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Comienzo con dos apreciaciones. La primera es que, aunque fue esbozada al inicio de los noventa, la estrategia de primacía ha sido persistente en Estados Unidos desde los atentados del 11 de septiembre de 2001 hasta la fecha. En síntesis, y a los fines de esta nota, una estrategia remite a una guía esencial que articula la concepción y la práctica de la política exterior y la política de defensa —inextricablemente entrelazadas— de un país. La primacía es, en ese sentido, un tipo de estrategia que se caracteriza por el hecho de que Washington no acepta ni tolera la existencia y el desafío de un competidor de igual talla. George W. Bush desplegó una primacía agresiva mediante la cual recurrió a una proyección militar enérgica en distintos escenarios internacionales; elevó el presupuesto y el perfil de las fuerzas armadas en desmedro de los recursos y el rol de la diplomacia; y optó por un unilateralismo que socavó el multilateralismo.

Barack Obama ensayó una primacía calibrada que consistió en limitar la apertura de nuevos frentes de acción militar con numerosos soldados en el terreno de combate; se apoyó circunstancialmente y en ciertos temas en los foros multilaterales; e intentó la recuperación de una imagen y reputación crecientemente cuestionadas a nivel mundial. Donald Trump expresó una primacía ofuscada en la que intimidar a cercanos y distantes se tornó habitual; revigorizó los presupuestos de defensa; e instauró un unilateralismo pendenciero. Joe Biden implementó una primacía dosificada: en esencia, concentró los esfuerzos de Washington en cercar a China e intentar revertir su proyección de poder, al tiempo que fortaleció sostenidamente, y batiendo récords año tras año, los presupuestos de defensa.

En segundo lugar, la preservación de este aspecto no significó que fuera idéntica en el tiempo respecto al uso del dispositivo militar. En breve, existió una fase expansiva en la que Estados Unidos inició y libró guerras simultáneas como los casos de Irak y Afganistán y lanzó acciones de combate de distinto tipo en Medio Oriente y África. Ese período, en el que predominó lo que llamó el despliegue, comenzó con Bush hijo y se fue reduciendo durante el primer mandato de Obama. Washington tenía un objetivo preciso: moldear decisivamente el escenario internacional y asegurar la satisfacción de sus intereses nacionales mediante una presencia militar extendida.

Con diferente intensidad y alcance el recurso a asesinatos selectivos, el empleo masivo de drones, el refuerzode fuerzas especiales en ciertas regiones, el lanzamiento de operaciones cinéticas, entre otros, se multiplicaron desde el segundo Obama hasta Biden. Durante la segunda fase se fue consolidando lo que denomino repliegue, entendido éste como el retiro (incompleto) de ciertos conflictos (por ejemplo, Irak) y el freno a iniciar nuevas guerras. De modo sintético, Estados Unidos conoció los límites de una sobre-extensión militar y empezó a evitar el emprendimiento de guerras adicionales en distintas latitudes. En consecuencia, se pasó de la primacía con despliegue a la primacía con repliegue. Bajo este marco de referencia, la primera administración Trump fue un ejemplo de lo segundo.

Donald Trump entre 2017 y 2021, como lo mostró en detalle Bernabé Malacalza en un reciente escrito en Cenital, no fue un presidente pacifista, aunque su estrategia combinó aspiraciones discursivas de preponderancia global con prácticas de retraimiento parcial en lo militar. En ese sentido, en diciembre de 2018 anunció la futura salida de efectivos de Siria y en noviembre de 2020 ordenó la retirada de tropas de Afganistán como parte de un acuerdo forjado con los talibanes en febrero; lo cual recién se concretó en el gobierno de Biden. Esas decisiones fueron cumplidas no sin roces con el Pentágono. En todo caso, y en materia internacional, el vínculo entre Trump y las fuerzas armadas no estuvo exento de tensiones, a pesar del incremento sostenido en el presupuesto de defensa — US$ 682 mil millones en 2018; US$ 734 mil millones en 2019; US$ 774 mil millones en 2020; y US$ 806 mil millones para 2021 — y de su impulso a la fabricación de armamento supersónico y la creación de una nueva rama de las fuerzas armadas, la US Space Force.

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Sin embargo, corresponde subrayar que en abril de 2017 decidió que se lanzara la “madre de todas las bombas” convencionales — apenas por debajo de una bomba nuclear — contra refugios de ISIS en Afganistán. En los primeros dos años de su gestión dispuso 176 ataques con drones en Yemen — en ocho años de gobierno Obama autorizó 154 ataques con drones en ese país. En su primer mandato Trump triplicó, respecto a los lanzamientos durante la administración Obama, los ataques con drones a Yemen, Somalia y Pakistán juntos. En enero de 2020, en otro ataque de precisión — un dron MQ-9 Reaper — se mató a Qasem Soleimani, poderoso alto militar de Irán. Además, él relajó las reglas de empeñamiento; lo cual llevó a que en 2019 se produjera la mayor muerte de civiles en Afganistán desde 2002. Conocemos, gracias a las memorias del último secretario de Defensa, Mark Esper, que Trump propuso lanzar misiles para destruir laboratorios de drogas en México y realizar un ataque militar contra Venezuela. Finalmente, tales operativos no se llevaron a cabo pero reflejan que el mandatario republicano era, más bien, “un belicista disfrazado de pacifista”.

