Esta columna fue publicada originalmente en Americas Quarterly.

Muchos políticos y académicos norteamericanos parecen obsesionados —y tal vez hasta entusiasmados— por la posibilidad de que el mundo esté ingresando en una Segunda Guerra Fría, esta vez entre Estados Unidos y China. Algunas de esas voces tal vez crean que un conflicto como ese allanaría el camino hacia una nueva Pax Americana, un orden mundial benefactor conducido otra vez desde Washington. Pero desde el punto de vista latinoamericano es imperioso evitar una nueva era de confrontación de ese estilo, y nuestros países no deberían ser observadores pasivos en este crucial momento de la historia.

Para empezar, no hay razón para hablar de una nueva Guerra Fría como algo inevitable: la rivalidad entre Washington y Pekín todavía es manejable y puede ser moderada. La intensidad y el alcance del comercio chino-norteamericano, la ausencia de paridad nuclear entre Estados Unidos y China, el grado de imbricación cultural y educativo, la mutua necesidad de un mejor gobierno global en temas claves como el cambio climático, entre muchos otros factores, son totalmente distintos de los que marcaron el conflicto con Moscú entre 1947 y 1991.

Es cierto que entre Estados Unidos y China existe una competencia cada vez más fuerte y compleja: es la contienda entre el capitalismo norteamericano, poco competitivo y dominado por las finanzas, y el capitalismo chino, altamente competitivo y dirigido por el Estado, entre una democracia polarizada y erosionada y un régimen autoritario que enfrenta nuevos y cruciales desafíos, como los cambios demográficos, los problemas ambientales, la ralentización del crecimiento y el reclamo de reformas políticas. Pero esas razones no alcanzan para dar por sentado que el mundo se partirá nuevamente en dos.

Sin embargo, y a pesar de esas divergencias, la historia tal vez se termine repitiendo en más de un sentido. Como ocurrió en el enfrentamiento de la segunda mitad del siglo XX, una vez más Estados Unidos parece sentir la tentación de trasladar sus crecientes dificultades internas e internacionales hacia la periferia, imponiéndole los costos y las cargas de esas rivalidades a otros países. Como resultado, en gran parte del mundo, incluida América Latina, cada vez se habla menos de una Pax y más de tratar de evitar una guerra de envergadura.

Consideremos las implicaciones que tuvo la Guerra Fría original para América Latina. Sin duda muchos de nuestros problemas, errores y frustraciones durante esas décadas fueron de origen doméstico, y no impuestos desde el exterior. También es cierto que durante ese período Estados Unidos tenía una posición muy sólida en los países de América, ciertamente más sólida que hoy. La hegemonía de Washington era fuerte y su influencia material muy poderosa, mientras que Moscú, sobre todo después de la crisis de los misiles en Cuba de 1962, tenía para ofrecer más ideología que recursos materiales concretos. América Latina y el Caribe nunca han representado una gran amenaza para la seguridad de Estados Unidos. También es cierto que, a pesar de la Guerra Fría, la región logró avanzar en muchos sentidos y por voluntad propia, como un espacio continental mayormente libre de conflictos entre naciones, tal vez un caso único en el hemisferio sur del planeta.

A pesar de todo esto, en América Latina la Guerra Fría exacerbó muchas tendencias negativas, y generó muchos problemas que no existían. Para empezar, impuso una soberanía limitada: los países de la región, en vísperas y después de la Revolución Cubana, ya no podían decidir de manera autónoma aspectos cruciales de su política interior y exterior que de una manera u otra rozaran los intereses norteamericanos, o si quienes manejaban seguridad nacional de Estados Unidos percibían que esas políticas abrían la puerta a una posible intromisión de la Unión Soviética.

En segundo lugar, con la Guerra Fría también entró a jugar la carta del cambio de régimen: ante la menor posibilidad de que en algún país de América Latina fuese elegido un gobierno reformista, de centroizquierda o progresista, Washington intentaba socavar esa posibilidad con una política de fomento y apoyo a los golpes militares. En tercer lugar, se desplegó una diplomacia de disciplinamiento: a veces Estados Unidos hizo uso directo de la fuerza, como en Cuba (1961), República Dominicana (1965), Granada (1983) y Panamá (1989), combinado con sanciones económicas —como las décadas de embargo a Cuba—, el lanzamiento de guerras de baja intensidad en América Central a lo largo de los años 80, y la imposición de cruzadas prolongadas y finalmente fallidas, como la “Guerra contra las Drogas”.

