Hablar de la construcción de la subjetividad y de construcción de la identidad, fácilmente puede resultar una tarea confusa porque pareciera que ambas se superponen, o tal vez una es consecuencia de la otra. Se hace imprescindible para este desarrollo agregar también el concepto de construcción del yo.
En principio hay que tener en cuenta que todas estas construcciones establecerán su residencia en la memoria y esta está ligada fundamentalmente a lo emocional.
Estas construcciones no son otra cosa que la generación de registros simbólicos de la realidad, de nuestra realidad, de la realidad de cada individuo, guardados e interrelacionados entre sí. Estos registros se guardan como símbolos afectivos, establecidos desde un código binario placer-displacer con infinitas posibilidades de gradaciones, que constituirán un continente simbólico que en parte será registrado en la consciencia y en mucho mayor medida será inabordable de manera conciente (entendiendo que conciencia es el conocimiento que se tiene de sí mismo, y consciencia es conocimiento compartido). Nos referimos entonces a información que se encuentra en el subconciente y que, imperceptible pero permanentemente, preside nuestras emociones y nuestras acciones en la interacción con el resto de los seres vivos y con el medio ambiente.
Cuando hablamos de la construcción de la subjetividad, la palabra subjetividad adquiere un valor totalizador, nuestra subjetividad será el conjunto de nuestro continente simbólico. Ella gobernará nuestra afectividad en la relación con las cosas y las gentes desde las sombras, para algunas culturas será ‘el alma’.
Ella es la que nos de el tono afectivo ante el mar o la montaña, ante la música o las gestualidades, y está formada por partes importantes como la identidad y, parafraseando el lenguaje psicoanalítico, el yo y el superyo. El yo es identidad y también es pertenencia.
El universo de lo sensible que hay en cada ser humano, todo lo que puede provocar una emoción está determinado por su subjetividad que le da su particular forma de vivir cada experiencia, real o abstracta. La subjetividad se construye a partir de las experiencias vitales percibidas por cada individuo y estas se simbolizan binariamente en la memoria desde un código placer displacer como decíamos más arriba. Esto abarca la totalidad de las experiencias vividas desde nuestro nacimiento. A partir de la adquisición del lenguaje, aproximadamente a los cuatro años la subjetivación puede estructurarse acompañada de un relato.
Siendo la condición de nuestra especie necesariamente gregaria, ya que no podríamos sobrevivir de otra manera, los vínculos parentales y comunitarios no solo nos permiten sobrevivir, sino que tienen un impacto muy importante en nuestra subjetivación con el valor de una imprimación. Como consecuencia de estos vínculos tenemos por una parte, el sentimiento de pertenencia a ese grupo parental y a esa comunidad que nos contiene, y por otra, el reflejo en ese espejo que son nuestros semejantes, tenemos en ellos una parte importante de nuestra identidad, eso que nos hace idénticos a, pertenecientes a; pero no como un elemento amorfo de ese conjunto, sino acompañado de una consciencia individual, y aquí entra el tema de la construcción del yo. El yo, que se construye con los mi: mi mamá, mi teta, mi papá, mi hermano, mi juguete. Este vínculo más que de propiedad, emocional, que construimos con la otredad y con las cosas, en una tarea permanente que solo se acaba con el fin de la vida. Y también con el superyo, ese catálogo de límites a nuestro deseo que asumimos como propio.
Psicoanalíticamente el ‘ello’ tiene que ver con la conducta instintiva, lo pulsional, algo que existe atávicamente en nuestra conducta simplemente por pertenecer a la especie humana, el conjunto de deseos que están en nuestra naturaleza. Esto no está dentro del campo de nuestra subjetividad, es anterior a ella, no se puede construir, es marca de fábrica. El yo y el superyo sí se construyen; forman parte de nuestra subjetividad, tienen que ver con el desarrollo y la modulación de ese deseo que expresa el ello, la administración de esos deseos, la de la frustración si no son satisfechos (el yo) y los frenos inhibitorios (aquí está el superyo) que ponen límite al deseo controlándolo o incluso censurándolo.
Entre el sentimiento de pertenencia y la estructura yoica/superyoica se construye la identidad.
¿Pero entonces, solo estamos construidos desde el atavismo que representa el temperamento que nos impulsa a responder de manera particular antes los estímulos, simplemente como una respuesta desde adentro hacia afuera o hay algo más? Por supuesto que hay algo más, algo tan importante que puede formatearnos de tal manera que puede inclusive anular algunas de nuestras respuesta naturales. Esto tiene que ver con lo que el antropólogo Roger Bartra llama el exo-cerebro, y es nada menos que la cultura.
La cultura que nos es transmitida de manera imperceptible pero intensa por parte de nuestros criadores, sean o no nuestros progenitores. Ellos son los que nos muestran los límites al deseo, la ley, los que nos acompañan y nos generan nuestras primeras frustraciones y muchas otras sucesivas, nos producen los microtraumas que cumplen una función educativa, y también nos enseñan el afecto.
A la vez que establecen un vínculo con nosotros, nos muestran modelos vinculares con los otros integrantes de la comunidad que quedan registrados en nuestra subjetividad como significantes. Estos significantes son nuestro arsenal simbólico para enfrentar la interacción con la realidad externa a nosotros, la realidad general a todos.
Cuando experimentamos una vivencia que no tiene significantes previos y ocupa todo nuestro espacio psíquico, esta experiencia que ingresa a nosotros desde la i-rrealidad, no tiene como ubicarse en nuestro archivo simbólico emocional y toma símbolos prestados; esto constituye el trauma. Pero eso será tema de otra columna.