Puede interesar (cuando se escribió y envío la nota Biden no había ratificado la Orden Ejecutiva de 2015 que señalaba a Venezuela como una amenaza a la seguridad nacional de Estados Unidos.) Dos meses no es tiempo suficiente para evaluar la política exterior de un nuevo gobierno. Hay factores y dinámicas internas que inciden en su comportamiento, bien sea inhibiendo, moldeando o facilitando ciertas acciones. Bajo ese marco, es posible advertir aspectos del perfil internacional del gobierno de Joe Biden a raíz de un conjunto de medidas y decisiones ya tomadas. De allí que podamos hablar de claroscuros en su estrategia global y regional.
Empecemos por la campaña presidencial. En su programa subrayó que EE.UU. debía “volver a liderar el mundo” y “restituir el liderazgo moral” del país, “terminar las guerras eternas”, “elevar la diplomacia” en tanto principal instrumento de relación con el mundo, “renovar el compromiso con el control de armas” de destrucción masiva, y “abordar la crisis existencial en torno al clima”, entre otros. Una vez en la Casa Blanca, en febrero de 2021, expresó en dos ocasiones que “Estados Unidos estaba de vuelta”. Lo hizo en una alocución en el Departamento de Estados y ante la Conferencia de Seguridad que se lleva a cabo en Múnich desde 1963.
En algunos temas importantes, por ejemplo, el Tratado de Reducción de Armas Estratégicas con Rusia, que estaba a punto de expirar, propuso extenderlo por cinco años. Comunicó la reincorporación del país al Acuerdo de París sobre Cambio Climático y la voluntad de regresar al Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Respecto a América Latina, informó que la construcción del muro fronterizo con México se suspendería y que varias de las iniciativas migratorias del presidente Donald Trump serían revertidas.
Pero contracaras de lo anterior se reflejarían de manera simultánea. Por ejemplo, a 35 días de iniciado, el gobierno lanzó ataques aéreos en Siria sobre objetivos presuntamente controlados por milicias pro-Irán, con base a datos provistos por Bagdad después de un ataque a una base estadounidense en Iraq y sin que el Congreso hubiese declarado la guerra a Siria o Irán. Cabe destacar que el Ministro de Defensa iraquí se sorprendió ante el argumento del Pentágono de que Bagdad había brindado inteligencia al respecto. Al parecer, hasta el momento no se ha privilegiado la diplomacia del Departamento de Estado como principal instrumento de vinculación con ciertos países de Medio Oriente.
El 22 de febrero, el Secretario de Estado, Antony Blinken, comunicó ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, la decisión de EE.UU de presentarse a la elección para el período 2022-24. Su alocución fue bienvenida, máxime si se contrasta con el bajo lugar otorgado por la administración Trump a los derechos humanos y en virtud de los problemas de derechos humanos en Estados Unidos. Sin embargo, Blinken reprodujo un tic típico de la Guerra Fría: nombró a los “malos del otro bando”, Cuba, Nicaragua, Venezuela, Corea del Norte, Siria, Irán, Rusia y China, sin mencionar alguno de los estrechos aliados de Washington con paupérrimos registros en la protección de los derechos humanos.
No es bueno que Estados Unidos esté “de vuelta” con los hábitos del pasado. No debe sorprender, en ese sentido, que de las cinco ventas de armamento autorizada por la Defense Security Cooperation Agency en febrero la más importante (US$ 197 millones dólares) fuese la de misiles para Egipto—un “socio estratégico en el Medio Oriente” según la autorización–; país gobernado con mano dura y plagado de desapariciones forzadas, detenciones en gran escala, torturas, etc. A su vez, a pesar de que un informe de inteligencia estadounidense confirmó que el asesinato de Jamal Khashoggi, columnista del Washington Post, fue aprobado por el príncipe heredero Mohammed bin Salman de Arabia Saudita, no parece que el ejecutivo en Washington vaya a implementar una sanción seria a un socio vital en Medio Oriente con un récord ignominioso en derechos humanos, principal comprador de armas (más de US$ 34.000 millones de dólares) a Estados Unidos y claro promotor de una atroz guerra en Yemen.
En sentido más amplio, todo indica que el renovado énfasis multilateral de Washington se inserta en el marco de la rivalidad con Beijing: la geopolítica pesa, otra vez, más que los valores.
Asimismo, la suspensión de la construcción del muro lindero con México ha estado acompañada por la decisión del Departamento de Seguridad Nacional de mantener unos 3.600 soldados en la frontera por entre 3 a 5 años. En forma paralela, iniciativas auspiciosas en materia de migración fueron seguidas de medidas controversiales como la creación de “facilidades de ingreso” temporales para niños no acompañados que han sido criticadas por legisladores demócratas.
Adicionalmente habrá que observar la conformación final de los cargos claves en materia de asuntos mundiales. Un dato a observar es que al menos 16 altos funcionarios del gobierno Biden provienen del think-tank Center for a New American Security, que tiene serios conflictos de intereses por sus nexos con las empresas de defensa. Un test crucial será la decisión del gobierno respecto a Afganistán: o retira el remanente de tropas (2.500 efectivos) para el 1 de mayo o decide—como algunos dentro y fuera de la administración sugieren—prolongar (o incluso aumentar la presencia) la estadía militar.
En breve, si Estados Unidos “está de vuelta” para recalibrar una primacía ya debilitada, la política exterior tendrá las líneas de continuidad tradicionales (en su variante liberal o trumpista) que menguaron su poder e influencia ante el avance de China. Si prosperase un cambio, así fuese gradual, en el modo de vincularse con el mundo, entonces le será más viable adoptar las urgentes transformaciones internas que revitalicen su poderío y recuperar algo de la credibilidad y legitimidad dilapidadas durante la Posguerra Fría.
https://www.clarin.com/opinion/biden-claroscuros_0_yr6R1GfFH.html