La fotografía de la Argentina de hoy nos presenta un retrato crudo y dramático de nuestra realidad. Varios indicadores revelan, en lo que respecta a la productividad y a los ingresos de la población, el persistente estancamiento económico, los altos niveles de empobrecimiento y la creciente desigualdad. El producto bruto interno per cápita no recuperó el volumen que tenía en términos absolutos hace doce años, en 2011. Un dato es categórico: el país no experimentaba un período tan prolongado sin crecimiento sostenido desde el período 1975-1989, cuando se totalizaron catorce años de caída promedio del ingreso per cápita.
Los “años dorados” quedaron muy lejos en la línea de tiempo. Sólo entre 1960 y 1975, el PBI per cápita argentino logró tasas de crecimiento ininterrumpidas del 2% anual. Según el Banco Mundial, el PBI de la Argentina en 1966 era el noveno a nivel mundial, en 1999 estaba en el puesto 16, y en 2019 —último año sin pandemia— fue en el 27. En consecuencia, antes de considerar el posible desarrollo económico del país, resulta imperativo centrarse en cómo lograr una reversión de esta situación. Sin duda, es importante pensar en clave de desarrollo, pero antes de ello hay que alcanzar y sostener un fuerte crecimiento económico con justicia social y sostenibilidad ambiental.
En lo que respecta a la pobreza, si bien experimentó fluctuaciones significativas, hoy se encuentra en niveles extraordinariamente elevados. Aunque hubo metodologías distintas para medirla, en la década de los setenta, la pobreza promedio se situó en un 5.7%, y se cuadriplicó al llegar al 19.6% en la de los ochenta. Medida con la vara actual, la pobreza tuvo su pico en octubre de 2001, cuando alcanzó el 46%, y llegó al 66% en octubre de 2002.
En la segunda década de este siglo, la pobreza bajó y el promedio se mantuvo en torno al 29.3%. Alcanzó el 31% en 2016, llegó a su punto máximo del 42% en 2020 durante la pandemia, descendió luego a un 36.5% en 2022 y aumentó al 40.1% este año. Hoy casi 12 millones de ciudadanos están debajo de la línea de la pobreza.
La desigualdad, en tanto, se manifiesta en diversos indicadores. El porcentaje de la población que puede ahorrar disminuyó, pasando del 15.9% en 2011 al 9.6% en 2022. Si examinamos la evolución de la desigualdad en las condiciones de vida en el Área Metropolitana de Buenos Aires entre 2010 y 2022, se observa un marcado deterioro en los estratos residenciales bajos a partir de 2014, lo que amplió las brechas de desigualdad en comparación con los estratos medios y medios altos.
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En suma, la fotografía instantánea de este momento es profundamente inquietante. La película, en tanto, permite observar la secuencia dinámica y encadenada de un país que declina. Al cabo de dos décadas, la Argentina del siglo XXI es menos próspera, más pobre, más desigual y más fragmentada, en lo interno, y más débil, marginal y vulnerable en lo externo, en comparación con la Argentina de los 40, 50 y 60 del siglo pasado.
Sin embargo, si dirigimos nuestra atención hacia lo que nos muestra el parabrisas en lugar de enfocarnos en el espejo retrovisor, podremos contemplar un horizonte menos abrumador. Al proyectar Argentina en el año 2030, es posible vislumbrar, de manera eventual, potencial, e hipotética, un escenario notablemente diferente. Esto se debe a las oportunidades y fortalezas que el país posee.
Mencionamos algunos ejemplos. Junto con los yacimientos de petróleo y gas convencional, nuestro territorio cuenta con las segundas mayores reservas mundiales de gas no convencional. En relación a los recursos renovables y la transición energética, Argentina presenta condiciones muy favorables para la energía solar, eólica e hidráulica, además de la enorme disponibilidad de biomasa capaz de ser transformada en bio-productos y de las potencialidades en hidrógeno verde.
Más allá de los recursos energéticos, también existe un enorme potencial económico variado en nuestra plataforma continental que representa el 62% de la superficie del país. A su vez, el potencial geológico-minero se encuentra sub-aprovechado en relación con otros países, como Chile o Perú. En el litio existe un despegue valioso, pero el cobre puede ser la mayor apuesta a largo plazo. Además, el sector agropecuario es clave para el despegue el país, teniendo en cuenta sus posibilidades de innovación, reconversión y diversificación productiva, así como su impacto en cadenas de valor locales y regionales.
