A propósito del juicio que se sustancia en la localidad de Dolores por el homicidio de
Fernando Báez Sosa a manos de un grupo de 8 rugbiers oriundos de la localidad de Zárate surge la posibilidad de analizar lo sucedido desde una mirada cultural.
Esto fue más que un enfrentamiento entre jóvenes que acabó trágicamente con una muerte,
también representa el enfrentamiento entre dos pautas culturales de las cuales los actores son meros y trágicos emergentes.
Aquí paso lo de siempre, han muerto 4 romanos y cinco cartagineses; decía el poema de Federico García Lorca.
Los hechos: El 18 de enero de 2020, en la ciudad balnearia de Villa Gesell se produjo un
enfrentamiento entre dos grupos de jóvenes dentro de un local bailable nocturno, que aparentemente no pasó unos roces.
Ambos grupos fueron sacados del lugar por los custodios por distintas puertas. Mientras uno
de los grupos, el menos numeroso se mostró tranquilo y fue a tomar helados en un local frente al bailable; el otro atacó a estos de manera sorpresiva dirigiendo su agresión a un joven en particular, que terminó muerto. Algunos se dedicaron a agredir a este joven mientras otros contenían a sus amigos para impedir que fuera defendido por los mismos.
Los antecedentes: ¿quienes eran unos y otros?
El muerto era oriundo de CABA, hijo de un encargado de edificio en el elegante barrio de Recoleta, vivía con sus padres en dicho edificio. Ambos padres son inmigrantes paraguayos. El joven estudiaba derecho en la UNBA y estaba de vacaciones en la localidad balnearia con algunos amigos.
El otro grupo, al que se ve como agresor según las imágenes tomadas por cámaras de seguridad y por videos tomados con celulares, es oriundo de la localidad de Zárate, al norte de la provincia de Buenos Aires. Sus integrantes tienen en común la amistad y la práctica deportiva, son todos jugadores de rugby.
Es interesante notar que cuando la noticia tomó estado público, las autoridades del club al
que pertenecen no hablaron de homicidio sino de un “accidente”.
El rugby es popularmente considerado como un deporte de élite, que cosecha el mayor número de simpatizantes entre las clases medias y las clases altas, a las que pertenecen los
aficionados que lo practican. No es como el fútbol que atraviesa las clases sociales en cuanto a simpatizantes y, frecuentemente, su práctica representa una posibilidad de ascenso económico para jóvenes de clases populares.
Según testigos, algunos de los rugbiers se refirieron a Báez Sosa como “negro de mierda”, y
uno de ellos dijo algo así como “a este me lo llevo de trofeo”.
A partir de las investigaciones periodísticas y judiciales se ha podido saber que el grupo de
rugbiers tenía antecedentes de participar en peleas con bastante frecuencia en su ciudad de origen.
Supuestamente su ‘modus operandi’ consistía en generar un enfrentamiento casual dentro de un local nocturno, por ejemplo el derrame accidental de una bebida o un simple roce, luego se invitaba a pelear afuera del local a la o las víctimas elegidas, en condiciones de paridad, como muestra de hombría, pelea de machos. Al salir la cosa cambiaba ya que el resto del grupo estaba esperando afuera y siempre el enfrentamiento era de muchos contra uno o de muchos contra pocos.
Según también pudo saberse, aunque no todos los rugbiers pertenecen a familias de alto
poder económico, clase media alta, a lo sumo; algunos de ellos son hijos de personas con cargos en la justicia y de otras que son o han sido funcionarios públicos del ejecutivo municipal, motivos por los que en la ciudad de Zárate se los menciona como “los hijos del poder”. Esto último no pasa de ser una designación dependiente de la subjetividad de la población, pero lo que parece ser concreto es que este grupo hasta el momento anterior al homicidio había ejercido la violencia con total impunidad, y esto indudablemente da sustento al rumor.
A partir de este relato podemos hacernos varias preguntas. En principio el relato mismo
contestó algunas, sabemos qué pasó y cómo, sabemos dónde; pero todavía podemos preguntarnos por qué y para qué.
