La unión hace la fuerza. Una expresión antigua en nuestra cultura. Una que hemos escuchado de la boca de nuestros mayores y aprendido en lecturas escolares y que refiere a una verdad antropológica. De la debilidad ha surgido la necesidad de colaboración y asociación social (casi una redundancia). No es el músculo, es la mente, son las emociones, en esta asociación esta la génesis de la conciencia y en su desarrollo el surgimiento de la consciencia expandida que es la cultura.
No tenemos garras ni poderosos músculos, no tenemos una portentosa agilidad, no tenemos poderosos dientes y colmillos, no tenemos caparazón ni duro cuero, solo tenemos un cerebro más desarrollado. Una consecuencia del vínculo socio-afectivo que a su vez genera la evolución y nos brinda la posibilidad de responder adecuadamente a la adversidad. Y será la adversidad la que en un perpetuo mecanismo de acción y reacción empuje la evolución. Tenemos el lenguaje, que es a los vínculos comunitarios lo que la mitocondria es a la célula. En algún momento de la evolución los organismos unicelulares, que tenían como única posible tarea sobrevivir, fueron invadidos y parasitados por otros microorganismos, posiblemente arqueas; estas se convirtieron en su sistema de generar energía y esos organismos pudieron unirse a otros para constituir organismos pluricelulares, más desarrollados y con múltiples posibilidades. A estos parásitos los llamamos mitocondrias, ellos posibilitaron la comunidad de células, el lenguaje posibilitó la comunicación y dio origen a la cultura, reforzando a su vez los vínculos y el sentimiento de pertenencia de las comunidades.
Cómo se produce la toma de conciencia si no se ha vivido la experiencia necesaria para vincular un fenómeno a esa consciencia. Posiblemente este es el punto donde opera la cultura como constructora de subjetividad, de consciencia, de lo real o de lo irreal; el amplio archivo de la subjetividad asignará similares valores simbólicos a uno y otro dato, que los símbolos no son otra cosa que datos. Datos que pueden estar escritos en un lenguaje críptico para el registro consciente, pero allí estarán, disponibles a nivel subconsciente, dirigiendo nuestras conductas menos pensadas, manejando nuestros nuestros automatismos. La cultura, como consciencia colectiva, gestiona que la
conciencia (percepción de sí mismo) se transforme en consciencia (conocimiento compartido) y se apropie de territorios de nuestra subjetividad.
La diferencia entre los animales y los humanos no está en la capacidad de sentir o de pensar, sino en la relación con la realidad. Los animales se adaptan a las condiciones que les brinda la naturaleza o son superados por ella, nosotros adaptamos la naturaleza a nuestra necesidades. Así si un terreno es desparejo, lo pavimentamos para poder circular mejor con nuestros vehículos, que ya previamente hemos generados para reemplazar a nuestras piernas en el desplazamiento, acortando las distancias que la naturaleza nos pone. Si sufrimos la natural angustia ante lo desconocido, le ponemos nombre, le inventamos una historia, hacemos nacer el mito utilizando como herramienta compartida, el lenguaje, una creencia que nos acerque a un lugar emocionalmente más tranquilo cobijados por una explicación, creamos subjetividad compartida.
Y hay también un además, un maravilloso además del que somos capaces los humanos y se llama arte. Somos capaces de representar no solo el mundo que percibimos con nuestros sentidos sino también el que está escondido en nuestra subjetividad permitiendo que los símbolos que hemos atesorado escapen de nuestro subconsciente para transformarse en palabras, sonidos, imágenes y objetos, el mundo que sentimos, el que senti-pensamos.
Posiblemente porque en ese universo simbólico estamos todos comunicados, en esa comunidad involuntaria que es la cultura como creación y producción colectiva, en el arte se encuentra una razón de sintonía y sincronía que logra abroquelarnos en una emocionalidad colectiva que necesita del otro para ser plenamente disfrutada.
Quizás, en algún lugar, el arte esté para recordarnos que somos comunidad, que no tiene
sentido la belleza que podemos crear si no hay quien la aprecie y la disfrute. Una vez más la otredad
confirma la mismidad, da razón y sentido de ser al artista que es capaz de captar la receptividad
colectiva de las emociones para volcarlas en su expresión artística.
