Es común escuchar que las relaciones entre Estados Unidos y China hoy tienen un correlato en lo que fuera la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética en el pasado. Sin embargo, creo que esa comparación es errada desde el punto de vista conceptual y político. La perspectiva cuenta y debemos mirar el mundo desde América Latina.

Los vínculos entre Washington y Moscú se caracterizaron por una enemistad integral debido a la existencia de dos modelos antagónicos en lo social, lo económico y lo político. Los contactos culturales fueron muy limitados y los nexos materiales soviético-estadounidenses fueron exiguos: 1979 fue el año record de intercambio bilateral, alcanzado los US$ 4.500 millones de dólares.

La esencia de la competencia entre las superpotencias se medía de acuerdo a su capacidad mutua de destrucción: en 1982, cada uno de poseía aproximadamente 10.000 ovijas nucleares. Tácita o explícitamente, según los casos, compartían una visión en cuanto a sus respectivas áreas de influencia.

En Latinoamérica y Europa oriental ambos impusieron la noción de una soberanía limitada consistente en el hecho de que la decisión de modificar drásticamente la pertenencia a uno y otro bloque sería sancionada con severidad. Cada uno, a su vez, promovía un cambio de régimen en los países del entonces Tercer Mundo en concordancia con sus preferencias ideológicas.

En Occidente, Washington logró arraigar la doble idea de que Estados Unidos era el principal arquitecto del orden internacional liberal y de que la URSS era un poder revisionista cuyo objetivo primordial era arrasar con las reglas de juego imperantes.

Estados Unidos y China expresan hoy dos modalidades contrapuestas de capitalismo a pesar de que las reformas de Deng Xiaoping en 1978 apuntaban a modernizar el socialismo de un país notablemente atrasado. La relación entre Washington y Beijing se despliega en el marco de una acelerada transición de poder en el campo de las relaciones internacionales, más propia de las pugnas clásicas entre grandes potencias, aunque con rasgos distintivos: se trata de una transición de poder de Occidente a Oriente (y no el seno de Occidente), en un mundo con cuantiosos arsenales nucleares (hecho sin precedentes históricos) y con la presencia de diversos centros (estatales y no gubernamentales) con distintos atributos recursivos y de influencia. Mirar prioritariamente el equilibrio militar no contribuye a entender la dinámica de los vínculos sino-estadounidenses.

En 2019, la suma de los presupuestos de defensa de los países de la OTAN, más la de los mayores aliados de Estados Unidos en la Cuenca del Pacífico, sumó US$ 1.1 billones de dólares, mientras que el de China fue de US$ 181 mil millones de dólares. Por su parte, Washington posee 5.800 ojivas nucleares y China, 320. Beijing ha tenido y tiene una postura nuclear muy diferente de la que tuvo la URSS; China compite más material que militarmente con Estados Unidos. Sin duda es por ahí que irán las fricciones del futuro: comercio, finanzas, tecnología, etc.

La rivalidad entre los dos países es un hecho, pero lo es también la interdependencia.

El comercio bilateral alcanzó los US$ 630 mil millones de dólares en 2018, mientras las inversiones acumuladas entre 1990-2019 de China en Estados Unidos llegó a US$ 150 mil millones de dólares y las de Estados Unidos en China para el mismo período sumó US$ 284 mil millones. Y hay otras dimensiones que reflejan la intensidad de los contactos: en 2019, de los 1.095.000 estudiantes extranjeros en Estados Unidos, 369.000 provenían de China. Washington no ha abandonado su insistencia en el regime change, su afán intervencionista, ni la diplomacia coercitiva: nada de eso es la práctica china actual. Washington, con Donald Trump, se ha tornado una potencia insatisfecha e inconforme con el orden internacional liberal que contribuyó a construir, mientras Beijing parece un gestor cauto de un ordenamiento global alternativo.

Lo que la pos-pandemia revelará es si la rivalidad matizada se transforma en enemistad plena y si la interdependencia se erosiona a punto tal de que Estados Unidos y China inician un camino de un desacople recíproco como anticipo de una agudización de la disputa estratégica entre ambos.

Leer la geopolítica actual con los lentes de la Guerra Fría puede conducir a equívocos mayores. Esto no obsta para afirmar que hay un componente de la creciente disputa global entre Estados Unidos y China que no debe desconocerse en Latinoamérica.

En la medida en que se ahonde la conflictividad bilateral y se consolide el nivel de fragmentación intra-regional, los márgenes de maniobra del área serán más estrechos para manejar las relaciones hacia Washington y Beijing. La Casa Blanca, ya sea con Trump o Biden y a pesar de modales distintos, pedirá una franca adhesión a Estados Unidos, mientras Xi Jinping hará sentir en la región el ascenso cada vez más asertivo de Beijing. Sin duda el impulso a plegarse a uno u otro aflorará, a pesar que eso solo reforzará la aquiescencia y debilitará la autonomía. Hay que recordar que la lógica del “sálvese quien pueda” solo conduce a la dependencia individual y colectiva.

La paradoja es que no estamos ante la disyuntiva de estar “unidos o dominados”, sino ante la posibilidad de ser poco viables doméstica y regionalmente mientras Estados Unidos y China nos usan como espacio de lucha y subordinación.

 

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