Acerca de la riqueza y la pobreza del país, y sus distintos responsables
Los investigadores de un centro académico recibimos, veinte años atrás, la visita de un afamado financista europeo que estaba interesado en conocer las perspectivas de nuestro país. Este hombre de negocios, con voz de barítono, risa en cascada y sin un pelo en el cráneo, que había recorrido varias zonas productivas del interior antes de reunirse con nosotros, dejó caer su opinión al final del encuentro. Argentina tiene muchas más posibilidades de la que ustedes creen, pero está mal administrada, dijo.
¿Por qué esta referencia? Porque en el debate público ha vuelto a circular en estos días la versión de que Argentina, a contrario sensu de lo que piensa y asevera medio mundo, no es una nación rica, sino pobre. Y esta realidad se explicaría, sobre todo, por el bajo nivel de vida de sus ciudadanos.
Es decir, somos un país pobre porque nuestros recursos son limitados y una buena parte de la población posee o gana muy poco dinero.
Una cuestión que para los diletantes de turno presupone dos corolarios adicionales: primero, la pobreza formaría parte del orden natural. Segundo, no habría mejor método para erradicarla que el ajuste, el sacrificio y la limitación de los derechos sociales del conjunto, más no el de ellos mismos.
Este tipo de razonamiento se complementa con los que, sin identificar sujetos y sectores sociales o cuándo, dónde y quiénes, señalan la necesidad de ponerle fin a una hipotética fiesta o bien, que el problema residiría en que se vive por encima de las posibilidades.
Para rebatir estas interpretaciones antojadizas sobre la magnitud de nuestra riqueza o el carácter de la crisis no es necesario tomarse el trabajo de ponderar el formidable volumen y la diversidad de la producción alimenticia, el potencial hídrico y minero o la calidad cultural y científica que aún poseen los argentinos. No. Basta con echar un ojo a distintas regiones de América Latina, de Asia y de África. Incluso de Europa.
Pero si el propósito de esta remozada versión sobre nuestro país fuese considerar la sobrevaloración de los recursos locales como un mito que ha contribuido a favorecer el atraso y la pobreza entre nosotros, conviene plantear algunos interrogantes vinculados a la política, el Estado y la sociedad.
Veamos, por caso, la actividad forestal. Argentina tiene, como mínimo, las mismas ventajas naturales para impulsar el bosque implantado que los países vecinos. Es una labor que demanda tiempo y paciencia. Sin embargo, no es posible explicar su menor desarrollo relativo sin tomar en cuenta los numerosos cambios, más de sesenta y muchos de ellos opuestos entre sí, que hubo en el marco regulatorio desde que en 1949 se sancionara la primera ley para el sector.
En otras palabras, ¿el estancamiento, los retrocesos y sus consecuencias sociales tienen que ver con fábulas relativas a nuestros recursos naturales o más bien con la elite que diseñó e instrumentó las distintas políticas económicas y productivas?
Y, en este sentido ¿quiénes se llevan las palmas? ¿Los que, entre otros ejemplos, privatizan mal para luego estatizar peor, nombran como responsables del medio ambiente a un neófito tras otro, toleran que los jueces no paguen impuestos a la ganancias y designan en los directorios de los entes reguladores de servicios a personas cooptadas por esas mismas empresas o los ciudadanos de a pie, sean cuales fueren sus creencias?
Estas preguntas, y otras que se podrían agregar, no pretenden socavar ninguna grieta. Pero quizá vale la pena tenerlas a mano en este año electoral. En particular, cuando los pensamientos raleen, los lugares comunes abunden y las palabras se desgasten sin que haya remedio a la vista.