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La idea del cambio ha sido un tema de creciente interés en los estudios internacionales. Esta idea gira en torno a las condiciones, las fuentes, las orientaciones, los impulsores, los motivos y los alcances del cambio en política internacional. Si bien el análisis comparado, el estudio de caso y la evaluación de un mandato específico han sido las notas predominantes, trabajos recientes sugieren que es crucial evaluar el largo plazo y de modo más sistemático las políticas exteriores que buscan el cambio.

La Argentina del último medio siglo ofrece cuatro ejemplos notables de intentos de cambio sustancial en el ejercicio de la política internacional: los militares, Menem, Macri y Milei. En efecto, la dictadura de 1976–83 le dio un nombre a su proyecto de modificación drástica en lo interno y lo externo; “proceso de reorganización nacional”. Con Menem se dio un nuevo experimento de giro trascendente en política exterior, que Alejandro Frenkel llamó “proceso de refundación”. Con Macri, la expresión dominante en la campaña electoral y durante la gestión gubernamental en materia internacional fue la reinserción. Finalmente, a mi entender, la característica principal de la política exterior de Milei es la reestructuración, que para Holsti significa la transformación fundamental de los patrones habituales y lineamientos básicos de la conducta de un país en el frente internacional. En los gobiernos de las cuatro M estamos frente al intento de producir un cambio contundente en política exterior. La experiencia que estamos conociendo, la del gobierno del presidente Milei, es muy probablemente la más extrema.

Los cuatro ejemplos tienen varios puntos en común. Primero, subrayan la existencia de un gran pasado nacional que se extravió por yerros, desatinos, torpezas y descarríos. Se afirma que algunos gobiernos y mandatarios se alejaron del curso correcto –pues hubo un momento de gloria– y llevaron a la Argentina por un sendero insensato e irresponsable. En consecuencia, es imperativo rectificar y proponer un cambio integral.

Segundo, para cada administración decidida a corregir el desbarajuste acumulado, el período o mandato que condujo a tal situación de tropiezo y caída ha variado: la post Segunda Guerra Mundial, los gobiernos civiles durante la Guerra Fría, el primer peronismo y los sucesivos, la promulgación de la Ley Sáenz Peña de 1912 hasta hoy. Sintéticamente, se asume que hay un momento identificable en el que comienza un declive para la Argentina que nadie supo detener. Así, los gobiernos de las 4M llegaron para hacer que la Argentina “vuelva al mundo”, al lugar que nunca debió perder. Pienso que detrás de este diagnóstico y propósito se esconde lo que podría llamarse un “síndrome narcisista”. Cada vez es mayor la frustración nacional, al tiempo que el país se vuelve cada vez más dependiente de la condescendencia externa. A la desilusión le sigue la sobrestimación.

Tercero, volver al mundo significó -y sigue significando- volver a Occidente, como si en cada peldaño decreciente hubiéramos dejado de ser una nación meridional de ese Occidente. Pero en realidad de lo que se trata es de abrazar a Estados Unidos. Como si el Occidente septentrional, con Washington a la cabeza, no se hubiera transformado y el sistema mundial no viviera mutaciones apreciables. De hecho, desde la década de los ochenta del siglo XX, las transformaciones y los reacomodamientos globales de un mundo post-occidental han sido pronunciados. El epicentro de gravitación mundial se desplazó hacia Oriente, y el orden mundial carece de un centro hegemónico y tiene dificultades para que las grandes potencias aseguren hegemonías parciales (en lo geográfico y temático).

Cuarto, en cada uno de los intentos de cambio en política exterior -como proyección de la política interna y del lugar que se aspira tener en el escenario internacional- se añadió un esfuerzo denodado por producir un cambio cultural. La deseada metamorfosis interna y externa debería ser honda y perdurable. Con términos distintos y expresiones de urgencia, los militares, el menemismo y el macrismo ambicionaban una suerte de nueva configuración cultural que produjera dinámicas estructurales alternativas e innovadoras para dejar atrás un legado que no admitía claroscuros. El mileísmo va más allá: se declara propiciador de una “batalla cultural”, lo que implica una perspectiva beligerante que pretende una nación con vencedores y derrotados. Ahora sí hay que ir por todo.

