Del adelanto del libro de Cristina retengamos la palabra «caos». La usó para definir a Macri. El «caos» podría ser algo que define bastante la experiencia de los gobiernos no peronistas; que llegan en nombre de la modernidad y una normalidad perdida. Vienen a emprolijar el país y terminan en llamas. En torno a Lavagna (con su blend de tradiciones) y el peronismo federal también subrayan una idea de «orden». Orden queremos todos.
No sabemos qué es un país normal. Pero que los hay, los hay: y siempre fueron bajo presidencias justicialistas. Quienes cultivan la tradición republicana suelen eludir los nombres propios de esos períodos de estabilidad institucional: las presidencias de Perón, Menem y Kirchner. Con diferencias obvias entre esos tiempos y esos líderes, pero no en su temperamento de pacificación social. Dicho rápido: el peronismo es un constructor de «orden» aunque muchas veces no lo llame así. No es una palabra de «izquierda», aún cuando ese orden sea justo.
Las crisis son las que dejan sociedades politizadas. La supuesta «culpa» del kirchnerismo de haber politizado en exceso a la sociedad argentina es falsa: la crisis de 2001 lo hizo. Esa crisis sacó a la calle a mucha gente que no había salido literalmente nunca antes. Había que ir a una asamblea y oír el runrún de la desdicha. De hecho uno de los chismes porteños de esos días era que en las distintas asambleas los más avispados les sacaban la careta a militantes de izquierda que iban a mojar el pan a ese tuco. Y dije «porteños» porque el estallido de la crisis de 2001 fue metropolitano, y por ende, por la histórica inequidad territorial argentina, «nacional». En un mapeo rápido se podría decir que el 2001 de Bahía Blanca fue en el año 2000, en las calles de Ingeniero White, cuando hubo un escape de cloro en el puerto y polo petroquímico. O el 2001 correntino fue en diciembre del 99, cuando el gobierno de la Alianza amaneció con su primer baño de sangre en el puente. Cada provincia es un mundo (o un país). Y se incubó la explosión en muchas explosiones previas. El final de la larga mecha de la crisis estalló en Plaza de Mayo.
Pero suponer que el kirchnerismo politizó de arriba hacia abajo es una omisión sobre las raíces de esa época. Diríamos que el kirchnerismo intentó ordenar esa politización heredada que incluyó tanto que mucha gente volviera de la asamblea barrial a la vida privada, como que mucha de las militancias se plegaran a su política y al Estado. El kirchnerismo también despolitizó, porque «volvimos a trabajar». Y sobre todo: a consumir. E incluso a organizar nuestra pequeña economía familiar en dólares. Recompuso de algún modo una sensibilidad de la «gente común» que luego, mucha, iba a ser reactiva a su ímpetu ideológico. Quedando un poco preso de su mismo deseo de normalidad. Se trató de una normalidad inestable, sometida al recalentamiento de una economía a la que le iba a llegar su restricción externa. Y llegó.
No sos vos, soy yo
Los famosos primeros años de Kirchner podrían ser vistos bajo el foco de ciertas narraciones del cine de industria y la televisión. Pasamos del costumbrismo social de Campanella a las películas de la clase media común. De «Luna de Avellaneda» a «No sos vos, soy yo» de Juan Taratuto. De un cine del sentimentalismo barrial de la crisis a uno que borra el contexto social. Esa profesionalización del cine alcanza la figura de Ricardo Darín, que de ser «el hijo de la novia» al borde del ACV en su negocio o el chorro anfibio del Microcentro porteño de la crisis (ese enjambre de pungas, guita negra, cheques voladores y cuevas, que aún no deja de ser) pasó a protagonizar películas de género. De «Nueve reinas» a «El aura».
La televisión abierta de esos primeros años kirchneristas, según el historiador Eduardo Minutella, «se vació prácticamente de contenido político», ya que migró al cable, y a un cable más de nicho que el actual. Quedó Mariano Grondona en el canal 26 de Pierri. Daniel Hadad, otro cronista en vivo de la caída de De la Rúa, se retiró de escena, al menos de las luces de la escena. «Día D», de Lanata, cumplió su ciclo a fines de 2003, cerrando un período como periodista ante las puertas de un gobierno de masas del siglo XXI realmente existente. Lo mismo «Los Simuladores», la ficción de vengadores anónimos de la crisis que además organizan su intercambio con la «devolución de favores» en una Argentina sin cash. Es el «club del trueque» de la clase media. En 2003 se terminaron. Apunta Minutella que «la sociedad, a su modo, recuperaba las mieles de la recuperación». La memoria se hacía género: «Montecristo» contado en clave de desaparecidos o la «Televisión por la Identidad» (la remasterización televisiva del «Teatro por la identidad») que coronaban en Telefe, el gran canal de la Familia, la institucionalización del consenso de los derechos humanos. La serie «Casados con hijos», con Francella y Florencia Peña, reponía el humor costumbrista de una familia que la peleaba pero que era dueña de su casa y con un estándar de consumo que naturalizaba: se iban de vacaciones, hacían compras en el shopping y sostenían una sexualidad de pareja más cerca del gran Darío Vittori que de la deconstrucción. CQC seguía siendo CQC, pero con la pólvora mojada ante una clase política que se había reinventado y a la que ya no supo cómo seguirle el ritmo. El menemismo explicaba a CQC, pero el kirchnerismo no lo podía explicar.
