La IX Cumbre de las Américas (que tiene lugar en Los Ángeles entre el 6 y el 10 de junio) comenzó con dudas sobre la participación de varios jefes de Estado, ausencias significativas y exclusiones. Junto con la coyuntura, hay razones más profundas del clima de apatía que prima en el cónclave. Una comparación entre las dos Cumbres de las Américas que tuvieron como anfitrión a Estados Unidos puede darnos una mejor idea de cuánto cambiaron el mundo, Washington y América Latina.

La I Cumbre de las Américas de 1994, realizada en Miami durante la administración de Bill Clinton, tuvo un encuadre singular. Estados Unidos en particular y Occidente en general eran los triunfadores de la Guerra Fría. Washington era el primus inter pares y tenía una notable oportunidad de moldear lo que para entonces -y a falta de mejor nombre- se llamó la Posguerra Fría. La Unión Soviética había sufrido una implosión y Rusia era una potencia menguante que disponía de un enorme arsenal nuclear pero que tenía una base material descalabrada y una proyección de poder muy menguada. China era, en esos años, un país ascendente, pero aún no se había constituido en una gran potencia regional ni en una superpotencia de alcance global. Y Europa optaba por ampliar la Unión Europea en lugar de profundizar su experiencia unificadora. 

América Latina dejaba atrás los golpes de Estado y se afianzaba la transición democrática de modo gradual pero promisorio. El mundo pregonaba los «dividendos de la paz» una vez terminada la confrontación entre Estados Unidos y la Unión Soviética, Washington parecía depositar alguna atención en América Latina y la región compartía una cierta homogeneidad con gobiernos más inclinados a procurar relaciones estrechas con la Casa Blanca. Se puede decir -por supuesto, con algo de exageración- que había una relativa comunidad de intereses y valores en el sistema interamericano.

Aquella primera cita continental hay que localizarla, además, en la grand strategy de Washington en ese contexto histórico. La gran estrategia, denominada «Compromiso más Ampliación» (Engagement plus Enlargement), consistía en que Estados Unidos no se replegaría como lo había hecho después de la Primera Guerra Mundial y que tenía la voluntad, la capacidad y la oportunidad de reconfigurar de modo decisivo el sistema internacional (el componente de engagement), al tiempo que procuraría propagar la economía de mercado y el pluralismo político (el componente de enlargement). Respecto a este último componente, la política de Estados Unidos se sirvió del Consenso de Washington de 1989 para dar impulso a las políticas de liberalización y desregulación económica, por un lado, y de reducción del Estado, por el otro. En ese marco, un eje central era el comercio, tema que se convirtió en el foco principal de la I Cumbre de las Américas con la aspiración de alcanzar un Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) para 2005.

Camino al cónclave en Miami, Estados Unidos desplegó un conjunto de consultas previas, así como reuniones preparatorias. América Latina, entonces a través del llamado Grupo de Río (compuesto por la sumatoria del Grupo de Contadora, el Grupo de Apoyo a Contadora, la Comunidad del Caribe [Caricom] y el Sistema de la Integración Centroamericana [SICA]), realizó encuentros de cara a la cumbre con el fin de hacer aportes que reflejaran las necesidades de la región. Desde el punto de vista burocrático, fue relevante el rol del subsecretario de Asuntos Hemisféricos del Departamento de Estado, Alexander Watson. Conocía la región -había tenido destinos diplomáticos en Bolivia, Brasil, Chile y Perú- y manejaba tanto el español como el portugués. 

Dada la notable asimetría de poder y en virtud del consentimiento de una gran parte de América Latina y el Caribe, Washington logró un acuerdo respecto de la centralidad del ALCA como objetivo clave en la década por venir. Adicionalmente, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y la Organización de Estados Americanos (OEA) pasarían a jugar un papel clave en la instrumentación de los diversos compromisos temáticos alcanzados. Para la época, una figura prestigiosa como Enrique Iglesias presidía el BID y el ex-presidente de Colombia, César Gaviria, llegaba a la Secretaría de la OEA con una agenda de modernización institucional. 

