Los analistas insisten ahora con el desacople de la Argentina del resto de los países emergentes, que se advierte en los índices bursátiles de Buenos Aires así como en el valor de los bonos, que se encuentra muy por debajo de los niveles prepandemia, y el país quedó muy por debajo del rebote que tuvo lugar en los emergentes, principalmente entre los asiáticos, y también la renta variable local se comportó mucho peor que la de la región.

Ante todo hay que aclarar que la Argentina, pese a las clasificaciones de los mercados, no puede ser un país emergente si no afirmara su industria. Es un resultado derivado de la índole que tuvo la política económica en los años 2015 a 2019, en la gestión Cambiemos, y como consecuencia del poderoso antecedente que la instaló: la política económica heredada de la dictadura militar. Y eso por una razón muy simple: el proceso de emergencia tiene que ver con la industrialización, y la Argentina siguió en ese período una clara política de apertura indiscriminada que atentaba contra la recuperación de la actividad manufacturera.

El mercado no puede admitirlo directamente porque su mirada se asienta sobre la posibilidad de obtener ganancias, y en un entorno muy marcado por la apertura indiscriminada, esa posibilidad se apoya cada vez menos en la industria y cada vez más en la especulación financiera, que es propia de los períodos de crisis. Pero si la ganancia se asienta en una riqueza material y no sólo en una expectativa, sólo puede provenir de una producción cada vez más compleja. Las sociedades industriales y las que se vuelven industriales emergiendo desde economías más primitivas son un ejemplo. Si hay una mayor acumulación de riqueza en medio de una sociedad más pobre, el resultado conduce al empeoramiento del nivel de vida, la baja del salario y del empleo y la menor potencia industrial.

A partir de los años setenta, con el paso de sectores de la industria a países de menor desarrollo, la menor industrialización del centro parecía señalar un porvenir con menos industrias en el centro pero en conjunto más industrializado, con los países del centro manteniendo el núcleo de industrias de más alta tecnología. Esta tendencia se asentó definitivamente en los ochenta y se expresó entre nosotros en la desindustrialización inaugurada por la dictadura militar en 1976, que se continuó con las políticas de ajuste de la democracia hasta la crisis de 2001, pero la Argentina no era un país industrializado sino que podía aprovechar la radicación industrial para fortalecerse. Sucedió todo lo contrario, porque la oligarquía tradicional agropecuaria lo vio como una oportunidad para afirmar su poder y desmantelar parcialmente a la industria, para lo que derivó los excedentes hacia las finanzas y la exportación de capitales y políticamente bloqueó al peronismo.

La profundidad de la tendencia desindustrializadora se advierte en el absoluto protagonismo de la política monetaria. Al elegir la restricción cambiaria sin cuidar su influencia sobre la industria, en la Argentina los sectores económicamente dominantes mostraban su preferencia por mantener una división del trabajo que se desdibujaba en el resto del mundo por la acelerada industrialización de muchos de los productores de materias primas.

La crisis de los años noventa fue una muestra de esas diferencias. Ni la crisis del tequila en México, ni la del real en Brasil, derivó en una limitación de la vía de desarrollo industrial por el impacto de una moneda que se esforzaba por mantener en equidad con el dólar. Esta práctica monetaria reiterada, de valorizar la moneda en lugar de la cartera de productos que se venden y –sobre todo- de su valor agregado, requería producir menos para gastar menos, pero vender más afuera y menos adentro, con lo que se terminaban reduciendo el mercado interno y las posibilidades de exportar y se requerían más productos importados; exactamente lo contrario de lo que procuran hacer los países que crecen: aumentar las ventas y su valor agregado y con eso volver más rica la moneda.

No hay otro camino. El potencial comprador de una economía no es un atributo de la moneda sino de la economía que la sustenta, su capacidad competitiva y su integración a las redes manufactureras internacionales, una inquietud inexistente en todas las políticas económicas de ajuste que prevalecieron de 1976 a 1984 y continuaron después, durante largos 18 años, hasta la profunda debacle de 2002.  Sustentar una deuda creciente que no se usa en invertir sino en importar, desmantelar la industria, fortalecer las ramas primarias, destruir el sistema ferroviario en nombre de un menor gasto fiscal y encarecer la logística de un país extenso, ponía el foco en la región pampeana privilegiada y culminaba con la dolarización de las tarifas de los servicios como antecedente de la dolarización de todos los precios, lo que significaba reducir su universo y empobrecer a la mayoría.

