Existe un amplio consenso internacional sobre el ocaso de la Posguerra Fría. El “nuevo orden” enunciado desde EE.UU. a principios de la década de los ‘90, con sus ambiciosas promesas de estabilidad, justicia y equidad, estuvo atravesado por múltiples crisis, impugnaciones, conflictos y fracasos.
Occidente ha sido un protagonista principal del incumplimiento de esa promesa. Para una parte importante del mundo, ese corto ciclo fue traumático y rapaz, como lo muestran las guerras contra el terrorismo, contra las drogas y contra los migrantes. Si el inicio del ciclo comenzó con el colapso de la URSS, su clausura se concretó con la invasión de Rusia a Ucrania. Por esto, acierta la Estrategia Nacional de Seguridad estadounidense de octubre pasado al afirmar que “la era de la Posguerra Fría definitivamente ha terminado”.
Sin embargo, una primera cuestión a dilucidar es si EE.UU. ha modificado su gran estrategia. La década de los noventa fue intensa en términos de debates y alternativas de política exterior y de defensa, pero con un principio orientador: la aspiración de promover una convergencia económica y política internacional en condiciones de unipolaridad.
Los atentados del 11 de septiembre de 2001 facilitaron una definición terminante: EE.UU. desplegaría una estrategia de primacía que significa que no se tolera la existencia de un poder de igual talla; sea ese un socio (Europa), un ex enemigo resurgente (Rusia) o un contrincante en ascenso (China). George W. Bush implementó una primacía agresiva sustentada en la fuerza y el unilateralismo.
Barack Obama ensayó una primacía calibrada con cierto tacto diplomático y consulta con los aliados próximos. Donald Trump ejerció una primacía ofuscada, despreciando el multilateralismo y maltratando a cercanos y oponentes por igual. Joe Biden no abandonó la primacía, la dosificó, procurando más contra-partes para cercar a China y fortaleciendo la proyección militar.
Los matices existentes entre las cuatro administraciones no implican que la pretensión de preponderancia global haya cedido. Pero el gradual debilitamiento estadounidense afectó los pilares domésticos y materiales de una gran estrategia inmoderada, lo que refleja una doble brecha entre medios y fines y entre el sentido de superioridad nacional y la realidad mundial.
En ese contexto, una segunda cuestión a elucidar es si EE.UU. está dispuesto a adaptarse a un mundo transformado y cambiante.
Hay factores y fuerzas que parecen impedirlo. La presunción de poseer un destino manifiesto y un liderazgo incontestable, las inercias burocráticas, tanto de civiles como de militares, los consabidos mapas cognitivos de amigo-enemigo de los tomadores de decisión, la persistencia de intereses creados de sectores poderosos, la aversión a ajustar el American way of life y la fuerte polarización política interna, entre otros, dificultan la acomodación internacional de Washington.
Paralelamente, lo que se conoce como restraint (auto-limitación) es una concepción alternativa que ha intentado desafiar, sin éxito, a la primacía. La restraint apunta a la moderación, a evitar la arrogancia, a aceptar la contingencia, a reivindicar el pragmatismo por sobre la ideologización, a rehuir cruzadas como la confrontación democracia vs. autocracia, a impugnar la lógica de las guerras perpetuas, a elevar el bienestar ciudadano en lo interno y a advertir el alcance de los retos globales que Estados Unidos comparte con China.
No se trata de una invocación ingenua al aislacionismo, sino de la conformación de una gran estrategia acorde con lo realmente existente dentro y fuera de EE.UU. El centro de gravedad mundial está mutando hacia Oriente y los tres siglos de predominio de Occidente (de sus valores, creencias, intereses y reglas) está experimentando, paulatinamente, su crepúsculo.
Hoy, internacionalistas, personalidades y comentaristas están retomado el concepto de “policrisis” que, a finales de los ‘90, acuñaron Edgar Morin y Anne Brigitte Kern. La policrisis es un tipo de crisis en la que se entrelazan y refuerzan problemas vitales y amenazas sistémicas que pueden ser catastróficos para la humanidad.
Así, estaríamos asistiendo a una agregación de riesgos potencialmente descontrolados. Bajo ese cuadro sería indispensable actuar con un criterio global y no simplemente nacional para, de ser posible, revertir el estado de degradación planetaria y el enorme malestar social. De allí la duda sobre si EE.UU. está dispuesto a acomodarse al estado actual del mundo.
En distintos ámbitos se observa una reafirmación soberanista, la centralidad de la defensa y la preeminencia de la política local. En materia comercial, en particular ante el auge chino, prima un proteccionismo creciente y un esquema de desacople de Washington respecto a Beijing cuyas consecuencias son impredecibles.
En materia ambiental, la nueva ley de Reducción de la inflación, entre otras medidas, podría tener efectos proteccionistas y estimular retaliaciones; incluso de socios cercanos. Es bueno recordar que, según el índice de Performance en Cambio Climático de 2022, EE.UU. se ubicó en el puesto 55, entre 64 países. En materia militar, Washington acaba de aprobar el más grande presupuesto de su historia: US$ 858.000 millones de dólares.
En síntesis, en el inicio de 2023 Estados Unidos no muestra señales de adaptarse a un mundo con más difusión de poder, mayor diversidad cultural, pluralidad de creencias y con nuevos retos. Su resistencia al ajuste y al cambio es tenaz.
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