Pero ese estado de sugestiva coincidencia entre Estados Unidos y América Latina no iba a extenderse por mucho tiempo. Distintas realidades internacionales (como los atentados del 11 de septiembre de 2001 y el inicio de la «guerra contra el terrorismo», el progresivo auge de China, el comienzo de un estancamiento secular de las economías de Occidente y el aumento del proteccionismo estadounidense) y regionales (como los crecientes costos sociales y económicos de las reformas de la década de 1990 y la llegada al poder de distintos tipos de gobiernos progresistas) fueron generando condiciones que hicieron inviable la concreción del ALCA en 2005.

En 2022, 28 años después del primer encuentro continental, Estados Unidos realiza la IX Cumbre de las Américas en Los Ángeles. Aún es un misterio por qué el gobierno de Donald Trump solicitó, en la VIII Cumbre de 2018 reunida en Lima y a la cual el mandatario estadounidense no asistió, ser sede de la siguiente cita. La mezcla de desdén, destrato y desprecio que mostró su administración hacia América Latina solo puede llevar a una conjetura: de haber sido reelecto presidente, este cónclave habría sido un ejercicio para disciplinar la región y avanzar en su proyecto reaccionario con el acompañamiento de algunos mandatarios del área. En todo caso, le cupo al presidente demócrata Joe Biden llevar a cabo la cumbre. No sin obstáculos.

Para comenzar, estuvo el problema de la pandemia que obligó a modificar la fecha. El telón de fondo lo han dado los 18 meses de la política latinoamericana del gobierno demócrata. En breve, hasta el momento la gestión hacia la región ha tenido más continuidad que cambio, una suerte de «trumpismo soft». Casi ninguna de sus promesas, por ejemplo, en materia de migración y de recursos significativos para América Central, se han cumplido. Las sanciones a países como Venezuela y Cuba no han sido reconsideradas. Al igual que desde hace décadas, el lugar del Comando Sur en los vínculos interamericanos parece predominar por sobre el del Departamento de Estado. Poco ha variado también la estrategia internacional de Washington en materia de drogas ilícitas.

Ahora bien, en esencia, esta cumbre tiene un encuadre muy distinto de la de 1994. El debilitamiento internacional de Washington es notorio, al tiempo que Estados Unidos tiene su propia «casa en desorden»; la consolidación del ascenso de China es ya un hecho; el resurgimiento agresivo de la geopolítica es evidente después de la invasión rusa de Ucrania; el Sur global propugna transformaciones más urgentes con una voz más audible que la que tuvo al principio del siglo XXI; la situación ambiental es muy delicada; y la agenda global exige un grado de gobernabilidad que ningún país puede imponer o manejar de manera individual. 

Respecto de América Latina, se han hecho patentes dos cuestiones claves. Por una parte, el alto nivel de fragmentación, a punto tal que se ha tornado improbable converger en temas vitales para la región. Esto torna a la región en un actor cada vez menos gravitante en el escenario mundial. Por otra parte, y más allá de los gobiernos de turno en uno u otro país -y muy especialmente en América del Sur-, no hay administraciones que busquen reducir o revertir los lazos, particularmente económicos, con China, lo que implica que no hay actores domésticos dispuestos a vetar la relación con Beijing que tanto inquieta a Washington. 

A su vez, la IX Cumbre en Los Ángeles se inserta en la gran estrategia de Estados Unidos después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, que pretende la primacía (primacy): Washington no acepta ni tolera la existencia de una potencia de igual talla. Con George W. Bush esa primacía fue agresiva, bajo Barack Obama fue recalibrada y bajo Donald Trump fue ofuscada; con Joe Biden asistimos a una primacía deteriorada, tanto por razones internas como externas. La IX Cumbre refleja esta nueva condición de la grand strategy de Washington. Estados Unidos vive hoy un franco disenso bipartidista en política exterior, posee menos recursos en términos de inversión privada y asistencia oficial al desarrollo para asegurar su influencia en América Latina, y enfrenta a una China que no promueve hasta ahora una ideología alternativa, pero que dispone de recursos materiales (inversiones, comercio, ayuda) para respaldar y aumentar su proyección en la región.

