En los últimos años los estudios internacionales han venido destacando la relevancia de la noción de autoestima y su vínculo con la política exterior. A partir del aporte de la psicología se ha buscado distinguir aquello que es propio del individuo. Una valoración personal positiva, que involucra sentimientos y percepciones, se consolida y refuerza cuando se alcanzan logros.
No se trata de ser mejor que otra, sino de poseer una visión favorable de una misma y de, reconociendo las limitaciones, esforzarse para obtener un resultado deseado y así preservar la autoestima. Esa idea, no sin tensiones y matices, se ha intentado analizar y proyectar para un conjunto mayor de individuos; ya sean grupos extensos o comunidades enteras.
En el terreno de la política internacional Richard Ned Lebow retomó el ideal griego del espíritu para destacar que la autoestima es una necesidad universal de los pueblos. A su vez, Alexander Wendt señaló que la autoestima colectiva es uno de los cuatro intereses objetivos—junto a la supervivencia, la autonomía y el bienestar económico—que hacen al interés nacional; lo cual influye en los alcances y límites que tiene un Estado en materia de política exterior.
En breve, es improbable que un gobierno opere en el frente externo sin contemplar el “sentirse bien” (well-being) de un colectivo nacional; algo que, a su turno, significa que la autoestima de solo unos pocos no debiera ser el foco del comportamiento internacional de un país.
Tres conceptos se asocian usualmente con la autoestima en los asuntos mundiales: la identidad, el carácter y la dignidad. La identidad y su proyección internacional—siguiendo a los constructivistas–remite a “quiénes somos” hacia el interior y hacia afuera, “cómo nos asumimos” hacia adentro y “cómo nos ven” externamente y “a qué aspiramos” en el plano doméstico y exterior.
El carácter nacional, para Hans Morgenthau, remite a las cualidades intelectuales y los rasgos distintivos que moldean la naturaleza y el temperamento de una nación. La dignidad, según David Steinberg, es un sentimiento común -frecuentemente ignorado por los grandes poderes- que remite a una aspiración “de ser tratado como corresponde”.
Resulta evidente que la autoestima se facilita si existen condiciones materiales y simbólicas que movilizan positivamente a las sociedades: la pobreza, el malestar, la exclusión y la injusticia no son fuente de estímulo para desplegar las fortalezas de una nación ni para revitalizar el prestigio de un país en las cuestiones mundiales. Es indudable que recuperar poder e influencia en el frente externo exige una capacidad enorme del liderazgo político para movilizar las energías sociales, culturales, generacionales, productivas en aras de reconstruir poderío nacional y reputación internacional.
También es claro que potenciar la autoestima nacional no implica un acto voluntarista ni demagógico. Es innegable, asimismo, que se debe estar atento para evitar dos derivaciones inquietantes de una estima desmedida y deforme: el narcisismo o el belicismo. Ambas pueden ser fatales para una nación, máxime en tiempos de crisis global.
En esencia, la autoestima colectiva es una condición necesaria, aunque no suficiente por supuesto, para que una nación genere, estimule y expanda los incentivos para acumular o reconstruir poder. En realidad, superar el declive o promover el auge demanda una autoestima reflexiva y razonable.
A esta altura son muy escasas las voces que dudan sobre el largo proceso de declive de la Argentina. Los datos son elocuentes. Entre muchos otros, según el Banco Mundial, el PBI de la Argentina en 1966 era el 9no a nivel mundial, en 1999 era el 16avo, y en 2019 -último año sin pandemia- fue el 27avo.
En 1960 el porcentaje del PBI de la Argentina en el PBI generado en América del Sur era del 37,9% (el de Brasil era el 26.4%); en 2022 es de 15.5% (el de Brasil es de 50.4%). Según el índice publicado en 2020 y elaborado por la Universidad de Porto sobre la calidad de las elites, la Argentina se ubicó en el puesto 31 entre 32 casos analizados. En un índice similar de 2022 elaborado por la Universidad St. Gallen, la Argentina ocupa el lugar 91 entre 151 países.
Sin embargo, y paralelamente, son cada vez más frecuentes y difundidas las voces de políticos, empresarios, comunicadores e intelectuales para quienes la Argentina es un país de fracasados que prácticamente no tiene destino alguno. A ello se subraya, recurrentemente, que lo mejor es irse al exterior, que hay una porción de la nación que es indeseable (por la razón que fuera) y que revertir nuestro declive es imposible.
Lo más probable es que no se advierta que todo ello resulta autodestructivo, que horada notablemente la autoestima colectiva y que dificulta la articulación de intereses y propósitos nacionales en la dirección de recuperar poder, influencia y credibilidad internacional.
Es paradójico que ad portas de un año electoral haya nulas convocatorias y referencias a un futuro más promisorio para todos y todas, a plantear un horizonte superador a partir de un esfuerzo constante y mancomunado, a invocar las potencialidades de las economías y comunidades regionales, a impulsar convergencias sociales y políticas prácticas con un número acotado de prioridades y a colocar en el centro de atención la importancia de la viabilidad nacional a largo plazo.
Sin autoestima colectiva, en los términos aquí planteados, será difícil emprender el sendero de la prosperidad en un contexto internacional muy complejo e incierto. Insistir en devaluar la identidad, el carácter y la dignidad del país es una fórmula perfecta para seguir postrados.
https://www.clarin.com/opinion/autoestima-politica-exterior_0_1MLpFyRqhW.html