En el plano doméstico, las relaciones cívico-militares durante el primer mandato de Trump también estuvieron marcadas por malestares; en gran medida por algunas determinaciones del mandatario en el frente internacional, así como por su afán de disponer de un amplio margen de libertad respecto a las fuerzas armadas en un marco nacional de creciente polarización. Distintos incidentes — su uso de la gorra de MAGA (Make America Great Again) en ceremonias militares; el otorgamiento de perdones presidenciales a militares convictos por crímenes de guerra; la amenaza de desplegar a las fuerzas armadas en junio de 2020 a raíz de la violencia policial contra afro-estadounidenses; entre varios otros — fueron creando un clima de desconfianza y fricción. Resultó evidente que Trump no aceptaba constreñimientos y que estaba fastidioso con el entonces jefe del Estado Mayor Conjunto, el general Mike Milley; quien reveló en un reciente libro de Bob Woodward que Trump es un “fascista de alma” y el “hombre más peligroso del país”.

A su turno, según dos opiniones de personas que dialogaron con Trump en la Casa Blanca, el presidente afirmó: «Necesito el tipo de generales que tuvo Hitler”. Adicionalmente, el fracasado putsch del 6 de enero de 2021 no encontró acompañamiento de las fuerzas armadas. Si bien en esa jornada y en otros hechos Trump procuró alinear a su favor a los militares, éstos evitaron involucrarse en situaciones violatorias de la ley y la Constitución. La politización de las relaciones cívico-militares a cargo del presidente fue evidente: Trump buscó dominar a las fuerzas armadas a su antojo y con ello generó un clima tóxico. No obstante, hay que agregar que las críticas de militares al mandatario pusieron en duda la apoliticidad de los militares. Para finales de 2020, y en especial, antes del cambio de gobierno en 2021, la tirantez entre Trump y este sector resultaba elocuente.

Cuatro años más tarde, y durante la campaña que finalmente lo volvería llevar a la Casa Blanca, el tema militar fue objeto, nuevamente, de referencias por parte de Trump. Cabe recordar que, según encuestas sobre la intención de voto de las fuerzas armadas activas, Trump obtuvo el 40.7% en 2016 y 37.4% en 2020. Respecto a la elección de 2024, el porcentaje de militares retirados cuya preferencia era Trump ha sido de 61%. Ya en la contienda con Kamala Harris surgieron algunas diferencias no menores (por ejemplo, respecto a Ucrania y a la OTAN) entre la candidata demócrata y el candidato republicano. En el tramo final de la campaña, Trump alegó que los militares eran woke, débiles e inefectivos. A su vez, aseveró que había “enemigos internos” — quizás más peligrosos que China o Rusia — ante los cuales había que desplegar la Guardia Nacional o el ejército si fuera necesario. A ello se sumó el rumor, desmentido por el Pentágono, de que los militares estaban autorizados a usar la fuerza durante la elección. Una nueva etapa de la politización de las relaciones cívico-militares, aún antes de la asunción de Trump el 20 de enero de 2025, aparenta ser obvia. Corresponde destacar que en un contexto de polarización que persiste, un estudio reciente muestra que una mayoría de civiles respalda el uso de militares en materia de orden público interno, al tiempo que casi un 75% de oficiales la rechaza.

Después de su triunfo, Trump fue anunciando día a día su gabinete. Sorpresivamente, designó a un periodista de Fox News, Peter Hegseth, sin ninguna experiencia en los temas militares, para el cargo de secretario de Defensa. Rápidamente, el nuevo funcionario se alineó con el presidente electo en su cruzada contra los generales woke. Paralelamente, se supo que un grupo de trumpistas encargados de la transición estaría elaborando una orden ejecutiva para establecer un “warrior board compuesto por militares retirados encargado de evaluar a generales y proponer la remoción de quienes no tuvieran aptitudes de liderazgo. Asimismo, al parecer ese grupo ya tiene una lista de militares para ser cesados. Esto alarmó a las fuerzas armadas y se produjeron reuniones de altos oficiales para analizar cuál sería la eventual respuesta ante órdenes ilegales de parte del presidente entrante: para el caso, la participación militar en la deportación masiva de inmigrantes que propuso Trump y que le valió una gran cantidad de votos. Cabe recordar que según la encuesta que viene realizando Gallup desde 2001, en 2024 la confianza en la institución presidencial fue de apenas el 26%, mientras la confianza en la institución militar alcanzó el 61%. Sin embargo, de acuerdo con el denominado Proyecto 2025 del think-tank Heritage Foundation — que se supone ha incidido en la campaña e influirá en la nueva administración Trump — , “el Departamento de Defensa es una institución en graves problemas”. Habrá que ver si esto ocurre y si no se abre ahí una Caja de Pandora en materia de los vínculos cívico-militares.

En breve, la segunda presidencia de Donald Trump pareciera preanunciar que su relación con los militares será un asunto delicado por la propensión ya conocida del mandatario de politizar a las fuerzas armadas y de su disposición monárquica a reinar más que a gobernar republicanamente. La crisis de la democracia en Estados Unidos no se superó con la elección de 2024; quizás se ha ahondado con un final imprevisible; tanto como lo es la personalidad del mismo Trump.

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