Con “potencial de futuro” no solo nos referimos a las oportunidades tradicionales, como la energía, la agricultura y los minerales, sino también a las capacidades en ámbitos como son la economía del conocimiento, la biotecnología, la nanotecnología, las industrias relacionadas con la tecnología satelital, nuclear y espacial y otras áreas que podrían ser de vital importancia en tiempos de la “cuarta revolución industrial”. Tanto en cuanto a las materias primas como en el terreno industrial, productivo y tecnológico, Argentina alberga un conjunto de atributos relevantes para la política interna y la política internacional. Las ventajas estáticas del país deben movilizarse para convertirse en fuentes efectivas de poder.
Un momento clave
Pero, y más allá del tiempo futuro, lo esencial es preguntarse qué acciones deben emprenderse en el tiempo presente. En esta coyuntura crítica, al plantearnos este interrogante, debemos considerar cómo aprovechar la oportunidad que se avecina y que no debemos desperdiciar. Quizás la respuesta resida en la construcción de los pilares de una convergencia amplia y plural. Evitando el uso de términos como “política de Estado,” podríamos enfocarnos en forjar acuerdos estratégicos e intersectoriales. Es necesario partir de la premisa de que todo no debe ser reinventado o refundado, sino que es crucial reconocer la existencia de activos y las capacidades tangibles e intangibles del país.
Estamos frente, sin duda, a la elección presidencial más trascendente de la Argentina en el siglo XXI. Con este horizonte, es esencial debatir sobre “el qué”, “el cómo” y el “para qué” de la política exterior y su entrecruzamiento con distintas políticas públicas. En ese sentido, varias medidas se vuelven imperativas.
En primer lugar, es fundamental impulsar las economías regionales y las pequeñas y medianas empresas para una articulación más densa y variada con los países vecinos y del resto del mundo. Una política exterior es la que mejora el bienestar y la seguridad de los ciudadanos. Una buena política exterior incrementa el poder, la riqueza y la autonomía de un país.
En segundo lugar, debemos adoptar una estrategia de inserción internacional sensata y fecunda. En breve, en el frente internacional necesitamos una diplomacia de la modestia centrada en temas concretos. En esta etapa, se imponen diagnósticos realistas y rigurosos del mundo, objetivos razonables y conductas prudentes. En tiempos difíciles muy especialmente, no debe haber lugar para el exhibicionismo y la grandilocuencia, y mucho menos dividir el mundo en “buenos” y “malos”: es hora de un mix de pragmatismo juicioso y principismo vigoroso. En consecuencia, el enfoque y el estilo de liderazgo, así como los programas a implementar y posturas a desplegar, adquieren una relevancia enorme. Reforzar la Cancillería y las diferentes áreas internacionales de los ministerios con los mejores talentos de nuestros jóvenes y coordinar más la política exterior y de defensa son condiciones sine qua non.
Al conjunto de causas sociológicas, económicas e institucionales que usualmente se mencionan como explicaciones de nuestro declive, habría que añadir una psicológica: el “síndrome del narcisista frustrado” que, más temprano que tarde, provoca una autoestima deficiente y un ímpetu autodestructivo. Una nación que políticos, empresarios, comunicadores, figuras públicas, e intelectuales consideran como un país de fracasados es prácticamente un país sin destino y condenado a reforzar la condición de narcisismo frustrado. Una base mínima para el logro de acuerdos estratégicos es que la dirigencia coincida en una valoración ponderada del país, reconociendo las oportunidades del futuro y la necesidad del empeño conjunto. Reconstruir poder, adentro y afuera, requiere esfuerzo, moderación, tiempo y paciencia.
En suma, hay razones urgentes para que el debate presidencial en esta instancia de ballotage tenga un segmento relevante—a diferencia de la primera vuelta—respecto a la inserción internacional del país. Ello, hoy más que nunca, implica “des-parroquializar” la discusión pública al respecto y entender que lo que está en juego no es una apuesta de corto plazo, sino decisiones de efectos notables de mediano y largo alcance. Debemos, en consecuencia, plantearnos preguntas fundamentales con la expectativa de alcanzar acuerdos vinculantes. No es el tiempo de coaliciones electorales con un solo propósito de lograr la presidencia; es esencial ir forjando coaliciones de gobernanza. En tiempos recientes, conocimos distintas experiencias políticas que no apreciaron el valor de los acuerdos: persistir en esa dinámica es el camino seguro a la inviabilidad nacional.
El ganador de la segunda vuelta tendrá, a partir del 10 de diciembre, un mandato de cuatro años, durante los cuales podrá optar entre continuar administrando el declive del país o tejer compromisos genuinos y viables que reviertan un declinar cada vez más oneroso para las mayorías. En resumen, la Argentina debe recuperar el crecimiento económico sostenido tras años de estancamiento prolongado y sentar los incentivos para configurar una inserción fecunda en el mundo y en la región acorde a los desafíos actuales.
Por Bernabé Malacalza y Juan Gabriel Tokatlian