Una Guerra Fría desestabilizadora
Las relaciones interamericanas durante la Guerra Fría estuvieron determinadas por la dinámica de la disputa integral entre Estados Unidos y la Unión Soviética. La hegemonía de Washington en el continente fue, por décadas, la nota dominante. Sintéticamente, y en especial después de la Revolución Cubana, Washington no estaba dispuesta a permitir la proyección de poder de Moscú. Contaba para ello con cinco elementos a su favor: tenía su “casa en orden” con un fuerte consenso bipartidista en política exterior; disponía de una condición notable de seguridad pues nadie en América Latina, de modo individual o colectivo, amenazaba a Estados Unidos; poseía abundantes recursos en términos de inversión privada y asistencia oficial al desarrollo para garantizar su influencia en la región; había elites empresariales y políticas en Latinoamérica que sintonizaban enteramente con los objetivos estratégicos de Estados Unidos; y existía una Unión Soviética que promovía una ideología alternativa pero que carecía de recursos materiales (inversiones, comercio, ayuda) para respaldar y expandir, más allá de La Habana, su influencia en la región. En apretado resumen, para Estados Unidos la clave era controlar gobiernos para asegurar mercados.
En ese contexto, el manejo de la inestabilidad fue consustancial a su estilo diplomático durante la contienda Este-Oeste. Si había que escoger entre socios que impulsaran cambios socio-económicos y gobiernos que tuvieran una agenda medianamente progresista que, de ese modo, cimentaran democracias reformistas o, por el contrario, asegurar los intereses estratégicos de Washington y el consentimiento del establishment en cada país –sea bajo la forma de un régimen militar o de una democracia esterilizada– para frenar el presunto ascenso del comunismo, se optaba por lo segundo así ello debilitara la institucionalidad democrática y condujera a una violación extendida de los derechos humanos. Los manuales desclasificados del ejército estadounidense y de la CIA así lo corroboran. Primaba el interés de garantizar aliados afines en la lucha contra la Unión Soviética: la estabilidad se imponía domésticamente en las naciones del área a sangre y fuego con el beneplácito tácito o el empujón expreso de Washington. De hecho, eso evidenciaba que en realidad se imponía más inestabilidad a largo plazo; algo que no afectaba la hegemonía de Estados Unidos en la región ni era usufructuado por una Unión Soviética que, desde finales de los ‘70 en particular, no podía asegurar su área de influencia inmediata (Europa Oriental), su vecindario cercano (Afganistán) ni sus avances en la periferia. Sin embargo, la Guerra de las Malvinas mostró los efectos aberrantes de sostener dictaduras presuntamente estables: la Argentina autoritaria terminó desafiando militarmente al principal aliado de Washington en la OTAN; el Reino Unido. Desde mediados de los ‘80, Estados Unidos prefirió, entonces, no alentar más golpes de Estado en América Latina.
Desde los vaivenes de la Posguerra Fría al desafío de China
La fase inicial (1991-2001) de la Posguerra Fría reveló una apreciación de la estabilidad por parte de Washington. La estrategia del Presidente Bill Clinton denominada “Compromiso más Ampliación” (Engagement plus Enlargement) consistió en que Estados Unidos no se replegaría como después de la Primera Guerra Mundial y que tenía la voluntad, la capacidad y la oportunidad de moldear de modo decisivo el sistema internacional, al tiempo que procuraría propagar la economía de mercado y el pluralismo político. El colapso soviético; la expansión de la OTAN y la Unión Europea hacia Europa Oriental; las expectativas por entonces promisorias de la globalización; y el gradual despliegue de lo que se denominó la “tercera ola” de la democracia re-significaron, así fuera temporalmente, el valor de la estabilidad, entendida en aquel momento como simple orden. En el fondo, en los ‘90 predominó una mirada acotada de la estabilidad: el mayor énfasis se colocó en el statu quo, desatendiendo la cuestión de la creciente desigualdad en el mundo y la demanda de justicia del Sur global.
