Hace unos meses, desde esta columna describimos las tensiones que atravesaba nuestro continente. Conflictos preexistentes al virus, pero catalizados por éste al sincerar las profundas desigualdades acumuladas y la exigencia de un rol estatal potente para asegurar la provisión de bienes esenciales.
También enunciamos que las élites oligárquicas no vacilarían en producir rupturas en el estado de derecho si advertían que el orden vigente no les permitía conducir los destinos de sus países para preservar sus intereses en un mundo turbulento.
Álvaro García Linera, recientemente expresó que el retorno de los movimientos nacionales, populares y progresistas, que reaparecieron con inusitada vitalidad poniendo un freno a lo que parecía una década sellada de conservadurismo, ha asumido características más moderadas que las de principios de siglo.
No obstante, el intelectual y político boliviano advirtió que el golpe propinado a las oligarquías por esta rápida recuperación las había tornado más duras en sus posiciones y acentuado sus históricos rasgos antidemocráticos.
La descripción de este escenario obliga a reflexionar que la moderación de las corrientes populares es respondida entonces por la virulencia oligárquica, llevando el conflicto a todos los planos de la vida diaria, incluido el espacio público. Consecuentemente, es difícil pensar un discurrir democrático e institucional en este marco.
En los primeros quince años del siglo XXI, el liderazgo de los Gobiernos nacionales y populares descansó en el inicio en los países del litoral atlántico suramericano (Argentina-Brasil-Venezuela), que aglutinaron voluntades para rechazar el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) en el 2005 y fundar la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) como bloque de integración continental que acumularía éxitos políticos y económicos a lo largo de una década.
Como contracara, un trío de países con costas en el océano Pacífico (Colombia-Perú-Chile) se destacaron por ser refractarios a la iniciativa UNASUR, consolidando acuerdos de libre-comercio extracontinente y promoviendo posturas políticas concordantes con la Organización de Estados Americanos (OEA), tributarias de líneas de acción impulsadas por los EE.UU.
Colombia, Perú y Chile tienen en común haber padecido largos ciclos de dictaduras y/o democracias restringidas por acuerdos superestructurales de las élites políticas, autonomizadas de las demandas populares, que impedían una vida institucional plena.
Se atribuye esta realidad a prolongados conflictos con formaciones guerrilleras en el caso de Colombia y Perú, o de haber experimentado un gobierno que intentó la transición al socialismo por una vía pacífica en el caso de Chile.
Estos hechos, que desembocaron en períodos de enfrentamiento y autoritarismo sangrientos, fueron hábilmente utilizados por la oligarquía para impedir el desarrollo de movimientos nacionales, populares y democráticos. Cualquier reclamo de masas valía el estigma del retorno a un pasado violento.
En Chile primero y ahora en Colombia se han producido sublevaciones sociales de alcance impreciso, pero que revelan la vocación de una generación de romper con el pasado de resignación a una estratificación rígida de la sociedad.
La respuesta de la oligarquía fue en ambos casos la violencia. Muertos y desaparecidos, razzias nocturnas, represión en las calles, constituyen el denominador común de la respuesta a los reclamos populares de colombianos y chilenos.
La OEA presidida por Luis Almagro organiza seminarios y hace declaraciones para preservar la intangibilidad de los jueces en la región, poder no votado y que vulnera con sus fallos la institucionalidad de los gobiernos nacionales, populares y democráticos. Fallos que persiguen a líderes populares en el marco del denominado “lawfare” y/o entorpecen las decisiones de las administraciones electas por el voto popular.
En Perú, después de años de carecer de un gobierno votado en las urnas, el socialista popular Pedro Castillo ha llegado a la segunda vuelta electoral, enfrentando a la hija del dictador Fujimori. Castillo, de origen trabajador, profesor y dirigente sindical, ha generado expectativas en los sectores más humildes. “Ha llegado la hora de los cholos” manifiestan en el pueblo. La maquinaria de estigmatización mediática, propalación de “fake news” y presión internacional operan en estas horas en Perú.
Esta reversión en los países bañados por el Pacífico impacta en todo el continente y derrama tensiones hacia el Atlántico.
En Brasil se libra la batalla decisiva. El desmonte del andamiaje represivo judicial sobre Lula hasta ahora abre un camino de recuperación popular del gigante continental. El recorrido hasta las elecciones presidenciales del 2022 es largo y los riesgos de virulencia antidemocrática están presentes en forma constante.
Es difícil imaginar que se afirmen procesos populares en Suramérica sólo sustentados en un derrotero electoral y de vigencia institucional plena. El desafío que plantea la oligarquía es precisamente de desconocimiento frontal de la democracia.
La presencia en las calles, a pesar de la pandemia, para defender la Constitución y las Instituciones va a crecer como necesidad. El acto de la coalición peronista en Ensenada es sin duda la respuesta al avasallamiento de las decisiones del Gobierno constitucional perpetrada por la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
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