A propósito de una fotografía que ilustra una noticia de un diario brasileño de hace unos
años. En este caso, representantes de pueblos originarios pidiendo ayuda en una capital.
Los pueblos originarios de todo nuestro continentes han vivido tragedias similares, con
diversas variantes pero con similares consecuencias; muerte, pobreza, marginalidad, y en muchos casos extinción.
Ellos siguen buscando su lugar en el mundo, un lugar que tuvieron desde tiempos ancestrales y comenzaron a perder hace algo más de 500 años. Antes de eso habían vivido miles de años siendo cada uno espejo del otro, con negros cabellos que solo variaban sus colores si los pintaban con algún pigmento o si el tiempo los emblanquecía, con pieles cobrizas producidas por la asociación de sol y melanina, con nombres que representaban a su geografía, o mejor aún a su ecología, a los animales con los que convivían en su hábitat, a los fenómenos atmosféricos.
No eran ni malos ni buenos, si debían amar, lo hacían en su idioma, en las variadas y
múltiples lenguas que se desarrollaron en este continente, si tenían que odiar lo hacían de la misma manera, eran simplemente personas. Personas que habían elaborado respuestas comunitarias para satisfacer su alimentación, para protegerse de predadores e inclemencias climáticas, personas que habían establecido relaciones parentales por las que discurrían sus pulsiones sexuales y establecían sus lazos de pertenencia.
Conocían el valor alimenticio y curativo de las plantas de su región, cazaban con criterios de
subsistencia y no de acumulación, pescaban de la misma manera, conocían el valor del barro que convertían en cacharros para su vida cotidiana.
Gustaban de adornarse con plumas y colores, se comunicaban con sus dioses a través de
danzas y ritos, en sus comunidades no había excluidos, el maíz, la papa, el pescado, la carne, lo que fuera que constituyera alimento, era para todos.
Algunos trabajaban los metales, metales que servían de ornamento y para homenajear a sus
dioses, no eran armas ni monedas de cambio.
Hace algo más de cinco siglos se enteraron que estaban desnudos, dice Eduardo Galeano,
también que eran indios, que eran infieles y que eran salvajes. Se enteraron de todo esto por
hombres de piel clara y barba espesa, con cuerpos cubiertos de tejidos y metales, con caños
metálicos que vomitaban fuego y mataban, portadores de un curioso elemento en forma de cruz que si era sostenido por abajo era un símbolo místico al que había que adorar, aunque para ellos no significara nada, y si era sostenido por la parte superior se llamaba espada y con ella se mataba, y se mataba por múltiples motivos, en algunos casos por no adorar la mentada cruz; aunque en definitiva se mataba siempre por el mismo motivo, no aceptar mansamente los designios de estos invasores.
Ellos trajeron su moral, que no es otra cosa que el discurso de los que dominan, los que
deciden que está bien y que está mal, y para lo que está mal está siempre allí, lista, la espada.
Trajeron su avidez, su enfermizo deseo del oro y de la plata, no veían la producción como
una forma de subsistencia sino de acumulación, el oro no era para homenajear a los dioses, aunque decían tener un dios, su verdadero dios era el oro.
Tiempo después también se enteraron que eran americanos. El que tiene el poder tiene la
potestad de nombrar y mientras los nombres blancos crecían, los de ellos se sumían en penumbras hasta, en muchos casos, desaparecer con sus idiomas. Debieron aprender el idioma de los extraños sin otra opción de comunicación en su propia lengua que no fuera restringida a pequeños grupos de sobrevivientes.
No fue un choque de culturas, fue una cultura aplastada por otra. El sincretismo no fue una
iniciativa de los invasores, fue apenas una manera de resistir, de mantener algunas costumbres y creencias de los dominados, una manera de subsistencia de su identidad amenazada, negada, en algunos casos hasta la extinción; en otros, su vida se convirtió en un bien de uso para los invasores y se fue desangrando poco a poco.
Otra forma de desaparecer fue la dilución, el mestizaje con los invasores pobres, los de mala
fortuna, o la servidumbre, les quitaron el nombre y la memoria, el orgullo de la pertenencia y el idioma, les hicieron desear vestirse como sus verdugos y en muchos casos desear que su piel se asemejase a la de ellos.
Ahora, los que quedan, los que sobrevivieron a la extinción, los pobres entre los pobres, los
nadies, para seguir parafraseando a Galeano, habitualmente sobreviviendo en la mayor invisibilidad, aparecen en algunas oportunidades como un número de color, con atuendos que mezclan su modalidad original de vestimenta con prendas de la sociedad que los ignora, como el corpiño que se observa en la mujer de lo foto.
Aparecen reclamando su existencia a los sordos oídos de un poder que los ignora, que solo
los tiene en cuenta para rodearlos de policías, cercarlos como animales peligrosos y a lo sumo exhibirlos en fotografías dedicadas al turismo.
Pero el tiempo no vuelve, las modificaciones de las costumbres derivadas del crecimiento
exponencial de la tecnología, han hecho de ellos, de lo que lograron conservar de sus costumbres ancestrales, de sus culturas, una suerte de museo caminante, un dato de la realidad que se observa ocasionalmente y que no trasciende de ser un pantallazo de color custodiado en las metrópolis, y custodiado no para protegerlos sino para controlarlos.
No hay propuestas ni proyectos para ellos en los gobiernos que respeten su integridad
comunitaria, tienen como única opción ser subsumidos en los bolsones de pobreza de las capitales o disgregarse como mano de obra barata campesina.
Ellos siguen buscando su lugar en el mundo; pero su lugar, lamentablemente ya no está.