En estos meses de pandemia, cuando la realidad fue más siniestra que las pesadillas, quedaron en evidencia las condiciones de vida de la población. En particular, las características de las grandes ciudades, de los diferentes barrios y, sobre todo, de las casas y los departamentos habitados. Ya sea por el número de personas por metro cuadrado o por sus instalaciones de higiene y confort. Y el panorama que presenta en estos aspectos un tercio de los argentinos es sin duda dramático.

Tres millones y medio de familias no tienen una vivienda adecuada. De las cuales más de dos millones de construcciones son deficitarias. Es decir, poseen piso de tierra o de ladrillo suelto y carecen, en el interior, de cañerías de agua.

Y el resto, según el último censo, exhibe distintos grados de hacimiento. O sea, conviven dos, tres y hasta cuatro personas por cuarto. Las provincias del noroeste y el noreste, junto con municipios del Gran Buenos Aires, componen el cuadro de mayor complejidad. Además, existe un alto porcentaje de inquilinos que reside en zonas urbanas de la misma manera.

Es un déficit habitacional que comenzó a insinuarse cincuenta años atrás. Debido a las crisis de las economías regionales y al proceso de inmigración interna que se produjo después.

Pero que aumentó de forma notable durante las recesiones habidas en las últimas décadas. Y se viene agravando desde la hecatombe que nos sumió a principios de siglo. Desempleo o empleos precarios, salarios exiguos, inflación, dificultades para ahorrar y para acceder a créditos que permitan adquirir un terreno o una vivienda junto a una marcada tendencia de asentarse, en busca de trabajo o de un horizonte, en los centros urbanos componen, entre otras, las causas más importantes. Por cierto, Argentina, con el 95% de su población concentrado en ciudades, se encuentra entre las naciones más urbanizadas del mundo, por encima del promedio de Europa, Asia y los Estados Unidos.

Las herramientas para afrontar el problema deben tomar en cuenta las necesidades de los distintos sectores sociales y, en especial, los de menores ingresos.

También las diferencias geográficas. Desplegando tres acciones simultáneas y complementarias entre sí. De índole cuantitativa, referida a la construcción y el acceso a nuevas unidades habitacionales. Cualitativa, para mejorar y ampliar las existentes. Y de infraestructura urbana, en cuanto a proveer suelos y servicios básicos, regular los territorios y optimizar el hábitat.

Algunas de estas actividades requieren la participación de actores privados. Por ejemplo, para atender la demanda de personas con capacidad económica. Pero la presencia del sector público en el diseño y ejecución de estrategias que reviertan semejante situación es insoslayable.

En el orden nacional, provincial y municipal. Como lo dispone la legislación vigente. Y se lleva a cabo en Alemania, Canadá, Inglaterra y Holanda, entre otras naciones. De hecho, los programas cuantitativos han sido impulsados en los últimos años por el estado nacional y las empresas privadas. Mientras que las obras vinculadas a la infraestructura urbana y a las mejoras cuantitativas fueron, ante todo, competencia de las esferas provincial y municipal.

Sin embargo, los fondos públicos y crediticios han sido insuficientes. Y el presupuesto nacional para el sector, que viene disminuyendo desde el 2013, tuvo su mínimo histórico en el bienio 2018-2019. Período en el que varias provincias no solo recibieron montos muy inferiores para mitigar el déficit sino que los aplicaron, en parte, a cubrir gastos corrientes.

Por otro lado, no hubo continuidad en los planes y la gestión, que combina organismos estables, como el Consejo Nacional de la Vivienda, con otros de naturaleza ocasional, resultó limitada en extremo. Y se verificaron incumplimientos en los estándares de las viviendas sociales junto a su localización en terrenos periféricos y de mala calidad.

Cabe recordar que en los últimos tiempos hubo cambios en las principales instituciones sin que se hayan constatado grandes progresos. El Banco Hipotecario fue privatizado en los años noventa y parcialmente estatizado en este siglo. Y el Fondo Nacional de la Vivienda (FONAVI), creado en 1972, transfirió por entonces la administración del dinero y de los proyectos a los organismos provinciales.

En tanto que el origen de sus fondos se fue achicando, básicamente, al 15% de lo producido por el impuesto a los combustibles. Aun así, es dable destacar los resultados obtenidos por el Plan Federal de Viviendas en el período 2003-2010. También, la labor de las cooperativas de trabajo para la construcción y los créditos otorgados a través de la línea denominada Procrear instituida en 2012.

Garantizar el acceso masivo a la vivienda insumirá, lamentablemente, un buen tiempo. Sería deseable, entonces, que las autoridades redoblen esfuerzos para ampliar y ejecutar programas de inversión plurianuales. Además de iniciativas, como subsidios a las tasas de interés, que permitan a los asalariados formales e informales afrontar las cuotas de los créditos. Amén de otras que reduzcan los costos constructivos. En estos días se han difundido planes públicos y privados al respecto. Convendría, tal vez, discutirlos en conjunto para potenciar sus efectos a mediano y largo plazo. De este modo, la fantasía de un techo propio que conmueve a miles de ciudadanos podría transformarse más temprano que tarde en un hecho verídico.

 

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