulado que tomó vigor en los años ochenta del siglo pasado, mientras el capitalismo político de China, como lo define Branko Milanovic, así como los modelos industrialistas de Asia y el incremento de poderes emergentes del Sur Global, avanzan reconfigurado los ejes geo-económicos del mundo. Hoy Occidente parece movido primordialmente por una estrategia de resistencia ante el ascenso de Oriente.

En Occidente y Oriente, en el Norte y el Sur se vienen incrementando los niveles internos de desigualdad de diverso tipo, acompañados de manifestaciones de malestar social, polarización política y violencia institucional. El profundo deterioro de las democracias y el aumento paulatino de las autocracias se conjugan con formas híbridas que devienen en plutocracias, cleptocracias y anocracias. Las llamadas Revolución de Color y Primavera Árabe, entre otras, son parte del olvido, al tiempo que el “faro del mundo” que sigue invocando Estados Unidos, para sí mismo, no puede exportar la democracia pues está atravesado por una crisis democrática de proporciones.

El multilateralismo de la segunda posguerra se concibió como un ámbito para alcanzar consensos, abordar retos, reducir tensiones, generar estabilidad y reducir costos de transacción. Al cabo de más de siete décadas, los foros originalmente establecidos como Naciones Unidas han dejado de ser factores moderadores y constructivos de una política mundial inquietantemente pugnaz.

Las reformas anunciadas del Consejo de Seguridad se postergan en buena medida porque la ONU ya no refleja la distribución de poder realmente existente en el mundo y porque los cinco países con poder de veto han vuelto ingobernable la organización.

En la inmediata Posguerra Fría de inicios de los noventa se pregonó que el mundo asistiría al denominado “dividendo de la paz”, esto es; menos presupuestos de defensa, menos confrontaciones internacionales, más inversiones para combatir la pobreza y contribuir al desarrollo, y más tacto diplomático por sobre el músculo militar.

Hoy no solo crecen los gastos militares mundiales que en 2022 superaron a, valores constantes, los de 1961, sino que también prevalece el “dividendo de la guerra”: más actores recurren a su capacidad bélica para expandir su influencia, agredir al vecino, conquistar territorios y someter a poblaciones.

Las guerras en realidad nunca se acabaron; se tornaron cotidianas y planetarias bajo diferentes designaciones: la guerra contra el terrorismo, la guerra contra las drogas, la guerra contra migrantes, la guerra punitiva, la guerra convencional, la guerra de anexión, la guerra justa. De hecho, lo que se advierte en la actualidad es una elocuente fatiga con la paz en distintas latitudes.

Una combinación de poderes autonomizados y descontrolados, comportamientos descabellados, pulsión anti-científica, apogeo deshumanizante y ausencia de destino compartido parece ser lo que prevalece. Estas son las características de este “oscurismo” internacional que no es oscurantismo porque a lo que estamos asistiendo no es al imperio de lo irracional y de la incapacidad intelectual del hombre sino a la degradación de las formas de vida colectiva.

 

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