Quinto, en los cuatro ejemplos señalados, el cambio en política exterior estuvo acompañado del anuncio de un doloroso ajuste temporal que, más temprano que tarde, generaría estabilidad económica y bienestar social. El componente externo, entonces, resultaba funcional para esa espera y se concebía como un ancla adicional para que los padecimientos transitorios fueran avalados por actores internacionales cruciales. En su debido momento, Occidente no salió en defensa de los militares; menos aún a raíz del conflicto de Malvinas. Tampoco lo hizo para rescatar al país cuando la convertibilidad era ya inviable, a pesar de que Menem había desplegado una indiscutible política de seguimiento a Washington y a Wall Street por igual. Macri no recibió la lluvia de inversiones esperada y volvió a endeudar al país vía un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional que ha sido muy oneroso para la Argentina. El brazo salvador de Occidente no llegó o, si lo hizo, solo aceleró un nuevo ciclo de endeudamiento. Habrá que ver qué sucede durante el gobierno de Milei, cuyo eje de actuación internacional es el hiperoccidentalismo; un tipo peculiar de política exterior y de defensa en el marco de la lógica de la aquiescencia.

Sexto, los cuatro ejemplos cubren un vasto espectro político. Se trató de gobiernos militares y civiles, de regímenes autoritarios y democráticos, de administraciones surgidas del seno del peronismo y desde variaciones de la derecha. El afán de cambio en materia internacional ha recorrido distintas gestiones que han ocurrido durante la Guerra Fría y en la Posguerra Fría. Cada ensayo ha creído que tiene fundadas razones para un cambio categórico y suficientes recursos institucionales para concretarlo. Todos han visto en Washington un referente vital para concretarlo. No han ahorrado declaraciones, medidas, votaciones, posturas para congraciarse con Estados Unidos; país que en algunos casos no necesitó presionar o chantajear al gobierno de turno para alcanzar la adhesión argentina. Como bien lo recuerda Robert Keohane, la armonía natural no genera incentivos para la negociación; es el desacuerdo el que permite una cooperación relativamente más equilibrada, así como el regateo y la transacción que beneficia a la parte menos poderosa.

La Argentina del último medio siglo constituye un caso testigo de un recurrente empeño por producir un cambio en política exterior en el contexto más amplio de una gran reforma de la política doméstica. Esto se enmarca en una paulatina pérdida de poder relativo a nivel regional y mundial y un detrimento visible y extendido de las condiciones de vida en el plano interno. A cada desengaño le sigue una propuesta de cambio más rotundo y definitivo.

Como los países que declinan y decaen, la Argentina necesita superar la melancolía, el resentimiento y el ensimismamiento. Melancolía que viene de que para la mayoría de los ciudadanos lo mejor ha sido su pasado y el futuro es poco ilusionante. El resentimiento que surge de la envidia que producen vecinos y distantes. El ensimismamiento que caracteriza a una elite recluida y turbada. Todo esto debilita la autoestima necesaria para que un país se cohesione y acumule poder. Se tiende a creer que el declive proviene de unas fuerzas internas generadoras de todos los males, por esto no debe sorprender la dificultad para obtener consensos mínimos, la imposibilidad de establecer incentivos grupales para revertir la caída y la ausencia de confianza para recuperar cohesión interna y reputación internacional. En consecuencia, como muestran los cuatro casos mencionados, se prueban soluciones expeditivas de cambio en el frente externo e interno, a la espera de que el Occidente septentrional nos rescate de una especie de sino trágico.

Las políticas exteriores que más se han estudiado (e idealizado) son las de los países poderosos. Es escasa la literatura sobre países que declinan. Y menos aún, las que han podido resurgir después de un declive. Sin embargo, de los pocos estudios al respecto recojo ciertos hallazgos que podrían ser útiles para la Argentina. Primero, ningún país ha reconstruido poder, prestigio e influencia solo y principalmente a través de un sistema de alianzas internacionales; la mejor política exterior comienza por una buena política interna en lo productivo, lo social y lo institucional. Segundo, los países que consiguen revertir su declinación procuran socios y amigos externos y no implementan políticas hostiles en el frente internacional; multiplicar y diversificar acompañantes en el exterior significa desdeñar principios binarios (buenos/malos, amistad/enemistad). Y tercero, los países que han podido superar su caída lo han hecho con base en consensos básicos y esfuerzos prolongados; jamás polarizando las sociedades que han conocido los gravosos costos del declive.