En ese marco de referencia, es importante advertir los contrastes entre las cumbres de 1994 y 2002. Respecto de la presente cita en Los Ángeles, las consultas con los países de la región fueron casi inexistentes, al tiempo que la capacidad de América Latina para proponer una agenda compartida de cara a Washington es nula. Por supuesto que la decisión de excluir a Cuba, Nicaragua y Venezuela fue unilateral. Pero además los enviados de Washington a varias capitales remarcaban un solo mensaje: contener a China. La articulación política desde el Departamento de Estado fue pobre: entre septiembre de 2019 y septiembre de 2021 hubo tres subsecretarios de Asuntos Hemisféricos interinos, mientras que el embajador ante la OEA, Frank Mora, nominado en julio de 2021, está todavía en proceso de confirmación. Adicionalmente, las dos instituciones relevantes para hacer que los planes de acción de las cumbres se concreten están encabezadas por personas que no han contribuido a un mejoramiento de las relaciones interamericanas, más bien todo lo contrario: Mauricio Claver-Carone en el BID y Luis Almagro en la OEA. 

Ciertamente, en el primer semestre de 2022 se hizo evidente que Estados Unidos y América Latina han estado operando con dos «lógicas» distintas en cuanto a la IX Cumbre. Una serie de cuestiones de naturaleza y alcance globales, tales como la creciente competencia entre Estados Unidos y China, la guerra en Ucrania, la ampliación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), el futuro de la energía, la gravitación de los recursos estratégicos y la multiplicación de hotspots en el mundo, entre otros, ha reforzado en Estados Unidos, entre civiles y militares, demócratas y republicanos, centros académicos y think-tanks, una mirada de los asuntos mundiales signada por la lógica geopolítica: ante todo, la pugna global, la política de poder y la expansión de esferas de influencia. 

Mientras tanto, la compleja y crítica situación económica y política, la exacerbación de fuentes de inestabilidad y volatilidad, la ausencia de un modelo de desarrollo sustentable y la profundidad de la polarización a lo largo y ancho de América Latina han conducido a que prime en la región una lógica social: hacer frente a las desigualdades, recuperar el crecimiento económico y evitar estallidos ciudadanos. Esto anticipaba, más allá de las formas y las palabras, una colisión de intereses entre Washington y varios países latinoamericanos, mientras que aspectos valorativos -como la democracia- fueron profundizando miradas diferentes sobre cómo abordar y tramitar, en Estados Unidos y América Latina, el reto de su debilitamiento y eventual regresión. 

La cumbre de Los Ángeles parece dirigirse a un estancamiento en las relaciones interamericanas, lo cual podría reavivar en Estados Unidos el «síndrome de la superpotencia frustrada». El síndrome se expresa con un determinado patrón: una región -en este caso, América Latina- es considerada escasamente relevante por distintos motivos. Ello hace que sea percibida de manera simplificada, que reciba una atención intermitente de parte de los tomadores de decisión y que atraiga el interés de pocos actores domésticos en Estados Unidos. Así, las políticas burocráticas se caracterizan por la recurrencia y la invariabilidad. Ocasionalmente, surge la expectativa de una «transformación» madura y responsable en la región, madurez y responsabilidad que se entienden como consonantes con los objetivos primordiales de Washington en el área. Pero la desilusión vuelve a emerger: países turbulentos, mandatarios díscolos, políticas inconsistentes y retos inesperados conducen primero a la sorpresa y después el desengaño. Sin embargo, nada de ello lleva a alterar la estrategia. En realidad, la superpotencia no tiene la voluntad y disposición para repensar y reorientar las relaciones con la región. Así, de facto, empieza un nuevo ciclo que preanuncia otra frustración futura.

 

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