La sociedad requiere del intercambio y no hay intercambio sin mercado. Pero el mercado no puede definir unilateralmente a la sociedad, porque el protagonista del mercado es el capital, una propiedad restringida a una parte mínima de la sociedad. En cambio, la sociedad es el conjunto social indiferenciado que requiere la acción ordenadora del Estado.
El mercado es necesario para el desarrollo del capital, pero el Estado debe regularlo, para ordenar los intereses contrapuestos entre el mercado y la sociedad y alcanzar un equilibrio que posibilite su desarrollo. De modo que la regulación del Estado tiene que equilibrar la ganancia con el crecimiento, porque es el crecimiento lo que sostiene el desarrollo social y la ganancia.
Una organización económica empieza en la producción y culmina con una moneda. Así, un mercado nacional supone una producción nacional y una moneda nacional. Cuando un país se vuelve bimonetario, como la Argentina, y se fragmenta el uso de su moneda, ésta deja de serlo y una parte de sus funciones pasa a ser ejercida por una moneda extranjera. Y como a toda moneda que no surja de la producción propia hay que comprarla, la compra de moneda extranjera no solo queda restringida a la minoría que puede comprarla, sino que empobrece cada vez más al resto de la sociedad que no puede adquirirla. De ahí que la ganancia no puede estar asociada cada vez en mayor medida con la compra de moneda extranjera o con la realización de los precios internos en los valores de esa moneda.
Por eso, la regulación del Estado cuando hay bimonetarismo debe orientarse a desbaratarlo lo más rápido posible, porque de lo contrario, si persiste la tendencia al bimonetarismo, como sucedió con la mayoría de los planes económicos que se sucedieron en el país a partir de la segunda mitad de los años setenta, el resultado no puede ser otro que el retroceso productivo, la devaluación persistente y el empobrecimiento generalizado. La clave de este fracaso es que, de una u otra manera, esos planes intentaron alcanzar la convertibilidad con la moneda extranjera o –menos explícitamente- el extremo de la dolarización, a través de ajustes centrados en medidas monetarias y endeudamiento, y no mediante la insistencia en el desarrollo productivo y su combinación dosificada con los ajustes, que es –en última instancia- el difícil objetivo del ministro Guzmán.
Su política económica hay que entenderla en esa perspectiva. La actividad económica requiere la obtención de ganancia, Los empresarios y sus consultores van a pujar por acrecentarla, pero si la ganancia requiere la dolarización, la regulación que lleve a cabo la política económica tendrá que desarmarla de a poco en continuas batallas en que se irá de un extremo a otro en forma permanente, aunque achicando esas diferencias.
Por un lado, el mercado y sus consultoras y analistas siguen insistiendo en que las iniciativas oficiales solo se traducirán en un cambio drástico de perspectivas si se consolidan las subas en las tasas de interés, se amplía la oferta de divisas con un plan consistente fiscal y monetario que ignora de manera persistente las exigencias para mejorar la producción. Para ellos hay que persistir en el continuo reacomodamiento de la cotización del dólar, que no obstaculice la intensa especulación cambiaria, lo que implica una aceleración de las devaluaciones, que desde su mismo punto de vista es inexplicable porque la suba del dólar se transfiere a los precios, pese a que completan sus exigencias con que aparentemente buscan menos inflación. Para el mercado, los problemas estructurales de la economía y la estabilidad macroeconómica se resuelven solo por su intermedio, con la continuidad de las políticas públicas en el tiempo, o sea, continuando con los programas de ajuste que son los que han venido agravando el problema en la mayor parte de los últimos 35 años e insisten en que, de no ser así, se profundizarán tanto la depreciación como la volatilidad cambiarias, que ha sido el resultado de esas políticas.
Para la conducción económica, sólo a través de resolver los problemas estructurales (producción, productividad, costo de producción, competencia e inversión productiva) se puede enfrentar el déficit fiscal y la emisión, y con ese propósito la intervención oficial debe regular el mercado. De lo contrario, la persistencia en la compra de dólares y la inestabilidad cambiaria profundizarán los desequilibrios previamente existentes, como lo probó la gestión Cambiemos y la reconocida equivocación del FMI al redoblar el impacto de la deuda.
Es así que el eje del acuerdo no es conciliar el intento actual con las políticas del pasado sino en ver la manera de superar las contradicciones productivas, en primer lugar la planteada entre la producción primaria y la industrial y en consolidar la moneda nacional fortaleciendo un mercado financiero local para acrecentar el crédito a la producción antes que solventar la ganancia en la compra de divisas y la especulación cambiaria. El optimismo del presente no está en las declaraciones de Guzmán, sino en que aparecen sectores del agro que quieren coexistir con una política industrial, que hay grandes industriales que entienden que el futuro abre la posibilidad de un fuerte desarrollo de la industria y que la regulación del ministro no se sostiene solo en cumplir con sus objetivos sino que los va adaptando a la negociación en la que aparecen tanto la debilidad de la plataforma desde que lo intenta hasta los aspectos más inconsistentes de las propuestas de sus adversarios y el paulatino pero evidente cambio de escenario.