No creo que sea exagerado afirmar que Colombia fue, por una combinación compleja y dinámica de factores externos e internos, el más violento y fracasado laboratorio mundial de la cruzada contra las drogas ilícitas; una cruzada que jamás fue una metáfora para el país.

En esa dirección, el lugar otorgado por el presidente Gustavo Petro a las drogas en su agenda interna e internacional es, por todo lo dicho hasta ahora, muy congruente. Ha invocado la urgencia de abandonar la ‘guerra contra las drogas’, ha impugnado el prohibicionismo y ha llamado a reorientar las políticas públicas en la materia.

Con justificada razón, pues en esencia el mundo (y no solo Estados Unidos) es prohibicionista, ha recurrido a la idea de regularlas como modo de afrontar el desafío generado por las drogas en Colombia y en el exterior. Su enfoque es razonable y merece destacarse.

(En contexto: En enero no se erradicó ni una sola hectárea de coca en Colombia: ¿por qué?)

A primera vista, quienes por años hemos criticado con abundante evidencia la prohibición y hemos exhortado a favor de políticas alternativas —llámese ‘reducción de daños’, ‘despenalización amplia’, ‘regulación modulada’, etc.— observamos que lo anunciado por Petro es un gran paso adelante.

Sin embargo, a mi entender es insuficiente y potencialmente infecundo. Más aún, me atrevo a conjeturar que la ‘paz total’ será improbable sin una legalización plena de las drogas, de todas, así como de su cadena de producción.

Durante lustros, Colombia ha llevado a cabo varios procesos de paz, con diferentes grupos armados, que han tenido dos elementos implícitos en común.

Primero, la idea de que la desactivación de las fuentes de violencia política permitiría la erradicación de las drogas y la consecuente superación, así no fuese inmediata, de las formas delictivas criminales vinculadas al negocio de los narcóticos. Segundo, la idea de que los posconflictos alentarían una presencia efectiva, recursiva y superadora del Estado en los territorios rurales y urbanos afectados doblemente por la contienda armada y el florecimiento de la criminalidad.

Desde el acuerdo con el M-19 en 1990, pasando por la negociación con los paramilitares en 2002 y terminando con el pacto con las Farc de 2016, ninguno de los dos supuestos se ha hecho realidad.

Dicho sea de paso, Washington nunca obstaculizó esos u otros compromisos, lo que lleva a pensar que Estados Unidos, sus tomadores de decisión y su burocracia aceptaron o toleraron esos dos supuestos.

Sin embargo, el Estado social de derecho ha llegado de manera dispar a los departamentos y regiones más afectadas por la violencia, el negocio de las drogas no se alteró de modo significativo y la violencia política, criminal, institucional y femicida no aflojó de forma decisiva. Y, ante cada frustración, la Casa Blanca reclamó más medidas coercitivas a la espera de que la ‘guerra contra las drogas’, por fin, lograra ser exitosa.

Es bueno recordar que las demandas punitivas de Estados Unidos siempre estuvieron acompañadas de asistencia: según el Washington Office on Latin America, solo entre 2000 y 2022 el monto otorgado a Colombia fue de 13.200 millones de dólares; 66 por ciento de ayuda militar y policial y 34 por ciento de apoyo económico e institucional.

Mientras tanto, la Oficina de las Naciones Unidas contra el Delito y las Drogas informó en octubre de 2022 que el cultivo de coca llegó a niveles históricos en el país con 204.000 hectáreas en 2021.

Colombia en un laberinto

La ‘paz total’ será difícil de concretarse si se continúa operando bajo esta lógica y con esos supuestos. También lo será si el gobierno del presidente Petro espera un guiño oficial estadounidense a una estrategia audaz como sería la legalización plena.

Hoy es difícil encontrar en Estados Unidos una figura muy influyente como lo fue el magnate John D. Rockefeller, quien, en 1932 —un año antes de que la enmienda que estableció la prohibición del alcohol fuese derogada— manifestó que apoyó aquella enmienda de 1919, pero que había entendido que los resultados esperados jamás se lograron: “Al contrario, el consumo de alcohol se ha incrementado… una legión de criminales han aparecido… el respeto a la ley ha decaído y el crimen ha crecido a un nivel jamás visto antes”.

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En Estados Unidos, como en otras latitudes, aún prevalece una kulturkampf contra las drogas, así se esté llegando a casos horrorosos como es el consumo de la tranq dope, en la que se combinan sedantes para animales con fentanilo, produciendo efectos tan severos que derivan en amputaciones.

En parte es por este tipo de tragedias que hay fuerzas sociales, think tanks, legisladores, especialistas, comunicadores, ONG y personalidades que abogan activamente por un cambio de política frente a los narcóticos. En ese contexto, entonces, no sorprende el editorial de The Economist del 12 de octubre de 2022, que hace un llamado a que el presidente Joe Biden no sea “tímido”, pues es el momento “de legalizar la cocaína”.

Asimismo, no habría que esperar un acompañamiento de ámbitos como la Junta Internacional de Fiscalización de Drogas. Cuando Uruguay optó por legalizar la marihuana, el presidente de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (Jife) acusó a ese país de tener una actitud “de piratas”, término que no ha usado con países desarrollados. Su condición autoasignada de “guardiana” de los tratados internacionales en la materia se ha visto crecientemente cuestionada debido a una sostenida pérdida de credibilidad: nada modificará, en el corto plazo, esa idea de paladín prohibicionista.