Esto no fue simplemente una pelea, independientemente de que por la manera en que se
produjeron los hechos suene a trampa o emboscada, casi una cacería; aquí hubo un choque de dos culturas de dos modos de enfrentar las relaciones sociales y la diversión. La víctima, un estudiante, hijo de migrantes, que había logrado pasar unas vacaciones con amigos en una localidad balnearia.
No importa si fue la primera la segunda o la tercera vez que lograba salir de vacaciones, era en definitiva un anónimo, como tantos chicos que viven en una gran ciudad como Buenos Aires.
Los agresores, un grupo probablemente auto considerado como perteneciente a una élite de
una ciudad pequeña, en donde habían desarrollado una historia de abusos, tolerados por sus
familias, lo que representa una aprobación tácita, y que merced a sus relaciones habían logrado permanecer impunes; lo que seguramente les habrá dado sensación de poder y superioridad.
Dañar a un semejante, a un igual que puede reflejarnos como espejo, provoca en general,
culpa. No podemos pensar que este grupo es un seleccionado de psicópatas que no sienten culpa.
Podrá haber alguno de ellos, tal vez más de uno que tenga características psicopáticas; pero
seguramente no son todos. Hay aquí algo más en el manejo de la culpa. No siente culpa el cazador cuando mata a una presa, sea por necesidad de alimentarse o por ‘deporte’, si es que quitar una vida sin que exista la necesidad de alimentarse pueda considerarse deporte; no siente culpa porque no mata a un igual, sino a otro ser que considera inferior. Catalogar a Fernando Báez Sosa como un “negro de mierda” implica en la concepción de ese discurso considerarlo un ser inferior, negarle la condición de semejante.
Curiosamente este es el mecanismo que habilita el racismo y el odio de clase. Parece ser que
para la subjetividad del ser humano representa menor costo afectivo el odio que la culpa, por lo tanto al negar la condición humana del otro se lo puede dañar o abusar sin culpa, antes de que la culpa aparezca el odio racial o de clase acudirá en auxilio de la conciencia del odiador, auto percibido como perteneciente a una clase superior a la de su víctima.
Aquí hay dos cosas a tener en cuenta, en general la construcción de la subjetividad en cuanto
a lo que tiene que ver con los llamados ‘valores morales’ se desarrolla mayoritariamente en el hogar de cada individuo, por lo tanto, de alguna manera los padres de los acusados de este asesinato deberían, aunque sea éticamente, compartir el banquillo de los acusados con sus hijos. La segunda
es que objetivamente, ni estos ocho jóvenes imputados por el asesinato, ni sus padres, son “la clase dominante”, como no lo son los policías que concienzudamente y con esmero dan palos a los trabajadores o a los jubilados en una protesta, son apenas sus perros de pelea, como lo eran los matones de parroquia en la mentada generación del ochenta. Todos ellos, los matones de extracción socioeconómica baja; o los jóvenes más elegantes de clase media y clase media alta que constituyeron la “liga patriótica” en tiempos de Lugones y su invención de la picana eléctrica, son y han sido perros de pelea de las clases dominantes, conscientes o no de tal condición.
Hace algunos días hemos asistido a una asonada golpista en nuestro vecino Brasil. Si lo
pensamos en términos económicos, los beneficiarios del gobierno de Bolsonaro han sido los
miembros de la oligarquía agroextratisvista brasileña y algunas corporaciones multinacionales. Sin embargo una gran cantidad de personas, casi el 50% de los brasileños votó Bolsonaro. Un personaje que repitió hasta el cansancio comentarios racistas, misóginos, homofóbicos, que relativizó la pandemia y con su manejo tiene una gran responsabilidad en las casi 700.000 muertes producidas en Brasil. Posiblemente, los participantes, mayoritariamente blancos de la ocupación de los edificios institucionales de Brasilia, sean también, lo sepan o no, perros del poder.