Muy probablemente a pocas personas se les ocurriría describir la soledad como un lugar; sin embargo, como muchos lugares metafóricos que nuestra cultura ha utilizado, independientemente de que algunos hayan creído literalmente en ellos, por ejemplo infierno o paraíso, también la soledad puede ser un lugar. ¿Y por qué elegir como figura lingüística este sustantivo abstracto que necesita de otro para parecer concreto? Posiblemente porque a un lugar se llega y llegar implica venir de alguna parte, o a veces de una circunstancia contextual. A la soledad se llega en general desde dos lugares; la culpa o el abandono.

En principio en toda comunidad los vínculos interpersonales construirán un sentimiento fundamental para la integración afectiva, la pertenencia. Pertenencia implica afecto, empatía, comunicación y dignidad; ya que la dignidad no es otra cosa que el derecho a pertenecer. Ser parte de… nos brinda una retaguardia, nos permite dormir tranquilos, nos permite pensar proyectos personales porque básicamente somos parte de un proyecto social del que muchas veces no tenemos conciencia, y ningún proyecto es posible sin un otro, sin otros. Todo proyecto implica la existencia de comunidad, de pertenencia, de integración; sean estos proyectos a favor o en contra de la comunidad a la que pertenecemos o a la comunidad a la que estén dirigidos.

Toda comunidad establece códigos tácitos y otros explícitos cuyo respeto legitima la pertenencia a ella. Cuando uno de los miembros de la comunidad viola esos códigos de pertenencia, automáticamente, desde lo simbólico, deja de pertenecer a ella, si esa violación genera dolor emocional en quien violó esos códigos, ese dolor, ese sufrimiento, constituirá lo que llamamos culpa y el sujeto en cuestión habrá llegado a ese lugar que podemos llamar soledad.

Posiblemente el relato histórico y místico más patético de la culpa como ingreso a la soledad y posteriormente a la depresión, sea el relato bíblico sobre el destino de Judas Iscariote, que luego de su traición solo pudo recurrir al suicidio para salir de esa soledad autoinfringida.

Pero hay una posibilidad de llegar a la soledad a partir de otra situación. Cuando sentimos que nuestra comunidad no nos acompaña, a pesar de tener la seguridad subjetiva de no haber roto ningún código, se configura entonces un punto de partida terrible y demasiado generalizado por el que llegar a la soledad, el abandono. Padre ¿por qué me has abandonado? Dice en el evangelio que fueron palabras del Jesús crucificado. También podría leerse como: hermanos ¿por qué me han abandonado?

Históricamente las sociedades, a partir de las decisiones de sus clases dominantes, han abandonado a sus integrantes más débiles; pobres, huérfanos, ancianos, enfermos y locos. No casualmente escribí la palabra locos. Posiblemente la soledad sea en muchos casos la antesala de la locura, esa suerte de individualismo obligatorio. Ya que no es igual el individualismo meritocrático, competitivo y ávido de las sociedades en las que las élites dominantes decretan la desigualdad, que el individualismo de aquellos a quienes nadie escucha ni atiende y se los condena socialmente al soliloquio sonoro o silencioso.

El trauma también es causal de soledad. La experiencia traumática puede generar sensación de abandono, de quedar solo y desprotegido ante una circunstancia adversa, o hacer que la persona se sienta forzada a realizar algo en contra de sus más profundas convicciones con el consiguiente sentimiento de culpa posterior. Luego, será difícil compartir con otros la experiencia vivida, la sensación de volver a vivir el dolor con el relato puede llevar al silencio, sea por el sufrimiento que supone actualizar un recuerdo doloroso como por la sensación de que quien no ha vivido lo mismo no podrá comprenderlo. Así también la sensación de vergüenza a partir de la convicción íntima de haber violado un código de pertenencia dificultará la comunicación y nos llevará a la soledad. Un caso paradigmático es la culpa del sobreviviente.

Como seres sociales que somos, todos buscamos de manera permanente la certificación de nuestra pertenencia a la comunidad de la que nos sentimos parte o a la que queremos pertenecer; en consecuencia, protagonizamos conductas que nos muestran ante esa comunidad, exhibimos en ellas nuestra necesidad de ser, que no es otra cosa que nuestra necesidad de pertenecer, como el actor que ensaya y ensaya, y se esfuerza para luego de la puesta en escena recibir los aplausos. Ser un actor sin público se parece demasiado al abandono; y eso es lo que pasa frecuentemente con los ancianos.

En los ancianos la falta de deseo, su declinación; deja solo espacio para los recuerdos. Nos planteamos entonces: ¿debe ser necesariamente la deslibidinización su destino inexorable? Una deslibidinización de la que en general ni siquiera la persona que la experimenta es consciente.

