En poco tiempo habrá, como sabemos, elecciones generales. Y la cantidad y calidad de recursos que tiene nuestro país permite imaginar un futuro favorable. Sin embargo, el camino para alcanzarlo requiere que se aborden de forma perentoria algunos problemas de magnitud: la inflación, la pobreza y los empleos precarios.
Estas circunstancias no exigen que al mando del futuro gobierno haya dirigentes con la pluma y la verba que tuvieron, entre otros, Bartolomé Mitre, Sarmiento, Perón, Frondizi y Raúl Alfonsín.
Tampoco implican que las personas que compiten en estos comicios estén llamadas a juzgar cualquier asunto vinculado al destino de la humanidad. O a definir de una manera inequívoca lo que es bueno, lo que es útil y lo que es legítimo.
Y, mucho menos, a ejercer la crítica implacable, señalar cuáles son los conflictos de la vida contemporánea y a discurrir, como apuntaba el maestro, sobre la noche, el mar, el tiempo, la eternidad y el olvido.
No. De ningún modo. Más bien, si se toman en cuenta las fortalezas y los desafíos que tiene Argentina, sería deseable que el próximo titular del poder ejecutivo reúna, como mínimo, cuatro cualidades necesarias.
En primer lugar, destreza para dirigir una administración eficiente, serena, honesta y efectiva que permita superar estos largos años de altibajos económicos, inestabilidad, endeudamiento y declive social.
Segundo, que sea capaz de promover reformas en el sector público y en la organización económica que mejoren la situación de los miles de niños, niñas, adolescentes y personas mayores que tienen necesidades básicas insatisfechas.
Tercero, que comprenda, al igual que predijo el admirable Tolstoi, que el progreso y los grandes acontecimientos históricos no son el producto de héroes o heroínas, siquiera de genios, sino el resultado de muchos actos minúsculos impulsados por la multitud de personas que participan en ellos.
Cuarto, que sepa interpretar el mundo de hoy, que es distinto al que se veía a fines del siglo pasado y a comienzos del presente y está muy lejos, como es lógico, del que transitaron Alberdi, Echeverría y Pellegrini cuando mandaba Inglaterra, Estados Unidos estaba en ascenso y Buenos Aires, al decir de los historiadores, era una pequeña ciudad salpicada por descampados y casas blancas y chatas.
En este sentido, sería importante que estuviera al tanto de que las tarifas aduaneras y las barreras arancelarias y no arancelarias que ordenan el intercambio entre las naciones son fijadas por los gobiernos con la influencia de múltiples actores privados.
Y, por tanto, que los agravios y las tensiones gratuitas entre las partes, o al interior de los bloques regionales, pueden limitar la expansión del comercio exterior con el consiguiente daño en la actividad económica, el nivel de empleo y en el ingreso de divisas genuinas.
En particular, si involucran o afectan a mercados y socios sustantivos, como Brasil, China, el Mercosur, la Unión Europea y el mundo árabe, entre otros, en un tiempo en que las relaciones internacionales están cambiando como en ningún otro momento de las últimas décadas y varias naciones de peso vuelven a instrumentar medidas proteccionistas y subsidios a las industrias locales.
Máxime, cuando casi todos los bienes que uno produce y exporta son producidos y exportados por nuestros vecinos y otras partes del mundo con similar calidad y precio y, en ocasiones, con menores fletes y costos portuarios.
Y peor aún, tendría que saber, si estos actos y desplantes tienen por único objetivo presumir un anticomunismo furioso y tardío frente a partidos y sistemas que entraron en crisis muchos años atrás.
O bien, pretenden denigrar a quienes, bajo las consignas de justicia social, laborismo u otras similares, continúan la antiquísima tradición de luchas y creencias laicas y religiosas orientadas a igualar los derechos y las oportunidades de los seres humanos.
Una tradición que, también debería conocer, se ve reflejada en las imitables normas de convivencia y de diálogo que predominan en los países capitalistas de Europa, Oceanía y América del Norte que suelen encabezar los índices de calidad de vida, productividad laboral y bienestar colectivo.
En estos países avanzados, a diferencia de algunas zonas de África y Centroamérica, el Estado establece regulaciones específicas orientadas, entre otros fines, a preservar la competencia, cuidar la moneda y prevenir los fraudes financieros. También, a controlar los monopolios naturales, asistir al desempleo, proteger el medio ambiente y aminorar el cambio climático.
Y admite, cuando las tarifas a cobrar no son excluyentes ni perjudican los costos de transacción, que la iniciativa privada construya y opere bienes y servicios públicos. O sea, los que están disponibles para todos y no se agotan por el consumo de una sola persona.
Sin embargo, se asocia al capital privado, coordina o se hace cargo de la inversión cuando la rentabilidad social y los beneficios comunitarios de los proyectos así lo ameritan. Como ocurrió en estas tierras, por ejemplo, con la conexión Rosario-Victoria, la autopista Rosario-Córdoba y el gasoducto Néstor Kirchner.
Aunque la responsabilidad estatal para financiar y promover las actividades científicas, la cultura, la salud, la seguridad y la educación pública, excepto unas pocas, antiguas y fallidas experiencias, está fuera de toda discusión, aun para la mayoría de líderes y grupos retrógrados.
El proceso electoral entra en su fase definitiva. Nuestras decisiones también.
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