Han sido días tremendos. Primero se murió mi Morganita, la princesa bulldoguita que me acompaño durante los últimos trece años. Nada tengo para reclamarle, salvo el hecho innegable de haberse muerto. Hace casi 6 años yo acababa de romper con mi novio, al que adoraba de modo poco sano y mi Morganita tenía que atravesar una cirugía por cáncer. Recuerdo haber estado llevándola a la veterinaria y explicándole mientras lloraba asustada que yo lo había perdido todo al perder de modo horrible a mi novio y que no podía perderla a ella también. Y Morganita me entendió y se quedó conmigo, superó su enfermedad y vivió varios años más, incluyendo acompañar al lobo y a mi misma durante la pandemia. Morganita y su ronquido constante. Yo no sé bien cómo dormir sin ese ronquido y pongo en loop un video de un bulldog roncando para no quedar presa del insomnio.

El Lobito y yo la extrañamos mucho, muchísimo. Sin el ronquido, la casa se siente vacía, aun cuando Lobito se esmera en hacer todo el ruido que puede con sus travesuras.

No habíamos ni empezado el duelo de la Morganita cuando mi mamá se enfermó y tuve que viajar a San Juan. Todos en la familia, incluyendo a mamá, nos llevamos un sustazo. Afortunada y tercamente, mi mamá se recupera ahora en San Juan. Y como no hacía desde hace años, pasé más de una semana allí, en ese lugar con horizonte de montañas azules –como debe ser todo horizonte de bien— que llamo y siento mi casa. Y pude estar para acompañar a mi papá, que sin mamá está un poco perdido, a recibir su doctorado Honoris Causa por haber sido un gran —inolvidable, dicen sus alumnos— docente de artes plásticas y filosofía. Y yo les creo, porque he visto el amor que mi papá le tenia a la Universidad y a sus clases y a los artistas sanjuaninos que promueve y promovió desde siempre.

Durante esos días de cielos perfectos y días tristes con mi mamá enferma comenzó el alegato del fiscal Luciani, en la causa de Vialidad. Lo miraba por las mañanas antes de ir a la clínica a ver a mi madre y luego lo terminaba de ver por las noches. No resultó conmovedor, como había anunciado Joaquín Morales Solá. Tampoco resultó tan sólido en términos jurídicos como esperaban los opositores. Tal vez los únicos conformes sean los liguistas que vieron el resurgir de los adjetivos calificativos que, a decir verdad, hacía años que no fluían con tanta generosidad. La sobreactuación de indignación por parte de los fiscales —que por cierto, y como suele suceder con muchos fiscales, exhiben sin pudores un supino desconocimiento de los principios del derecho administrativo— completó un cuadro francamente desolador y demostró cómo funciona el Poder Judicial cuando actúa como verdugo y no como poder judicial. ¿Leyes? ¿Garantías? ¿Fundamentos? ¿Pruebas? ¿Debido proceso? Ay, no sean ingenuos, nada de eso se verifica en el juicio de Vialidad. Reemplazaron todo lo anterior por adjetivos, indignaciones varias y un show televisivo de escasa calidad.

Y así transcurrió el show de morondanga, mientras las y los cockers de turno repetían a coro “tres toneladas de prueba” como si las unidades de medición de peso tuviesen alguna relevancia jurídica. También escuché y leí que había quienes opinaban –como dignos egresados de la Academia Pitman del Derecho— que Cristina no se defendía de las pruebas, que se limitaba a escuchar los alegatos del fiscal. Argumentos propios de gente que lo ignora todo, incluso que primero alegan los acusadores y luego las defensas. Pero lo más insólito que leí fue lo que dijo una colega abogada, María Eugenia Talerico, que se presenta como “Abogada penalista experta en temas de integridad financiera, lavado de activos y financiación del terrorismo”. Ella reclamó en Twitter que la Vicepresidenta “pruebe su inocencia”, olvidando meridianamente que la inocencia no se prueba, sino que se  presume y que son el fiscal y los otros acusadores quienes deben probar la culpabilidad. Digamos que Talerico se olvidó del principio de inocencia  y de las normas constitucionales y los tratados de derechos humanos que consagran este principio básico del proceso penal.

No es un olvido menor, porque en palabras de Enrique Petracchi, ignorar el principio de inocencia “importaría ni más ni menos que echar por tierra un bien que la humanidad ha alcanzado y mantenido a costa de no pocas penurias: el principio de inocencia, el cual, tal como lo señaló la Corte Suprema estadounidense in re «Coffin vs. United States» (156 U.S. 432, págs. 453 y sgtes.), posee antecedentes muy lejanos en el tiempo. Así, en dicha oportunidad el citado tribunal recordó lo acontecido en épocas del Imperio Romano: Numerius —Gobernador de Narbonensis— se hallaba sometido a juicio criminal, y había asumido su propia defensa negando su culpabilidad y la falta de prueba en su contra. Delphidius, su adversario, previendo el rechazo de la acusación se dirigió a Juliano: «¡Oh! Ilustre César —le dijo— si es suficiente con negar, qué ocurrirá con los culpables»; a lo que Juliano respondió: «Y si fuese suficiente con acusar, qué le sobrevendría a los inocentes». (Ammianus Marcellinus, Rerum Gestarum. L.XVIII, C.l). Tan venerable y remoto legado no puede ser desconocido sino a riesgo de negar la propia dignidad humana y la Constitución Nacional, pues, según reza su texto, «ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo» (art.18 de la Constitución Nacional)”. Say no more.