Hasta aquí todo puede parecer claro, hasta puede parecer fácil; la unión hace la fuerza, somos comunidad porque somos débiles y eso nos permite sobrevivir, como consecuencia de nuestra complementariedad surge el afecto, el arte nos une y la mirada del otro lo justifica, todo bien. Pero aquí aparecen los peros; los sectores minoritarios con respecto al tamaño de las comunidades que se constituyen en élites y dominan, en principio por la fuerza, pero luego influyendo de diversas maneras en generar una subjetividad social que garantice su poder rompiendo los lazos sociales de las
mayorías, enfrentando a los miembros de la comunidad entre sí, haciéndolos pelearse por las migas mientras ellos se llevan el pan.
Aquí es donde nos preguntamos por qué los pobres defienden los intereses de los ricos. Nos hace pensar en la fascinación del neurótico por el discurso del perverso. El neurótico que acepta la ley pero secretamente admira al perverso que se solaza en violarla, aunque discursivamente lo condene; uno se anima a lo que el otro no. El morbo ante la sangre del accidente que se detienen algunos a contemplar en la ruta (no a colaborar), o la búsqueda de los detalles de tal o cual homicidio o violación frente al televisor; no se diferencian demasiado de la mirada solidaria ante la tristeza publicitaria de una famosa y el desprecio ante una persona pobre con una zapatilla cara. La
subjetividad hace que nos identifiquemos, en el anhelo de pertenencia, con los grupos de poder a los
que no pertenecemos, y reneguemos de los sectores a los que por condición socioeconómica y hasta cultural, en algunos casos, tendríamos objetivamente que sentir pertenencia.
¿En qué momento abandonamos la conducta grupal de autoprotección para que el predador del cual debíamos defendernos fuera otro grupo y no otro animal? ¿En qué momento esta capacidad de agredir a otros humanos se convirtió en conducta de agredir a miembros del propio grupo para
ejercer poder sobre ellos? ¿Fue como dijo JJ Rousseau en su discurso sobre el origen de la desigualdad
entre los hombres, la propiedad la causa? ¿Por qué los fuertes no fueron los más productivos sino los más agresivos y se apropiaron en principio de los bienes generados por otros y luego directamente de su capacidad de producir que es
el trabajo?
¿Cuándo el miedo al fuerte se transformó primero en obediencia y luego en lealtad? ¿Cuándo aprendimos a tolerar que un acto que genera daño, lo que socialmente designaremos como un acto de maldad, perdiera inclusive el supuesto objetivo de su origen, que lo designó como medio, convirtiéndose en solo una práctica, simplemente maldad, un producto destilado que se acerca a ser químicamente puro? No es lo mismo matar a un insecto porque le tememos, que matarlo como un divertimento. (Lo que está denunciado como conducta de las tropas mercenarias contratadas por
EEUU en Irak, lo de las tropas de EEUU en Vietnam masacrando poblaciones civiles o lo que
podemos ver en los videos actuales que muestran la conducta del ejército israelí con los palestinos)
¿Cuándo un número importante de los integrantes de la comunidad compramos la ilusión de ser independientes de nuestros patrones, detrás de la fantasía de la meritocracia siendo emprendedores, y decidimos imitarlos explotándonos a nosotros mismos en principio y a otros si logramos crecer en una estructura empresaria, manteniendo como objetivo ser como los que nos explotaban antes e identificándonos con sus postulados ideológicos, con su forma de mirar la realidad, aunque nuestra incidencia en ella sea mínima?
¿Cuándo comenzamos a transitar un camino en el que la contradicción entre patrones y obreros, idealmente se resuelva con la desaparición de los obreros y la creencia infantil de que todos seremos nuestros propios patrones?
¿Desde cuándo somos incapaces de ver esta sociedad Gran Hermano, absolutamente orwelliana, en la que las corporaciones que manejan la información a través de los medios de comunicación y las redes nos dictan que comprar, que idioma hablar, que películas ver, que creer y que no creer, que se debe hacer para ‘pertenecer’?
Hemos así llegado a un punto en el que el 2% de la población del mundo es dueña del 60% de
los recursos. A pesar de los avances tecnológicos, posiblemente no haya existido jamás un mundo tan
desigual.
Indudablemente, el camino pasa por la recuperación de la solidaridad como valor subjetivo supremo en nuestros corazones. Desde el corazón de las madres de los luchadores sociales desaparecidos se parieron los pañuelos blancos como un símbolo que inundó el planeta. Desde las abuelas que no cesaron en la búsqueda de sus nietos apropiados por los gestores del horror. Desde ellas se generó el jalón histórico que representa que un pueblo derrotado haya podido y pueda juzgar a sus verdugos.
Pueden habernos derrotado, pero no nos han vencido; mientras seamos capaces de poner el corazón en la lucha por hacer de la solidaridad más que un objetivo una vivencia, podremos tener el aliento de sentir que no nos pudieron ni nos podrán.