Los atentados del 11 de septiembre de 2001 inauguraron una nueva fase de la Posguerra Fría en la cual, en esencia, Estados Unidos se auto-asignó el papel de imponer la estabilidad, mientras que en la práctica se transformó en un promotor de más inestabilidad. La estrategia de primacía desplegada de manera agresiva por el Presidente George W. Bush, de modo calibrada por el Presidente Barack Obama y de forma ofuscada por el Presidente Donald Trump apuntaba a que Estados Unidos no aceptaría ni toleraría la presencia y el encumbramiento de un poder competidor de igual talla. Las guerras perpetuas iniciadas en el pos-11/9, el resurgimiento de una política orientada a promover cambios de régimen, el socavamiento paulatino del multilateralismo, el debilitamiento de los derechos en la delicada ecuación libertad-seguridad, entre otros, reforzaron la menor estabilidad que ya recorría el mundo de principios del siglo XXI. No se trató de algo planeado ex profeso sino del resultado de la búsqueda de preponderancia mundial. Por supuesto que hubo matices nada despreciables entre Bush, Obama y Trump. La consecuencia de aquella ambición excesiva fue doble: la inestabilidad –incluso para Washington que la padeció con la administración de Trump con la erosión de la democracia estadounidense– se tornó cada vez más disfuncional en el mundo y coadyuvó a facilitar el ascenso de China, que apareció como una potencia sensata y cautelosa que no pretendía cambiar las “reglas de juego” sino aprovechar sus beneficios y tener más influjo en su reconfiguración. La debacle estadounidense en los últimos días en Afganistán manifiesta cómo la prepotencia puede derivar, a la larga, en impotencia.
En ese sentido, desde el comienzo de su mandato la administración del Presidente Joe Biden apuntó a recuperar credibilidad y recomponer poder. Y para ello la estabilidad, tanto interna como internacional, resulta crucial. Eso, a su turno, busca evitar un mayor deterioro de la institucionalidad interna; liderar una coalición de democracias; y frenar a China. En esa dirección, respecto a América Latina y a diferencia de lo que fue la contienda soviético-estadounidense, el triángulo Estados Unidos-China-Latinoamérica tiene algunos rasgos novedosos: Estados Unidos tiene hoy su “casa en desorden” con un franco disenso bipartidista en política exterior; posee menos recursos en términos de inversión privada y asistencia oficial al desarrollo para asegurar su influencia en la región; no cuenta con elites empresariales y políticas que sintonicen plenamente con su política hacia Beijing; y enfrenta a una China que no promueve hasta ahora una ideología alternativa pero que dispone de recursos materiales (inversiones, comercio, ayuda) para respaldar y aumentar su influencia en la región. En breve, para China la clave es controlar mercados para incidir en los gobiernos.
Washington y la estabilidad
La Estrategia de Seguridad Nacional de 2017 abandonó definitivamente el término de “Estado fallido” y lo reemplazó por el de “Estado frágil”: la idea central era que la debilidad y deficiencias de tales Estados “podrían magnificar las amenazas a la seguridad estadounidense”. Dos años después se aprobó la Ley de Fragilidad Global que estipulaba la confección de una estrategia al respecto. Así, en 2020, y de manera conjunta entre el Departamento de Estado, el Departamento de Defensa, el Departamento del Tesoro y la Agencia de Desarrollo Internacional (USAID), se publicó la Estrategia para Prevenir el Conflicto y Promover la Estabilidad. Básicamente, se advertía la disfuncionalidad de una mayor inestabilidad internacional para los objetivos de Washington; máxime en un contexto de una rivalidad acentuada con Beijing.
Para las elecciones de noviembre de ese año América Latina no fue, como suele suceder, un tema de campaña. Sin embargo, el único programa específico para la región –un plan asistencial de 4.000 millones de dólares para América Central– del entonces candidato Biden reflejaba la inquietud con la inestabilidad en las cercanías de Estados Unidos y el impacto de ciertos temas como la migración en la política interna. Ya como Presidente subrayó cómo el cambio climático estaba “acelerando la inestabilidad en nuestro propio país y alrededor del mundo”. La preocupación con el problema de la estabilidad en América Latina se hizo manifiesta en la declaración del almirante Craig Faller, jefe del Comando Sur, ante el Senado en marzo pasado, en la que se refería a las protestas ciudadanas de 2019-2021 en la región y a la confluencia de agravantes socio-económicos de larga data y altas tasas de mortalidad por Covid-19 como factores generadores de mayores disturbios. Finalmente, las preguntas y respuestas en la audiencia del Senado para la confirmación de la nueva jefa del Comando Sur, teniente general Laura Richardson, el pasado 3 de agosto, confirmaron la intranquilidad creciente entre civiles y militares en Estados Unidos respecto a Latinoamérica: en 14 oportunidades se mencionó la cuestión de la estabilidad/inestabilidad en la región. Con ese telón de fondo, Washington pasó a remarcar el presunto nexo entre una espiral potencialmente desestabilizadora y la posibilidad de que China aprovechase ese terreno fértil para afirmar sus intereses en la región.