Acababa de regresar de San Juan cuando me desperté con la tapa del Pagina/12 dominical, donde Tuny Kollman dio cuenta de que el fiscal Luciani y el juez Giménez Uriburu habían conformado un equipo de fútbol junto con Mariano Llorens, camarista federal, y algunos encumbrados dirigentes macristas. Como si eso no fuese suficiente, los partidos se habían realizado en la quinta los Abrojos, propiedad de Mauricio Macri. Leí esa mañana y mi cerebro de abogada inmediatamente delineó una recusación, tanto del juez como del fiscal.

Y eso fue exactamente lo que sucedió. CFK y los otros acusados recusaron a ambos: juez y fiscal, por amistad manifiesta entre ambos. Porque entre otras cosas se olvidaron de que la misión del fiscal es controlar la actuación del juez y el respeto a las garantías de las partes y sobre los jueces pesa la obligación de imparcialidad.

La pregunta es: ¿cómo el controlante, esto es el fiscal, va a controlar a su compañerito de equipo de futbol, el controlado, esto es el juez? ¿No debieron ambos, el juez y el fiscal, poner en conocimiento de las partes la relación de compañeros de equipo de futbol no solo para tranquilidad de las partes sino además de la sociedad? Así se hubiesen evitado sin duda las suspicacias que ahora existen.

Ha sostenido la Corte Suprema respecto de las decisiones que versan sobre la recusación de los jueces que «puede, en caso de rigurosa excepción, existir razón valedera que justifique apartarse de tal regla, si de los antecedentes de la causa surge que el ejercicio imparcial de la administración de justicia se encuentra tan severamente cuestionado que el derecho de defensa comprometido exige una consideración inmediata en tanto constituye la única oportunidad para su adecuada tutela” (Fallos: 306:1392 y 316:826).

Creo honesto decir que sobre el doctor Giménez pesa una grave omisión. Que consiste en no excusarse en los términos del artículo 55, inciso 11 del CPPN. Y sobre el fiscal pesa el hecho que avaló la no excusación del juez, lo cual demuestra una grave violación a los deberes de resguardo de la legalidad y de la objetividad que pesan sobre todos los integrantes del Ministerio Público Fiscal.

Por eso me resultó conmovedor el argumento publicado por varios medios respecto a que dejó de participar en dichos partiditos cuando le tocó la causa Vialidad. Señal evidentísima de que el fiscal entendía que esa relación de compañeros de equipo de futbol implicaba una causal de recusación.

Como era esperable, y pese a lo señalado por la Corte, la recusación de ambos fue rechazada. Los argumentos son de una puerilidad rayana en la idiotez. Y en la negación de lo obvio.

Voy a hacer una pregunta que, conforme a los adjetivos que tanto le gustan a Luciani, apela al sentido común: ¿alguien de nosotros aceptaría ser juzgado por un fiscal y un juez que integran el mismo equipo de fútbol? Y lo que es más, ¿que van a jugar sus partidos con colegas y amigos de quien es nuestro contendiente? La respuesta es tan obvia que por sí sola descalifica la ridícula respuesta que dio el tribunal.

Concluyo con el fragmento de una sentencia de la Corte Suprema en el caso Llerena, donde consigno el tribunal que “la opinión dominante en esta materia establece que la imparcialidad objetiva se vincula con el hecho de que el juzgador muestre garantías suficientes tendientes a evitar cualquier duda razonable que pueda conducir a presumir su parcialidad frente al caso. Si de alguna manera puede presumirse por razones legítimas que el juez genere dudas acerca de su imparcialidad frente al tema a decidir, debe ser apartado de su tratamiento, para preservar la confianza de los ciudadanos —y sobre todo del imputado— en la administración de justicia, que constituye un pilar del sistema democrático».

Con claridad meridiana lo explica Roxin cuando asevera que «en el conjunto de estos preceptos está la idea de que un juez, cuya objetividad en un proceso determinado está puesta en duda, no debe resolver en ese proceso, tanto en interés de las partes como para mantener la confianza en la imparcialidad de la administración de justicia” (Roxin, Claus, Derecho Procesal Penal, trad. Córdoba, Gabriela y Pastor, Daniel, Editores del Puerto, Bs. As., 2000, pág. 41)”.

A quién le importa todo eso, cuando la situación es la siguiente: rechazaron la recusación, y se debe apelar ante la Cámara de Casación. Dos de sus miembros fueron señalados como visitantes asiduos –y no declarados– de la Casa Rosada y de la Quinta de Olivos. Cuando Casación haga su magia, se puede recurrir ante la Corte Suprema, de cuatro miembros y dos de ellos con comunicaciones habituales y también reservadas con el anterior Poder Ejecutivo Nacional. ¡Y dale que va!!!

Mientras hacen lo que hacen, los funcionarios que llevan adelante la persecución han convertido al poder judicial en un lodazal, donde sin ley ni derechos ni garantías están todos revolcados.

 

 

En el mismo lodo