Las empresas, cada vez en mayor medida, promueven la dolarización a través de los precios. Hay analistas con un enfoque tan limitado sobre la economía que creen que un sistema económico nacional es sustentable con una moneda ajena.
No lo es, ni hay ningún sistema nacional de esas características, porque este sistema mundial del capitalismo, no está apoyado en una moneda mundial sino en una moneda nacional como es el dólar, que por ese medio quedó siendo dominante después que al final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos se había convertido en el único país industrializado no destruido. Esa ventaja persistió hasta comienzos de los años setenta, pero desapareció después, primero por el renacimiento de los otros países industrializados con sus propias monedas y después, a partir de los ochenta, con más fuerza desde los noventa y de forma definida en el nuevo siglo, por China y un conjunto de países emergentes, también con sus propias monedas nacionales.
Lejos de ser sólo un problema de soberanía que podría relegarse a un segundo plano, se trata de un problema de buen funcionamiento de la economía: lo que sucede en la producción, se refleja en la moneda.
El fenómeno de la dolarización de ninguna manera apareció cuando la economía argentina era la más fuerte de América Latina. Posición en la que fue perdiendo fuerza no por el peronismo, sino porque con el debilitamiento de la solidez de la economía mundial en los años veinte, la disputa proteccionista entre las naciones industrializadas y el declive de Gran Bretaña, que era la contrapartida de la provisión de materias primas alimentarias por parte de Argentina. Fuimos perdiendo mercados, lo que se profundizó en el decenio de los treinta, y pudo ser revertido parcialmente por la política peronista de la segunda mitad de los cuarenta y la primera mitad de los cincuenta, consistente en el desarrollo de la industria sustitutiva apoyada sobre todo en los salarios. Pero siempre contando con la resistencia del agro, que a partir de entonces procuró restablecer su primacía excluyente, limitando la industrialización, y las empresas industriales se adaptaron porque, salvo de manera parcial o en períodos muy cortos, no se modificaba esta posición, lo que sí de manera decisiva se tradujo en una pérdida de fuerza para el conjunto de la economía. Esto se constata de manera muy sencilla: el menor peso de la economía argentina en el conjunto mundial, que se hace más evidente aún en la región latinoamericana.
El motivo es más que simple: el capitalismo tiene su eje en la industria, y un país que permanece apartado de ella está condenado a perder relevancia. Durante años, por las políticas de ajuste, pareció que su menor peso en la economía mundial sería determinante, pero la cuarta revolución industrial no sólo recupera el eje industrial del sistema sino que lo fortalece con la nueva tecnología y vuelve a instalarse el predominio industrial: por consiguiente la desindustrialización o el predominio agropecuario son inconsistentes con el capitalismo actual, y por eso la dolarización no es una manera de restablecer la fortaleza económica sino sólo la rentabilidad de concentrar las ventajas en las exportaciones y hundir los ingresos y el mercado interno.
El freno a la inflación sólo puede provenir de una baja de los costos por una mayor y creciente disponibilidad de productos industriales a costos de producción mundialmente competitivos y no por disponer en mayor medida de bienes primarios exportables de alta rentabilidad haciendo que los precios internos de éstos se sitúen en los mismos niveles que los precios de exportación.
La paridad de precios sobreviene como una consecuencia de una economía integrada, pero no como en la segunda mitad del siglo XIX, y en el siglo XX, de una especialización exclusiva, sino de especializaciones varias montadas sobre una economía nacional integrada, que dan lugar a monedas nacionales cada vez más fuertes, pero no a la desaparición de las monedas nacionales. Creer que la inflación viene por la moneda y no por la estructura de la producción, es una visión miope de la economía y adaptada al mantenimiento de la especialización sectorial, cuando la experiencia mundial es la del ascenso generalizado de países industrializados, que han dado lugar a una industria cada vez más seccionada en especializaciones manufactureras en distintos países, un proceso que comenzó con China, pero que se transformó en una característica mundial.
El mismo FMI ya había advertido que dolarizar es importar el límite productivo de la coyuntura estadounidense. Es decir, la sola vigencia de una productividad similar, que en los países con moneda débil es muy restringida, por lo que no puede ser un punto de partida para recuperar una capacidad de crecimiento capaz de ampliar ese límite. Tampoco la dolarización es lo contrario del bimonetarismo, sino que surge como consecuencia de la extensión cada vez mayor del uso de dos monedas. Diana Mondino, del CEMA, lo dijo con toda claridad: “si no modificamos de raíz los problemas, no hay dolarización que valga”, y “si fuéramos modificando el gasto, si fuéramos dando productividad, la dolarización no sería necesaria”.