Oportunidades perdidas

En resumidas cuentas, la experiencia de América Latina y el Caribe durante la Guerra Fría fue desastrosa: más autoritarismo, masivas violaciones a los derechos humanos, y en algún momento transiciones hacia democracias de baja intensidad; oportunidades perdidas en términos de bienestar, desarrollo y diversificación; desequilibrio de las relaciones cívico-militares; y aumento de la migración de latinoamericanos hacia el Norteamérica, entre muchas otras consecuencias.

La América Latina de hoy —severamente afectada por la inestabilidad social, la polarización política, el deterioro económico y la fragmentación diplomática— no quiere convertirse en campo de batalla de una Segunda Guerra Fría. Tanto para los gobiernos como para los ciudadanos de toda América Latina ya es evidente que Washington ha vuelto a su vieja y tradicional fórmula de manipulación del tipo “con nosotros o contra nosotros”, “democracia o autocracia”, tratando de inducir por diversos métodos a los países de América Latina para que “elijan un bando”.

Pero el desafío que Pekín le plantea a Estados Unidos es muy serio precisamente porque su proyección de poder en América Latina es con medios materiales y no con dogmas políticos, mientras que Washington parece estar volviendo a actitudes, estilos y tácticas del pasado, como implementar sanciones, convertir la migración en una cuestión de seguridad, insistir con una fútil asistencia contra el narcotráfico, o intentar controlar un organismo financiero multilateral como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) con la imposición de un controvertido presidente norteamericano. Por supuesto que Estados Unidos no puede quedarse cruzado de brazos, pero eso no implica que la mejor o la única alternativa sea revivir la Guerra Fría en América Latina, y con una actitud moral condescendiente.

Lenguaje paternalista

En ese contexto, y en vísperas de la novena Cumbre de las Américas, los funcionarios gubernamentales y los expertos en temas latinoamericanos con sede en Estados Unidos insisten seriamente en forjar una asociación duradera con la región. Lamentablemente, no es un discurso demasiado novedoso. Los latinoamericanos conocemos muy bien ese lenguaje paternalista, que básicamente significa “tendrías que adaptarte” porque “nosotros sabemos lo qué te conviene”. Los latinoamericanos no detectamos una seria voluntad de escuchar nuestras ideas y propuestas, ni de captar la diversidad, las necesidades y las transformaciones en curso que existen en la región.

Por desgracia, Washington no parece interesado en un diálogo genuino sobre las realidades y problemas de América Latina y el Caribe, que en algunos casos son similares a los de Estados Unidos: democracia, derechos humanos, cambio climático, desigualdad, innovación y tecnología, empleo, diversificación productiva. Tal vez en Estados Unidos haya sectores de la sociedad civil —académicos, think tanks, ONG, trabajadores, movimientos de mujeres, agrupaciones ambientalistas, medios de comunicación— más dispuestos a iniciar una conversación menos dañina y más madura, pero eso está por verse.

En ese contexto, es importante entender que América Latina no puede ni debe permitir que la pongan en situación de tener elegir entre alinearse con Washington o enfrentar la ira de los políticos estadounidenses. Esa es la receta segura para una mayor inestabilidad en la región. Por el contrario, y desde un punto de vista más realista, es evidente que la gran mayoría de los países latinoamericanos ya están buscando balancear su política exterior, un equilibrio difícil de lograr en un contexto internacional muy complejo.

Una diplomacia que busque una posición equidistante entre Washington y Pekín no es una opción: es un imperativo. Ojalá que sean muchos los norteamericanos que adviertan que una nueva Guerra Fría sería dañina y contraproducente para los intereses nacionales de Estados Unidos. Mientras tanto, en América Latina, nosotros podemos y debemos tomar medidas para asegurarnos de no volver a ser un campo de batalla de las grandes potencias.

 

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