La cuestión de la autonomía en política exterior ha sido el principal tema de reflexión y estudio para internacionalistas de América Latina; en especial en el Cono Sur. En un sistema global estratificado en el que la región ha estado en una condición de fuerte asimetría medida por un amplio conjunto de indicadores de poder e influencia, desde el inicio de la Guerra Fría hasta el presente superar la subordinación ha sido prioritario para un buen número de gobiernos.
La autonomía ha sido abordada de acuerdo con los supuestos externos, sus fuentes domésticas y los objetivos y los medios.
En materia de supuestos, prevalecieron tres.
Primero, la identificación de coyunturas (entre otros, las fases de coexistencia pacífica entre EE.UU. y la URSS; el surgimiento del Movimiento No Alineado, las experiencias de concertación regional como el Consenso Latinoamericano de Viña del Mar; el fin de la Guerra Fría; la atención de Washington en otras geografías después de los atentados del 11/9; el boom de los commodities al inicio del siglo XXI) propicias para un ejercicio autonómico.
Segundo, la comprensión de que, en un mundo de restricciones y oportunidades, maximizar algunas de las oportunidades era factible si se contaba con los recursos y la voluntad política.
Tercero, la autonomía estuvo referida a un “otro”, esto es, a Estados Unidos; y, en general, en clave de oposición o contradicción.
En cuanto a las fuentes internas, la autonomía original se concibió bajo un patrón de desarrollo determinado: la fase del auge de la industrialización por sustitución de importaciones con una importante intervención estatal y tasas de crecimiento bastante sostenidas. A ello se sumó la desagregación de la base institucional, ideal y social de la autonomía.
Así, el acento en los atributos diplomáticos de la Cancillería en el manejo de la política exterior; el énfasis en una élite dispuesta a un ejercicio autonómico, no exento de riesgos; un predominio de creencias próximas al nacionalismo/desarrollismo; el soporte de una sociedad con grados variables de cohesión y la presencia de cierta auto-estima nacional.
Los objetivos resaltados fueron: incrementar los márgenes de maniobra y la capacidad negociadora; aumentar las vinculaciones con pares de la periferia para incidir en la agenda mundial; restringir la arbitrariedad de los actores más poderosos; y modificar el estatus internacional de cada país (y de la región concomitantemente).
En ese sentido, los medios claves han sido: la diversificación de vínculos globales; la promoción del regionalismo (mediante la integración económica y la concertación política); el recurso al derecho en el plano interamericano e internacional; el compromiso con los foros y regímenes mundiales; y el despliegue de modalidades de soft power.
En ese contexto, ¿cuál es la vigencia de esa autonomía? Creo que es oportuno repensarla. Las transformaciones mundiales, regionales y nacionales han sido colosales. Indico algunas, de acuerdo con las dimensiones mencionadas. En materia de supuestos sobresalen tanto una estructura de polaridades en mutación como una rivalidad entre EE.UU. y China que agudizan la pugnacidad internacional en gran medida debido al declive relativo estadounidense.
A su vez, se acrecientan las restricciones y se acotan las oportunidades; en especial para regiones como Latinoamérica que han ido perdiendo gravitación mundial. Por último, la autonomía hoy no puede ser concebida en cuanto a un solo “otro”, Estados Unidos, sino que requiere conceptualizarse también respecto a otro “otro”, China, y eludir frente a ambos el antagonismo o el distanciamiento, procurando una diplomacia de equidistancia en el marco de diversas opciones estratégicas tales como el hedging, entre otras. Lo internacional requiere un diagnóstico más fino.
En cuanto a las fuentes, se han erosionado la diversificación productiva y el papel rector del Estado; la capacidad científico-tecnológica endógena es baja; las tasas de crecimiento son insuficientes; las Cancillerías han cedido espacio a otros ministerios como el de Defensa y el de Economía en el manejo de los asuntos externos; el ethos desarrollista ha perdido fuerza; han crecido las fricciones entre las capas dirigentes dificultado la preferencia por alternativas autonomistas; las sociedades están muy fragmentadas y se ha debilitado la auto-estima.
Lo anterior exige indagar más sobre las bases domésticas de la autonomía. Respecto a los objetivos siguen siendo orientadores, pero demandan un nivel de planeación y coordinación que trasciende lo nacional, lo cual implicaría la configuración de mapas de ruta convergentes en lo sub-regional o regional tal como parece estar sucediendo en otras latitudes.
Los obstáculos evidentes se localizan en los medios: la diversificación no se puede limitar solo a elevar el intercambio con China; el regionalismo está marcado por un alto grado de fractura con efectos desintegradores y desconcertadores; el derecho internacional sufre un claro deterioro; varios foros y regímenes mundiales están en crisis; y el ejercicio de modalidades de soft power se ve condicionado por dinámicas internas y fuerzas externas. Este vaciamiento de medios es inquietante.
Sintéticamente, la aspiración a la autonomía pervive en Latinoamérica. Y por ello mismo, es el momento de evaluar y precisar su naturaleza, significado, sustento, viabilidad y alcance.
https://www.clarin.com/opinion/autonomia-politica-exterior_0_eEDqTAwVU2.html