Fue una instancia que no estuvo presente con iguales repercusiones en México o Brasil, para no hablar no ya de China, ni de los países emergentes asiáticos. Éstos, como verdaderos emergentes, se embarcaron en procesos de intensificación industrial orientados a sustituir partes de industrias avanzadas e integrarse así en una red manufacturera mundial con un mayor contenido tecnológico. Estos países son los emergentes verdaderamente dichos más notables: en ellos, el antiguo modelo de producción cedió a una articulación mundial más homogénea y avanzada que, por el contrario, dejaría de lado la pasada división del trabajo, sobre todo apuntando a la acumulación de capital en las ramas más avanzadas de la industria, al contrario de la fuga de capital o a su radicación en las finanzas y más tarde en servicios a precios dolarizados, como sucedió en la Argentina.

Esa tendencia fue quebrada en el país desde 2003 en adelante, y es muy clara esta ruptura al observar el ascenso del PBI local en esos años y hasta la crisis financiera de 2008, período en que se recuperaron posiciones industriales que habían sido relegadas nada menos que en los 28 años previos, desde 1975.

El anterior enorme retroceso de casi tres decenios continuados volvió a irrumpir a través de la economía internacional durante la crisis financiera de 2008, pudo ser parcialmente resistida a costa de mayor inflación, pero se afirmó con la política nacional del macrismo, de apertura indiscriminada y apoyo a la acumulación financiera, agravada con la vuelta a la búsqueda del equilibrio monetario con el dólar o directamente con la búsqueda solapada de dolarización. Inmediatamente después, la recesión surgida de la pandemia universal no podría hacer otra cosa que empeorarla más que a las economías que no habían sufrido el mismo castigo.

Y la inflación no se puede vencer destruyendo producción y retrocediendo hacia una estructura productiva nacional más primitiva sino igualándola paulatinamente a las redes internacionales más avanzadas en contenido industrial y tecnológico: es la única manera de bajar los costos de largo plazo, y al bajar los costos de una producción más avanzada, reducir las diferencias de valor de la moneda nacional respecto a las divisas.

La imposición de una moneda fuerte sostenida por crédito en un contexto de una economía de industrialización retrasada supone una restricción monetaria y crediticia para la producción no competitiva que restringe la fabricación de productos más avanzados y, consiguientemente, fundamenta la fortaleza monetaria en el retraso productivo, lo que significa una contradicción mayúscula, como lo muestra el caso argentino. Al restringir cada vez más la producción avanzada, lo que se desenvuelve es una conformación económica más atrasada, con baja en el salario, el empleo y en el nivel de vida, y facilidad de ganancias en la especulación financiera más que en ningún otro lado.

En los países desarrollados este proceso no obstaculiza la persistencia de su riqueza general porque es ya una estructura establecida. La Argentina, por su parte, fue un país en tránsito temprano a su industrialización, en que los sectores dominantes se negaron persistentemente a evolucionar en ese sentido desde la generación de una economía mundial con la posguerra de 1945, y el resultado está ante nuestros ojos: una industrialización frustrada que no pudo tener continuidad y desaprovechó una oportunidad única.

Aun así, la ventaja de los países industrializados se encuentra opacada frente al ascenso de China y de los verdaderos emergentes, que son los asiáticos, y el golpe se siente en los salarios y el empleo. México y Brasil pudieron conservar su industrialización y por eso su situación está menos expuesta que la de la Argentina. México se integró a partir de una industria más retrasada a la industria estadounidense, como una parte de ella, y Brasil no interrumpió su industrialización gracias a su gran mercado interno. Por eso pueden sostener una inflación controlable y determinada por una moneda nacional que no se devalúa más que en la medida en que sostienen una moderada diferencia de productividad que les permite una integración mundial mayor, que en México es decisiva a través de Estados Unidos.

La opción argentina parecía seguir sosteniéndose con una estructura de producción relevante en el ámbito primario y en el terciario de los servicios, no en la industria, que es el eje de desarrollo del capitalismo. Durante un largo tiempo, una visión parcial pudo dar la impresión de que la industria dejaba el centro de la escena en favor de los servicios. Pero con la economía del conocimiento la industria vuelve a estar en el centro con más intensidad que nunca, y va camino de sustituir la mano de obra directa por la digitalización automática de los procesos industriales a través de las comunicaciones.

El resultado va a ser una industria superior y más generalizada, en dirección hacia la automatización y la robotización, un escenario en que la ausencia de industria sería un signo más que evidente de atraso. Por eso, en estas circunstancias, queda más claro que nunca que la presencia de la industria más avanzada no puede ser compensada por la sustitución de la moneda sino, con más urgencia que nunca, por la adaptación de la estructura productiva al perfil internacional.

Para la mayoría de los analistas y consultores argentinos, que siguen una larga trayectoria de búsqueda de ganancias a través de la especulación y la pobreza de la mayor parte de la sociedad, se trata de una realidad incomprensible.