Indudablemente América Latina no ocupa un lugar prioritario en las políticas exteriores y de defensa de Estados Unidos. En eso influye, entre otras, la pérdida de gravitación de la región en el mundo. Este menor peso específico se trasluce en ejemplos como la dispersión del voto regional en Naciones Unidas; indicadores pobres en materia de participación en las exportaciones mundiales; creciente nivel de primarización de las economías; baja inversión en ciencia y tecnología; persistentes altos índices de desigualdad; escasos atributos militares; y una tentación preocupante, en particular en América del Sur, hacia la desintegración económica. Sin embargo, no debe confundirse baja prioridad con alta indiferencia. Washington no es indiferente frente a la región ni se retiró de Latinoamérica; de hecho, siempre regresa con un abanico variado de instrumentos, incentivos, advertencias, exigencias y propósitos. Este “nuevo” retorno a la región está marcado por la proyección de poder, influencia y prestigio de China. Los movimientos y las turbulencias en la región que pueden ser interpretados como una movilización en pos de la ampliación de derechos y a favor de una democratización efectiva son vistos en ciertos círculos estadounidenses como una demostración de volatilidad, descontrol y riesgo, algo que Beijing podría aprovechar para incrementar no sólo su presencia comercial y financiera sino también su incidencia militar y tecnológica.
Es importante detenerse y destacar brevemente el estado de situación de América Latina y la razón por la cual hoy Washington está más pendiente y preocupado por el devenir de los acontecimientos en el área. De acuerdo con el índice de malestar social informado, el continente –incluido Estados Unidos– se convirtió en el de mayor convulsión del mundo según el ratio global de manifestaciones, superando a las regiones de Medio Oriente y África subsahariana. Los reclamos y las protestas ciudadanas, que se multiplicaron antes del estallido de la pandemia en Chile, Ecuador y Bolivia y que siguieron a paso firme en Perú, Brasil y Colombia, no surgieron en el vacío; fueron el resultado de un profundo malestar social acumulado. El coronavirus encontró a América Latina en medio de la desilusión generada por la desaceleración económica, la convulsión política, el descontento social y la disgregación diplomática. El sexenio 2014-2019 fue uno de los de menor crecimiento, sólo comparable con los que incluyen a la Primera Guerra Mundial o la Gran Depresión. En el último año, no sólo se llegó a la mayor contracción del producto bruto interno desde 1900 y a que se registrara el peor desempeño entre las regiones en desarrollo, sino que la tasa de pobreza alcanzó el 34%, la desigualdad –medida por el coeficiente de Gini– en la distribución del ingreso aumentó al 3% y la inseguridad alimentaria alcanzó a 40% de la población. Estos indicadores objetivos de deterioro y expresiones subjetivas de malestar no son desconocidos por Washington.
Ahora bien, como ha sido usual entre los círculos decisorios en Estados Unidos, las dos preguntas elementales suelen ser: ¿Quiénes están bajo el control estatal en América Latina? ¿Quiénes pueden ser inducidos al descontrol? Desde esta perspectiva, un pilar para establecer acuerdos, dirimir cuestiones sobre la “amenaza predatoria china” o imponer la lógica del quid pro quo en diferentes temas es hallar contrapartes en la región cuya autoridad sea sustentable en el tiempo más allá de las simpatías ideológicas que pueda tener Washington con esos gobiernos. La estabilidad política es un valor central y no accesorio; supone la capacidad de los gobiernos de mantenerse o durar sin peligro de derrumbarse en una región convulsionada y ante un escenario pos-pandémico eventualmente explosivo. El grado de gobernabilidad importa a Washington tanto o más que la forma de gobierno.
