La crisis actual en Bolivia, que provocó la renuncia y el exilio del presidente Evo Morales, puede analizarse desde distintos puntos de vista. Y es dable comprobar que un examen de este proceso, de acuerdo a la mayor o menor simpatía que cada uno profese por las mayorías populares o por las élites, arroja conclusiones y sentimientos diferentes. Sin embargo, un repaso estilizado de los últimos acontecimientos permite inferir no solo que hubo un golpe de estado sino también las acciones que facilitarían la restauración del orden democrático en el vecino país.
En este sentido, vale recordar que las disputas comenzaron a desbocarse desde el momento en que hubo dudas respecto a los resultados de las elecciones presidenciales del 20 de octubre pasado. Mientras que el gobierno de Morales, después de una inexplicable postergación en el conteo de votos, aseguraba haber triunfado en primera vuelta, la oposición encabezada por Carlos Mesa, de la alianza Comunidad Ciudadana, reclamaba la realización de un balotaje. Al principio mediante actos y declaraciones públicas. Luego con movilizaciones callejeras en distintas ciudades.
Morales, que se presentaba para un tercer mandato consecutivo según la interpretación que se hizo de la nueva constitución, fue rectificando poco a poco su posición original. Solicitó a la Organización de Estados Americanos (OEA) una auditoría vinculante de los votos cuestionados y el fin de semana pasado, una vez que se comprobaron irregularidades en el escrutinio, no respecto a su triunfo sino al porcentaje que lo separaba de Carlos Mesa, decidió convocar al diálogo a todas las fuerzas políticas y más tarde formalizó el llamado a nuevas elecciones.
Pero la situación había cambiado en esos largos veinte días. Además de fisuras en el interior de los sectores populares que apoyaban al gobierno, se produjeron una combinación de acciones que pueden caracterizarse como golpistas de nuevo tipo. Violencia callejera, amenazas, bloqueos y secuestros a funcionarios y partidarios de Morales por parte de bandas opositoras y parapoliciales, amotinamiento policial y finalmente el pedido de renuncia y de interrupción institucional solicitado, primero, por líderes políticos, religiosos y sociales y luego por las fuerzas armadas.
El presidente Morales, sin posibilidades de contar con el auxilio del sistema político, de la policía o del ejército, ni de los organismos internacionales o regionales para estabilizar o apaciguar el conflicto, podría haber recurrido a la resistencia de los campesinos y de los estudiantes. También a los simpatizantes de su partido, el MAS (Movimiento al Socialismo). Pero prefirió renunciar. O, si se quiere, optó por el tiempo en lugar de la sangre.
Una parte de la opinión pública acusa a Evo Morales de haber forzado la interpretación de la Constitución aprobada en 2009 para tener un mandato adicional, como hicieron otros políticos de otros países, o bien, de desoír su derrota en el referéndum que se llevó a cabo en 2016 para alcanzar el mismo objetivo. Dos grandes errores políticos, mas no fraudes. Pero, al mismo tiempo, omiten considerar que fue elegido democráticamente en tres oportunidades y que durante de sus casi catorce años de mandato imperaron las libertades públicas, sin limitaciones ni amenazas de ningún tipo.
Es probable que Evo Morales, que supo administrar un ciclo de crecimiento y distribución de la riqueza inédita en Bolivia, concentre en sus rasgos, su temple y sus discursos todos los prejuicios de clase y de raza que aún posee una fracción de la élite social. De Bolivia y del resto del mundo. Lo hemos corroborado en estos días. Prejuicios que, por cierto, tuve oportunidad de comprobar cuando junto a Marco Aurelio García entrevistamos a líderes sectoriales durante la misión pacificadora que cumplimos en Bolivia por encargo de los presidentes Lula y Kirchner en la llamada guerra del gas, en octubre de 2003. Uno de ellos, alto, rubio y de origen croata, se puso de pie para hablarnos: les voy a hacer franco, yo tolero cualquier cosa, menos que un indio como Evo gobierne este país, dijo.
A la Asamblea Legislativa boliviana, y a ningún otro poder, le cabe la responsabilidad de organizar, sin trabas ni proscripciones, una nueva elección general en el corto plazo. Y a los gobiernos decentes de la región les compete, junto al Mercosur y a los organismos multilaterales, exigir y acompañar todos los esfuerzos y compromisos que se asuman en este sentido. Porque, glosando a John Donne, podríamos de decir que como ningún país es una isla y el retroceso de cualquiera nos afecta, nunca preguntemos por quién doblan las campanas: doblan por nosotros.
Eduardo Sguiglia es ex embajador y ex subsecretario de Política Latinoamericana.
https://www.clarin.com/opinion/bolivia-doblan-campanas-_0_MNWrS7ZK.html