Decíamos  que una característica de la vejez es que la mente está más ocupada por recuerdos que por proyectos. Obviamente esto es lógico, conjuntamente con la disminución de las capacidades funcionales de la juventud, natura nos auxilia disminuyendo el deseo, de lo contrario estaríamos agobiados por la sensación de impotencia permanente. Pero ¿solo es necesario el deseo para imaginar proyectos? No se puede nadar en una pileta vacía, tampoco se puede tener proyectos si estamos solos, si no tenemos con quien hablar, si no hay nadie que nos escuche, nadie a quien hablarle de nuestras sueños e ilusiones. Para tener proyectos no basta con el deseo o las ideas, también debe haber un marco comunitario que los permita, si la pertenencia a la comunidad esta subjetiva u objetivamente desaparecida por el abandono, no hay proyecto posible.

¿Debemos ceñirnos entonces a las posibilidades o podemos intentar ampliar esas posibilidades? Siempre las preguntas a responder son múltiples, podemos responder quizá el ‘qué’ y el ‘cuándo’, tal vez el ‘dónde’; pero lo operativo, la acción se iniciara con el ‘cómo’. Paradójicamente puede faltar el ‘para qué’, por no tenerlo claro o por no conocerlo con precisión; no siempre los impulsos responden a un para qué definido aunque el para qué siempre subyace. Muchas veces el para qué, está escondido en el lícito deseo de caminar, del ejercicio de la vida, de ver también la vida como una aventura, ad-ventus (del latín: viento que viene de afuera), que no es otra cosa el contacto con el mundo externo a nuestra interioridad. Y tal vez la aventura, la maravillosa aventura de vivir, sea inicialmente una búsqueda sin objeto que va cobrando sentido con su devenir, en el contacto con los otros.

Hablábamos más arriba del recuerdo. Recordemos que la palabra recordar, del latín recordari, re: de nuevo, y cordis: corazón; significa volver a pasar por el corazón. Lo que para un joven o una persona de mediana edad puede ser un simple ejercicio mnemónico, para una persona mayor puede ser una fuente de placer y satisfacción que no solo lo retrotrae al pasado sino que lo revincula con sus afectos.

Es importante considerar que la vida no es solo acción sino también relato, baste reconocernos como seres lingüísticos, no habría literatura sin relatos y la literatura no es otra que el relato ficcional o real de los recuerdos y las ideas.

Para dar una respuesta a las personas ancianas, así como con las jóvenes debemos explorar sus deseos y talentos, el capital de trabajo con ellas serán sus recuerdos. La persona mayor necesita en principio ser vista, ser mirada por otros, somos conscientes de nuestra existencia no solo porque sentimos sino por la mirada del otro que nos confirma, esa mirada actúa como un mecanismo integrador a la comunidad. Quizá no sea el concepto individual de Descartes:”pienso, luego existo”; sino: Pertenezco, luego existo. El otro aspecto es el relato y no hay relato sin oyente. Hay que propender a la reunión de personas que hablen y se escuchen, particularmente útil en coetáneos, pero también es importante para las personas mayores comunicar sus recuerdos a las personas jóvenes. Esto que parece una verdad de perogrullo,  lamentablemente se verifica de manera escasa en la realidad cotidiana.

Las personas mayores viven la soledad como abandono, o mejor dicho llegan a la soledad como consecuencia del sentimiento de abandono.

¿ Porqué el título de esta nota habla de la soledad como pandemia?

El abandono puede ocurrir no solo en el caso de los ancianos, también es un acto de que  esté tomando un café con alguien y deje de prestarle atención para concentrarme en mi celular; sobre todo porque un mensaje no implica una urgencia externa, en todo caso la única urgencia será la mía por volver al embrujo narcisista de su pantalla, me importará más el like del celular que la sonrisa de mi interlocutor, cambio mi espontaneidad real por la espontaneidad disfrazada del mensaje de whatssap. Sabemos que la vida de todo ser humano es la historia de su búsqueda constante de aceptación por parte de la comunidad donde se desenvuelve, pero … ¿nos alcanzará con una aceptación virtual de likes y seguidores? ¿Será nuestro destino abandonar las relaciones de piel a piel, de estrechar manos y abrazar, de compartir risas frente a un humano (hermano), y no frente a una pantalla?

Nuestros vínculos están mediatizados por un adminículo tecnológico, sea ahora mayoritariamente el teléfono celular inteligente o una computadora.

Marshall Mc Luhan, filósofo y sociólogo de la comunicación a quien debemos la frase “el medio es el mensaje”, referido a que los medios de comunicación actúan como creadores de opinión pública prescindiendo de la experiencia vivencial de quienes los ven o escuchan, también decía que  la ropa fungía como prótesis de la piel.

¿Serán las redes sociales, las pantallas, las prótesis que reemplacen a los afectos piel a piel? Ojalá que no, ya que corremos el riesgo de un abandono colectivo que nos condene a la irremisible soledad.