«Desde la segunda mitad de los noventa había ocupado un lugar fundamental en la televisión abierta y se había constituido en modelo de referencia el periodismo de investigación», continúa inteligentemente Minutella. Seguramente era un modo para muchos jóvenes de intervenir socialmente ante el descrédito de la política y el sistema judicial. Agrega: «en los primeros años del kirchnerismo, aquella impronta de investigación y denuncia comenzó a ser reemplazada por programas que ponían el acento en las crónicas urbanas, con un registro de la que podía rozar lo morboso y voyeurista».
Repasemos. Con el 3 a 1 entre el peso y el dólar, los superávit gemelos y las tasas chinas, con la banda ancha, había mucho de «de casa al trabajo y del trabajo a casa». Néstor Kirchner absorbía la energía de la crisis y disimuladamente también mandaba la gente a su casa. Flotaba en los pliegues de su traje cruzado el sueño de «un país normal». Kirchner no tenía nada de normal, pero tal vez de eso se trata representar: de no ser como tus representados. Un presidente cacerolero para un país en el que promovía su abandono. Diríamos entonces que lo insoportable no era el «caos» de la intensidad ideológica, sino la nueva «normalidad», que incluía una dosis de distribución de la renta. Recuperar esa tendencia igualitarista. Es «normal» que la gente no se muera de hambre, es «normal» que tenga trabajo, estudie y no emigre. Y ese crecimiento a tasas chinas asordinó las críticas por derecha, y cuando las vacas empezaron a estar flacas… en fin, lo que ya sabemos: empezó la «crispación», la «batalla cultural», las condiciones de una política que llega hasta estos días.
¿Cómo se sostenía esa «normalidad» que todos abrazamos? ¿Y cómo se construye una nueva? Siempre parece ser: tras un estallido. Y una pista más: hay un cruce entre la estabilidad menemista y la normalidad nestorista, aunque invoquen fuentes ideológicas distintas: el de una sociedad que desea que con democracia se gobierne la economía. La fórmula secreta y mestiza de Kirchner: cierta retórica anti capitalista y a la vez frente a la dificultad por ofrecer movilidad ascendente ofrecer acceso al consumo.
La segunda transición
Probablemente lo que el peronismo ofreció históricamente a la sociedad no sea politización sino estabilidad. El conflicto, en tal caso, siempre viene por añadidura, ocurre, se desprende de la dinámica de los hechos. Escuché decir a un argentino imprescindible, el obispo auxiliar de Buenos Aires, Gustavo Carrara, algo sencillo: se trata «de poner en el centro de la discusión la dignidad humana». Desprendo de esa síntesis también un giro: que el conflicto no te obliga al lenguaje conflictivo. En Argentina hay demasiado discurso teórico colado ahí donde debiera primar la seducción, porque aún persiste en la memoria reciente un «tiempo dorado» que le permitió a algunas generaciones gozar movilidad y consumo, coronando el álbum de fotos de una época «feliz».
La pregunta de la democracia post 2002, cuando comienza esa «segunda transición», en el país de la restricción externa, puede ser reducida: «¿hay democracia sin retenciones?». Soja y democracia: los dólares para ponerle un respirador a la vida industrial de los conurbanos argentinos y que garantizan políticas sociales. Ese equilibrio tenso, por momentos implícito, entre la «integración al mundo» (el anhelo agroexportador de ser supermercado del mundo) y el piso mínimo de una economía de inclusión más cerrada, más amiga del «vivir con lo nuestro». Se trata de caminar ese equilibrio, de atravesar la tensión. Argentina es una experiencia sin paradigma. Ni siquiera nuestra excepcionalidad se llama solamente «peronismo», aunque ésta identidad la organice. Nunca llegó la solución estructural a los problemas argentinos, que siempre juzgan pendiente al sacrificio de algunas generaciones. Quizás podamos decir: no estamos dispuestos a sacrificar generaciones. Y ahora, otra vez, otra enorme piedra de deuda en el camino. Los años que vienen serán duros. Y el gobierno si gana promete retomar la tarea que ahora dice «suspender» para ganar.
Pero insistamos: no sabemos qué es un país normal, pero tuvimos la excepción de serlo por un rato. Ya vivimos una segunda transición democrática, la que se inició en 2002. La del «No matarás» y «retenciones a la soja», los dos mandamientos que Kirchner tomó, amplió, profundizó. Tal vez faltó el salto a una reforma impositiva. Pero, ¿y ahora? El macrismo rompió ese consenso. Flotamos con la pregunta ante su fracaso en la duda seria de cómo reelaborar un horizonte de justicia y reparación, ese equilibrio exigente que hizo de la Argentina este país de excepción. Este país excepcional. Y mientras tanto, Netflix se paga en dólares.
fuente:https://www.lapoliticaonline.com/nota/martin-rodriguez-orden-queremos-todos/