El ministro Guzmán ya ha actuado decisivamente frente a un mercado interno de capitales muy estrecho, incapaz de hacer frente al financiamiento empresario y al del mismo gobierno, que de esa manera debe recurrir en mayor medida a la emisión y a incentivar la inflación. Resguardar la rentabilidad sólo puede tener lugar en una economía capaz de hacerlo y, por eso, se vuelve necesario el empuje de la demanda, que es la única manera de forzar una salida de la crisis, tan necesaria después de la crisis financiera de 2008 como en la inmediata posguerra.
La política ortodoxa, cerrada a la asistencia fiscal, no es parte de la política estadounidense de salida de esta crisis y la inversión pública se ha convertido en un instrumento necesario para promover el crecimiento económico, el empleo, y la distribución del ingreso, esa política se generalizó y los ministros de Finanzas del G-7 acordaron imponer un impuesto mínimo global a las empresas multinacionales para financiar el estímulo fiscal con una parte de las ganancias de monopolio para asegurar la persistencia del sistema. Esto significa que el sistema mundial tiene que cambiar para subsistir o, si se quiere, que la salida de la crisis implica siempre un cambio y constituye la mejor muestra de la fragilidad del pensamiento único, ya que para introducir los cambios necesarios hay que empezar por flexibilizar la manera de pensar. Para los analistas no hay anclas para contener la inflación porque no hay monetarismo pleno, un enfoque que no tiene en cuenta ni el papel del crecimiento ni el de la suba exagerada de precios por la crisis y por el bimonetarismo propio de la dolarización.
Esto es doblemente necesario no sólo porque existe una profunda crisis sino porque el sistema mundial, pese a las divergencias en la cúspide, está más unificado que nunca y ya ninguno de los grandes países puede prescindir del otro.
Encima, en el caso argentino, el período de menor oferta de dólares, que suele ser el que ocupa los meses de agosto a noviembre, se adelantó porque los cambios en la coyuntura mundial inducidos por la guerra de Ucrania se adelantaron y ya en inicio de mayo, se visualizaba la presión para vender dólares, lo que requería aumentar el nivel de reservas netas acordado con el FMI en un momento diferente, mayormente previo a la guerra, y el impacto de reservas bajas en las expectativas volverán a intensificar las presiones para devaluar.
Los niveles de importación cuadruplican los de un año atrás en cantidades y también en precios, y se han vuelto imposibles de sostener con las reservas existentes. Y además por la elevada brecha cambiaria por la suba de los dólares financieros. Primero, el acuerdo con el FMI incentivó la inversión en pesos ajustados por inflación, y eso contuvo la demanda de dólares financieros. Los controles cambiarios son los que determinan la presencia de una brecha cambiaria, pero en las últimas semanas no hubo mayores controles, pero sí mayor demanda de dólares financieros, y éstos, a su vez, por el alto nivel de importaciones. Los dólares financieros no aumentaron porque hay un exceso de pesos que el BCRA retira de circulación pagando una creciente tasa de interés. El nivel de las reservas es la otra causa de una brecha cambiaria elevada, aunque ésta no se encuentra tan alta como para justificarlo. Por consiguiente, queda explicarlo por las expectativas, que empeoraron por la revisión de las metas del programa enseguida de haberse aprobado, lo que debe atribuirse, en las diferencias, a los cambios en la coyuntura económica mundial, a lo que se agrega que el precio de los dólares financieros era más bajo que el comparado con la valuación bursátil excesivamente alta, y, por lo tanto, para muchas empresas, dolarizar activos se hizo a menor costo comparativo respecto a poco más de un año atrás.
Además, como por la alta inflación internacional se esperan fuertes alzas en las tasas de interés, los inversores orientan un número creciente de inversiones a activos de mayor valor y más seguros, lo que fortaleció al dólar y elevó la brecha respecto a las inversiones en mercados emergentes y más aún en el espacio nacional. Si bien esta vez por la guerra de Ucrania no se redujo el precio internacional de los commodities sino que aumentaron, igual se presenta la oportunidad de inversiones más seguras y más rentables, y el aumento del spread para las inversiones locales eleva el riesgo país, por lo que el conjunto del escenario internacional se vuelve más desfavorable. Pero lo que el enfoque ortodoxo descarta u oculta es que la búsqueda de mayor rentabilidad lleva a una elevación de los precios apoyada sobre todo en las empresas que disfrutan de controles monopólicos, que como a la vez son en gran parte las alimenticias que pueden exportar, la mayor ganancia por exportación la trasladan a los precios internos donde los costos por salarios son menores y eso agrava el deterioro del mercado interno e incentiva la dolarización.