La historia argentina que nos enseña la escuela secundaria es una historia de nombres, héroes y hombres, algunos de los cuales pasaron a constituir el universo de los próceres, ámbito en el que las personas son perfectas, inmaculadas e intangibles.
En general, se enseñan hechos, pero no los procesos que atravesó la Argentina desde su independencia a la fecha. Mucho menos, se da a conocer la historia y el destino común de las naciones de América Latina.
Nuestra historia ha naturalizado, admitido y enseñado situaciones particulares, como la llamada Conquista del Desierto, siendo que no puede haber existido un desierto allí, donde existían comunidades indígenas que fueron devastadas y erradicadas por el Ejército Argentino de finales del siglo XIX. Salvo, claro está, que no se consideren personas a dichas poblaciones originarias, nunca hubo una Conquista del Desierto, sino una desocupación forzada de los territorios patagónicos, que luego serían entregados a terratenientes locales y extranjeros con la sutil excusa de ocupar una Patagonia que estaba poblada desde mucho tiempo antes.
Otro caso paradigmático, que asimilan las distintas generaciones en la secundaria, es el hecho de que la matriz agroexportadora y extractiva de la economía argentina haya sido un hecho fortuito y desinteresado. Nada se dice de aquella clase dirigente de 1880 que renunció de por vida a llevar a cabo en la Argentina un proyecto de desarrollo industrial autónomo, anteponiendo una matriz económica agroexportadora de la cual se beneficiarían unos pocos de por vida y prefiriendo sumarse a las regiones coloniales del mundo, como un apéndice del Imperio británico.
Semejantes hechos demuestran que el actual RIGI, que integró la ley Bases propuesta por el gobierno libertario-neoliberal que fue votada por diputados y senadores, no es otra cosa que el resultado de la continuidad en el tiempo del proyecto liberal conservador y de la fragilidad de las políticas históricamente implementadas; difícil pensar siquiera en otra alternativa sustentable que no fuera la del país exportador de sus materias primas.
En la enseñanza escolar continúa subsistiendo la preponderancia del dogma de la “historia oficial”, con múltiples interpretaciones reducidas a unos pocos títulos. Todas ellas informan e instalan una serie de hechos, adulterados y descontextualizados, con los que alcanza y sobra para manipular el presente. La “historia oficial” es una historia de omisiones que dan lugar a la configuración de un relato mentiroso sobre un recorrido que nunca ocurrió, a pesar de las recientes intervenciones presidenciales intentando devolvernos a aquellos años, en los que supuestamente estuvimos “entre los primeros países del mundo”.
Para esta historia y para sus defensorxs, todo lo que no se ajuste a semejantes versiones será adoctrinamiento, acusación, que solo persigue acallar las voces de lxs otrxs y justificar, desde el poder político y económico, un presente de injusticia y pobreza.
Como está dispuesta, la enseñanza de la historia en la escuela secundaria se ajusta a un pensamiento euro-centrado, dependiente, acrítico, que es el que forma a nuestrxs adolescentes para el resto de sus vidas. Resulta extraña, la exigencia del pensamiento crítico a una escuela que, de por sí, no lo puede sostener.
Es preciso revertir dicha formación que nos sitúa como deudores históricos de un Occidente (Europa y Estados Unidos), cuando ha sido mucho más lo que dicha parte del mundo le arrebató a América Latina en vidas y recursos naturales, que lo que dejó en pie. Entre otras cosas, Occidente nos debe sus revoluciones industriales y el despegue del capitalismo, imposibles sin el genocidio y los recursos saqueados en la región entre los siglos XVI y XIX.
El tiempo destinado a la historia escolar apenas si alcanza para construir o deconstruir héroes (nunca heroínas), de modo tal de consagrar una sesgada lista de próceres y rictus patrióticos que se repiten por generaciones y que intentan una ferviente adhesión a una Constitución nacional que en la actualidad se parece más a una literatura de ficción.
