En recientes notas de opinión en Clarín he señalado la relevancia de ponderar oportunidades y restricciones al momento de desplegar la diplomacia de equidistancia (DDE) que entiendo como un modelo ideal.
He aclarado que la equidistancia no implica, al menos en política internacional, simetría exacta pues puede existir un comportamiento equidistante en una situación de disparidad. Estados Unidos y China no se encuentran a igual distancia de Argentina por razones históricas, geográficas, políticas y culturales.
La DDE asume la disparidad existente, al tiempo que intenta reforzar y maximizar el componente equidistante. He explicitado que la DDE no supone una política de confrontación ni de sumisión hacia Washington y Beijing, sino que se inclina por una prudente cercanía o una distancia segura.
Una diplomacia equidistante cuestiona que las únicas opciones estratégicas disponibles sean el plegamiento o el contrapeso, pues ambas son hoy inciertas e infecundas.
Así, la DDE apunta a implementar una variedad razonada de opciones estratégicas, tanto hacia Estados Unidos como hacia China. Ello implica evaluar sin dogmatismo los fenómenos, fuerzas y factores globales, continentales, regionales y nacionales que pueden hacer viable o inviable la DDE.
En breve, la diplomacia de equidistancia no significa un acto voluntarista carente de cálculo. Asimismo es imprescindible recordar que una política exterior exitosa debería ser capaz de incrementar el poder relativo de una nación, de afianzar su auto-estima y de mejorar la calidad de vida de los ciudadanos; algo a lo que aspira la DDE.
En esta ocasión me interesa subrayar la decisiva gravitación de la paradiplomacia en el triángulo entre Buenos Aires, Beijing y Washington y las alternativas y desafíos que genera para el Estado.
Una definición amplia de la paradiplomacia remite a los lazos, vinculaciones y prácticas trasnacionales tanto de actores sub-estatales (por ejemplo, regiones, provincias, municipios, ciudades) como no estatales (por ejemplo, ONGs, partidos políticos, firmas, asociaciones religiosas).
Al parecer Estados Unidos, que habitualmente había acompañado su diplomacia oficial con una paradiplomacia activa, ha ido reforzando con los años una especie de “diplomacia de cúpula” de corte ideológico respecto a América Latina que se expresa en el acceso y el vínculo estrecho con las élites metropolitanas tradicionales, con los militares, con organizaciones y líderes afines. Es decir, con el establsihment en términos genéricos.
No debe asombrar entonces que, ante cada nueva situación de crisis en uno u otro país del área, Washington se muestre sorprendido y la Casa Blanca o el Departamento de Estado solo atinen a amparar a sus sectores de apoyo. Todo esto se da en medio de serios problemas de competitividad y con un menor interés de las corporaciones estadounidenses de hacer inversiones productivas en Latinoamérica.
Por otra parte, China, que originalmente y por años centró su vínculo con las naciones de la región en una clave de Estado a Estado y con un ímpetu revolucionario, ha ido desplegando una suerte de “diplomacia de base” de corte pragmático.
Se observan cada vez más contactos y trato familiar con gobiernos locales, con distintos partidos políticos, con élites regionales y con movimientos sociales y culturales.
Es decir, además de hacerlo con los agentes usuales del establecimiento, lo hace también con diversos sujetos socio-políticos y con fuerzas enraizadas territorialmente.
No al azar muchas de las presiones que reciben los gobiernos latinoamericanos—y la Argentina no es una excepción–para hacer más negocios provienen de provincias, municipios y ciudades que, a su vez, tienen acuerdos con contra-partes chinas. Eso se da en el marco de una expansiva proyección comercial y financiera de Beijing en el área y ante el relativo repliegue de Occidente en Latinoamérica.
En síntesis, la rivalidad estratégica entre Estados Unidos y China, que persistirá y acrecentará, promete reflejarse domésticamente en cada país de América Latina según sean los nexos sociales, políticos, civiles, culturales y regionales desarrollados por Washington y Beijing.
Esto plantea grandes retos. Primero, mientras Estados Unidos eleva las presiones políticas y militares y sus promesas de atención a los gobiernos nacionales a través del Departamento de Estado, el Pentágono, el Comando Sur y el Consejo de Seguridad Nacional primordialmente, China profundiza su presencia y compromisos no solo con el Ejecutivo sino más dinámicamente a través de actores sub-nacionales y no estatales.
Esto conlleva a desagregar mejor las coaliciones entre fuerzas internacionales e internas.
Segundo, mientras existe la certidumbre de que la disputa entre las dos grandes potencias aumentará, en el terreno doméstico habrá que identificar quiénes y cuánto abonan a su exacerbación (que tendrá, como en la Guerra Fría, muchos costos y pocos ganadores) o a su disminución (en parte porque hay sectores diversos que no quieren perder las ganancias derivadas del ascenso de China).
Y tercero, los países más debilitados en la post-pandemia y más fracturados por los procesos de polarización partidista podrían enfrentar crisis muy severas por lo que será indispensable que el Estado sepa calibrar el efecto de la doble diplomacia—de cúpula y de base—ejercida por Estados Unidos y China. Configurar una mejor estatalidad no es solo necesario para reparar la política social y económica y evitar un federalismo descontrolado, sino también para optimizar una exigente y prudencial DDE.
https://www.clarin.com/opinion/equidistancia-diplomacia_0_Zjly6EHYM.html