Por ello, no se trata de apelar solo a gobiernos respecto a la legalización: es vital el rol de la sociedad civil internacional y de organizaciones antiprohibicionistas ya que no solo factores ideológicos, sino también religiosos, inciden en las posiciones frente a las iniciativas para legalizar las drogas. Una amplia coalición de vulnerables (familias, comunidades, jóvenes, mujeres, minorías, etc.) frente a los efectos deletéreos de la prohibición es, cada día, más urgente. En breve, sumar aliados estatales y no gubernamentales no será fácil. Pero no intentarlo es prolongar una tragedia sine die. La historiadora y experta en el tema Kathleen Frydt, en una nota de abril de 2019 afirmó que “en 50 años la guerra contra las drogas será considerada algo inconcebible”. Es posible, pero el laberinto en que está Colombia en materia del vínculo paz-drogas es presente e ineludible.

(Además: EE. UU. ya tiene evidencia de pagos de narcos para obtener cupo en la paz total)

Sobre la legalización

El daño de la prohibición ha sido demostrado por innumerables investigaciones, documentos, tesis, informes; lo que resta es interrogarse sobre cómo superarla. Un conjunto de prejuicios, miedos, inercias, hábitos y desconocimientos facilitaron el rechazo a alternativas a la lógica de la ‘guerra contra las drogas’.

Ha habido avances en algunos casos, como el aumento de iniciativas a favor de la descriminalización y la despenalización, y la decisión de legalizar la marihuana. El esbozo de una política de legalización plena de todas las sustancias psicoactivas declaradas ilícitas y de la cadena de producción es, por ahora, muy incipiente.

A mi entender, y en especial para Colombia, concebir tal política exige precisar un propósito central. Con un horizonte de largo plazo, el objetivo debe ser el tránsito de la ilegalidad extendida a la legalidad integral: esto no es tarea de un solo gobierno y únicamente del Estado; esa delicada travesía será transitable y la meta eventualmente alcanzable luego de sucesivas administraciones y con una activa participación de la sociedad.

Por lo general, la legalización de las drogas ha sido objeto de atención y de estudio de acuerdo con las realidades propias de los polos de mayor demanda, y han sido más usuales los trabajos sobre cómo legalizar el uso de aquellas ante situaciones de crisis internas.

Así, el acento se ha ubicado más en la salud pública que en la seguridad nacional. En el caso colombiano, el fenómeno de las drogas trasciende las dimensiones de salud y seguridad: se trata de un asunto de supervivencia. De allí que hay que concebir la legalización como una cuestión estratégica para la viabilidad del país. Por lo tanto, el diseño de una política en la materia debe partir de la existencia de múltiples asuntos en el tema de las drogas. La complejidad de la situación de Colombia no se resuelve comparando modelos como la legalización del alcohol y su presunta aplicabilidad.

Adicionalmente, una alternativa a la prohibición debe sustentarse en razones tanto prácticas como morales. Explicitar los motivos éticos y empíricos para validar la decisión de legalizar resulta fundamental. Los prohibicionistas no poseen una moralidad y cientificidad superior a quienes los impugnan: por ello, las fuerzas prolegalización deben justificar de modo preciso los valores y propuestas que enuncian.

Y a diferencia de los impulsores de la prohibición, las voces a favor de legalizar debieran contemplar los riesgos potenciales —que existirán— y los efectos imprevistos —que también se producirán— para así elaborar una política abierta a la deliberación y a la rectificación.

Explorar opciones es clave. Más recientemente se ha presentado un proyecto de ley en Perú para regular el cultivo, producción, comercialización e industrialización de la hoja de coca y para la tenencia, así como en Colombia para que el Estado asuma un papel clave en la legalización de la coca.

En algunos países, la cocaína ya es legal para ciertos usos medicinales y también ha sido descriminalizada en pequeñas dosis. A lo largo del tiempo han surgido planteos para establecer, entre otras, clínicas que permitan, en situaciones de disponibilidad controlada, el uso de sustancias psicoactivas, así como mecanismos de licencias de venta al por menor de ciertas drogas, etc. En breve, existen varias ideas e iniciativas.

Una propuesta

Es vital entender que entrelazar simultáneamente ‘paz total’ y legalización plena es y será una decisión trascendente que no producirá apoyos inmediatos de algunos países poderosos, de importantes actores sociales y de la mayoría de los uniformados: habrá quizás, al inicio, muchos más detractores que alentadores. Habrá que tener paciencia estratégica.

En este contexto, creo que el Presidente podría convocar a un grupo de trabajo especial para estudiar en profundidad y presentar a la ciudadanía una política de legalización plena. Lo fundamental será elaborar y ejecutar una propuesta realizable y que acompañe, de entrada, a la iniciativa de ‘paz total’. Pero que, además, se convierta en un espacio de seguimiento de las políticas aplicadas para no repetir las falacias, errores y tragedias del pasado. Como afirmó Bertolt Brecht en 1951, en su carta abierta a los artistas y escritores alemanes: “La gran Cartago libró tres guerras. Aún era poderosa después de la primera, aún era habitable después de la segunda. Ya no pudo ser hallada después de la tercera”.

 

https://www.eltiempo.com/justicia/tokatlian-analiza-la-violencia-y-el-prohibicionismo-de-drogas-en-colombia-744167