En la actualidad, y en especial respecto a América del Sur, la administración Biden pareciera valorizar el control efectivo por sobre la afinidad política y el no caos por sobre el orden deseable. Así parece suceder en ciertos casos. Por ejemplo, respecto a Venezuela se desecharon aquellas iniciativas más extremas de la administración Trump acerca de una intervención militar y se pasó a suscribir, al menos en el corto plazo, el diálogo entre Maduro y la oposición, manteniendo las presiones y sanciones económicas. En Suramérica, Washington no interfirió en el último proceso electoral a la presidencia en Perú, no incidió en la reciente elección de convencionales constituyentes en Chile y procura mantener una “relación de confianza” con Bolivia, país con el cual no tiene relaciones diplomáticas desde 2008. Las inquietudes sobre la compleja situación política de dos aliados muy cercanos de Estados Unidos, como Brasil y Colombia, parecen reflejarse en un tono menos admirativo del que tuvo el antecesor de Biden con Iván Duque y Jair Bolsonaro, quienes, a su turno, respaldaron la reelección frustrada de Donald Trump. Es imprescindible, sin embargo, subrayar que la situación en América Latina en conjunto es altamente delicada pues se combina, en muchos latitudes, una mayor inestabilidad con una menor legitimidad; combinación que a su vez revela un vacío de conducción política.
La Argentina y la estabilidad
Es bueno recordar que hay indicadores que muestran un decrecimiento de los atributos de poder de la Argentina mucho antes del estallido de la pandemia. Por ejemplo, según datos del Banco Mundial, el PIB de la Argentina en 1966 era el 9º en el mundo, en 1999, era el 16º y en 2019 fue el 27º. En el índice sobre Desarrollo Humano de Naciones Unidas, la Argentina ocupaba el lugar 34 en 2005, el 40 en 2015 y el 48 en 2019. En términos de Poder Militar, según los datos que provee Global Firepower, la Argentina estaba en el puesto 24 en 2007 y en 2019 se situaba en el puesto 38. Según el índice elaborado por la Universidad de Porto sobre la calidad de las elites, la Argentina se ubicó en el puesto 31 entre 32 casos analizados. Sin embargo, y a pesar de este evidente declive, quizás la elección de 2019 y su resultado hayan evitado un cuadro social y político más complejo. La Argentina, con importantes debilidades internas y notorias fragilidades externas, preservó una relativa estabilidad. Probablemente ella sea el resultado de una serie de circunstancias presentes desde el advenimiento de la democracia en 1983: por ejemplo, la desmilitarización de la política en un contexto donde en México, Centroamérica (salvo Costa Rica), Venezuela, Colombia, Perú y Brasil, entre otros, muestran un creciente reposicionamiento institucional de las fuerzas armadas; la gradual ampliación de derechos en una región en la cual en varios países se han bloqueado o retardado; la ausencia de una mayoría de actores sociales y políticos radicalizados, coordinados y con una agenda anti-democrática a pesar de la polarización existente; y un esquema de partidos erosionado pero no deshecho, a diferencia de lo que ocurre en tantos países latinoamericanos. En esa dirección, la condición estable que aún se preserva es fundamental para el país y funcional para Estados Unidos.
La estabilidad es además un activo diplomático relevante en la actualidad. El país no necesita, por supuesto, frentes hostiles en el plano internacional. Pero tampoco que la hostilidad surja del seno mismo de la coalición que gobierna. Nada indica que Washington esté interesado en la inestabilidad argentina y es crucial que esta no sea auto-infligida. Lo que sí motiva hoy la relación de Estados Unidos con la Argentina es el lugar de China en la política exterior y de defensa del país. El ejemplo más reciente es de la nueva comandante de Southcom, Laura Richardson, quien afirmó el 3 de agosto pasado la disposición de Estados Unidos para que la Argentina adquiera aviones de combate en Occidente antes de que los compre a China.
