l anuncio del salvataje al gobierno de Milei por parte de Estados Unidos fue un hecho significativo en las relaciones argentino-estadounidenses. Coincidió con la elección de medio término y contribuyó, en algún sentido y junto a otros factores probablemente más gravitantes, a la victoria de La Libertad Avanza.
Es posible que las variantes de la oposición (el peronismo y la izquierda, especialmente) confiaran en que la intervención, bastante humillante, de Trump, los favoreciera reavivando un proverbial nacionalismo, hoy debilitado.
El equívoco se sustentó, quizás, en una confusión respecto al impacto de las palabras del mandatario estadounidense en procesos electorales; impacto que podemos evaluar analizando el caso de las elecciones para el ejecutivo en Canadá.
Desde enero de 2024 hasta febrero de 2025 distintas encuestas daban un cómodo triunfo al líder conservador Pierre Poilievre; quien, como Trump, se presentaba con un discurso anti-elite y anti medios de comunicación y pro baja de impuestos, recurriendo usualmente a insultos.
Asumió Trump y anunció la imposición de aranceles, acusó al vecino de ser un gran exportador de fentanilo a Estados Unidos y propuso anexar a Canadá a su país. En la elección del 28 de abril venció el liberal Mark Carney. Los “garrotes” de Trump, sin duda, facilitaron la victoria del candidato opositor.
En la Argentina, y a los fines de la elección legislativa, la mayoría de las encuestas posteriores al triunfo de Fuerza Patria en la provincia de Buenos Aires, anticipaban la victoria del principal contrincante de la oposición.
Apareció Trump y se hicieron dos promesas de US$ 20.000 millones cada una. Resultado: ganó el oficialismo. Las generosas “zanahorias” de Estados Unidos contribuyeron, en alguna medida, a ese éxito. Dos contextos diferentes, pero en medio de situaciones de pánico social, tuvieron efectos distintos sobre los y las votantes.
El rol de Estados Unidos operó no solo en razón a su diseño estratégico hacia el continente (recuperar, por la fuerza y/o la cooptación, su esfera de influencia) y las afinidades con el gobierno de Milei (socios de una Internacional Reaccionaria), sino también mediante un hecho curioso: cuando el Secretario de Tesoro, Scott Bessent, oficializó el swap, aseveró que Estados Unidos lo hacía pues “no queremos otro Estado fallido en América Latina”.
¿Sería la Argentina un nuevo Estado fallido? No hay indicadores de ningún tipo que muestren una fragilidad ineludible y el potencial colapso del Estado en nuestro país. En consecuencia, más que la evidencia fáctica hay que comprender a qué apunta la identificación de un Estado fallido en la política exterior de Estados Unidos.
En breve, precisar cómo y para qué se cimenta tal idea. En 2008 publiqué “La construcción de un Estado fallido en la política mundial: El caso de la relación entre Estados Unidos y Colombia”, en donde afirmo que esa “construcción” fue decisiva para legitimar una creciente y masiva intervención de Washington en los asuntos colombianos.
Para los tomadores de decisión en EE.UU. un Estado fallido es, por lo general, una mezcla de Estado ineficiente e indolente, potencialmente ingobernable y que requiere una injerencia externa para guiarlo, tutelarlo o disciplinarlo. Dicha intervención exógena deja ver que ese Estado es altamente relevante para Washington, y en consecuencia “se debe hacer algo” según la Casa Blanca y ciertos departamentos en el Ejecutivo.
El Estado fallido es percibido como uno que ha ido perdiendo o carece de una soberanía efectiva; lo que podría derivar en la toma del poder por actores no amigos de Estados Unidos. De ningún modo se asume que el involucramiento activo y directo de Washington en los asuntos internos de un Estado en vías de fracaso pueda conducir a más desorden doméstico y a mayor rechazo.
Al contrario, se presume una injerencia benévola en el proceso de “des-fallecer” a un Estado en trayectoria de resquebrajamiento. Más aún, en algunos casos el Estado fallido, que atraviesa una crisis de envergadura, solicita auxilio y, en consecuencia, se produce el fenómeno de “intervención por invitación”. Es decir, existen dinámicas que inducen a que factores externos empujen y factores internos atraigan la intervención.
La relación que se establece entre el Estado fallido y el Estado poderoso es una de asimetría consentida y profundizada: el actor poderoso promete y cumple, parcial o totalmente, con recursos de distinto tipo, siempre significativos para el Estado desfalleciente, mientras éste asiente a las exigencias y estrategias de la potencia.
Esto, a su turno, implica un sostén para las élites dirigentes en el Estado fallido, a pesar de que hayan sido incapaces de revertir la situación interna que llevó a la intervención externa. Ello está atravesado, a su vez, por una lógica geopolítica vinculada al valor que tiene el Estado descalabrado.
No se trata solo de un vínculo entre estados sino que se involucra a agentes no estatales para evitar el colapso total del Estado fallido. Esa fue la experiencia de Colombia, a raíz del tema de las drogas, desde finales de los años ‘90.
No es necesario recordar que la cuestión de las drogas, producto del prohibicionismo, no se ha resuelto; al contrario, ha empeorado. Habrá que evaluar entonces para qué y a quién le sirve ser categorizado como Estado fallido.