Los últimos años, sobre todo en las jurisdicciones gobernadas por el neoliberalismo, se ha reducido la posibilidad de enseñar la historia argentina. Además, y a juzgar por lo que hemos observado, en diferentes planes de estudio, estos se ocupan de desarticular cualquier vinculación posible entre las ciencias sociales.
Dichas disciplinas no disponen de observatorios que enriquezcan y evalúen su práctica, como sí lo tienen, por ejemplo, Lengua y Matemática, bajo la excusa que solo dichas áreas constituyen el mundo de los saberes básicos, cuando se trata asimismo de ciencias humanas.
Con el aporte comprometido de unas ciencias sociales humanistas, los jóvenes, guiados por sus profesorxs, deberían debatir en clase las posiciones historiográficas existentes sobre la diversidad de los temas. De esta manera, podría fomentarse la formación del pensamiento crítico, el análisis de la cultura y la diversidad de las sociedades a través de los tiempos. Claro que, para ello, deberían formarse docentes en dicha sintonía.
Sin Historia, Sociología, Filosofía ni Pedagogía, la educación escolarizada carece de herramientas para evitar el poderoso impulso homogeneizador de la cultura neoliberal, que propone una estrategia de vida y un comportamiento humano sustentados en una ética económica selectiva, discriminadora, individualista, fundada en la supervivencia de los más poderosos.
La construcción del enemigo
El paso de los años no hizo más que consolidar lo que no pocos historiadores habían advertido sobre los riesgos de continuar enseñando una historia argentina falsificada, que rechaza la profundidad del análisis, esconde y desfigura los procesos históricos. Que se complementa a la perfección con el mensaje de los medios de comunicación concentrados y con la penetración de las redes del aquí y ahora.
El abandono, la banalización y el desinterés por la historia y las ciencias sociales no son gratuitos, porque abren paso a las perspectivas del negacionismo y al odio hacia el otro diferente, a quien se considera un enemigo inferior y se le niega la condición de sujeto de derecho. Un otro al que, en una época, se acusó de ser un subversivo apátrida, para desaparecerlo y al que, en plena democracia, se acusa de peronista, comunista, kirchnerista o terrorista, como para justificar su represión y marginamiento.
Aunque cueste creerlo, a partir de una parte de lo que enseña la historia escolar, de la selección y disposición de sus contenidos, se podría estar favoreciendo la construcción de un adversario político que, paradójicamente, nos considera sus enemigos.
Cuando se está en situación de enseñar, esconder hechos reales que fueron determinantes de los procesos democráticos y antidemocráticos en la Argentina —como, por ejemplo, el ignorado y todavía impune bombardeo de la Plaza de Mayo del 16 de junio de 1955, o las diferentes violaciones a la Constitución nacional, o el terrorismo de Estado— no es una actitud digna de nadie que haya elegido educar y constituye, además, un atentado a la construcción de la memoria colectiva de la Nación, justo en un momento en que sus instituciones están siendo desmanteladas por el gobierno nacional y cuando diputados, representantes del gobierno nacional, concurren en visita solidaria a quienes han sido juzgados y condenados por delitos de lesa humanidad.
La historia no interesa en la sociedad argentina. Lxs historiadorxs han quedado de lado, este es el mundo de la narrativa a cargo de alguna patria mediática y de economistas ortodoxos, verdaderos dueños de la escena cotidiana. Contra esto, las redes y la política no se animan a postular otras pretensiones, no han encontrado soluciones, tal vez, por sus propias limitaciones y su carencia absoluta de una autocrítica, capaz de explicar, al menos, como ha llegado la Argentina a la situación presente.
Para terminar, conviene insistir en que la historia escolar adquiere especial relevancia para el proceso democrático en curso y para las consecuencias que genera en lxs jóvenes, en general y en particular a la hora de ir a votar, quienes serán lxs encargados de regir los destinos de la Nación.