Por lo general, si se hace un repaso de los últimos lustros de los vínculos bilaterales se puede observar que la significación de la Argentina para Estados Unidos es, comparativamente con otras naciones de la región como México y Brasil, baja. En la actual coyuntura, la Argentina tiene tres elementos que interesan a Washington: tiene el potencial de un temario constructivo pues los asuntos principales entre los dos poco inciden, a diferencia de lo que su sucede con la agenda (migración, criminalidad organizada, seguridad, etc.) de las naciones de la Cuenca del Caribe, en la política doméstica estadounidense; es, otra vez comparativamente con numerosos países latinoamericanos, relativamente estable; y posee relaciones muy desarrolladas y variadas con China. Sin embargo, no hay que olvidar que el país es, también, bastante vulnerable.
Todo lo cual nos lleva a sugerir una política exterior moderada y prudente frente a la administración Biden. Tal política no es sinónimo de indecisión, de pasividad o de incapacidad. Hay razones históricas y coyunturales que la justifican. Es imprescindible eludir algo que ya ha ocurrido en distintas oportunidades y bajo diferentes gobiernos en las relaciones bilaterales: euforias iniciales acompañadas de frustraciones posteriores. El escenario positivo que supone la valoración de Washington de la estabilidad argentina y el reconocimiento estadounidense del peso alcanzado por la relación entre Buenos Aires y Beijing podría desdibujarse de manera repentina, y de ese modo el péndulo ilusión-desilusión podría repetirse. Nos parece oportuno destacar que sería un error exagerar las expectativas. Lo relevante, a nuestro entender, es comprender que al parecer en ocho meses de gobierno del Presidente Biden se generó una convergencia promisoria en algunos temas de la agenda argentino-estadounidense que coloca el vínculo bilateral en un terreno de predictibilidad. Y asimismo es fundamental no olvidar que para la Argentina es y será vital reconstruir poder material.
Adicionalmente, no parece que en el corto plazo la post-pandemia derive en un replanteo sustantivo y progresista de las relaciones internacionales. Más aún, es altamente probable que se refuercen tensiones y contradicciones vigentes y que ingresemos a un escenario más pugnaz, fruto del aceleramiento de la transición de poder global. En ese sentido, la creencia de que a raíz de la promisoria visita de Jake Sullivan, Consejero de Seguridad Nacional, se estaría ante la posibilidad de una amistad profunda con Estados Unidos, o de que el Presidente argentino haya sido presuntamente ungido como líder en la región, o de que se habrían consolidado una infinidad de oportunidades en la relación bilateral, no sólo es una simplificación, sino un diagnostico errado del mundo, de las prioridades de Estados Unidos y del lugar que ocupa la Argentina en esas consideraciones. Esta presunción, además de pecar de ambiciosa, podría implicar compromisos más allá de las capacidades reales que el país posee. Advertir esos fenómenos es primordial para entender los condicionamientos que deberá afrontar un ajuste mutuo.
En todo caso, sería bueno empezar a superar la dos modalidades habituales de desengaño: en Washington, la sensación de que la Argentina es incorregible; en Buenos Aires, la de que Estados Unidos es fastidioso. Toda relación asimétrica combina convergencia y divergencia. La armonía total hace innecesaria la negociación pues el más poderoso no tiene incentivos para la transacción; la presencia de la discordia, por el contrario, es fundamento para tramitar y alcanzar acuerdos que generen beneficios a las partes. Un asunto clave será no sumarse a “coaliciones en contra”, por ejemplo, de China, máxime cuando el propio Estados Unidos mantiene una estrecha interdependencia económica, financiera y comercial con el país asiático. Inversamente, será clave sumarse a “coaliciones a favor”, por ejemplo, del multilateralismo, cuya renovación y adaptación adquiere un mayor valor frente a una coyuntura internacional crítica. Por último, sería valioso diseñar una agenda limitada en torno a temas en los cuales ambas partes cumplan los compromisos que se vayan a acordar. Una alternativa sería procurar lo que Miles Kahler llamó una “colaboración de pequeños números”. Se trata de identificar unos asuntos concretos en los que existan intereses coincidentes. En breve, la idea es cimentar una agenda factible para ir avanzando, a largo plazo, hacia una relación razonable. Ello, creemos, incrementará, así sea de manera paulatina, nuestra autonomía internacional, hoy severamente condicionada por dinámicas internas, regionales y mundiales.
* Juan Gabriel Tokatlian es vicerrector de la Universidad Torcuato Di Tella.
** Bernabé Malacalza es profesor de Relaciones Internacionales e investigador del CONICET.