“Lo que tenemos que hacer es bajar los costos, y los salarios son un costo más. Para volver a hacernos competitivos nosotros tenemos que encontrar un encuadramiento ético en el cual cada uno esté dispuesto a cobrar lo mínimo que le corresponde por lo que hace”.
Mauricio Macri, ingeniero, ex Presidente y chamán urbano
El costo de los insumos y las materias primas aumentan los costos de las mercancías. Por el contrario, si lo que aumenta es el salario, sólo se reparte el mayor valor producido entre el salario y la ganancia de un modo distinto. Por esto, cuando la patronal habla del salario como un costo no hace referencia al costo de las mercancías sino al costo que este importa sobre el plusvalor. Lejos entonces de ser un “costo argentino”, estamos hablando de la discusión sobre la apropiación del producto del trabajo en la empresa. El salario es simplemente un “costo de la clase empresarial”.
Una de las causas estructurales de la continuidad de la inflación en la Argentina es la verdad de “sentido común” de que todo aumento salarial debe ser trasladado a los precios. Frente a un Estado laxo en el análisis de los costos reales de las mercancías y la falta de control de los precios, toda demanda salarial vuelve en contra de los sectores populares en la forma de alza de precios, porque la patronal no quiere ceder ni la cuota de ganancia ni la cuota de plusvalía que, en lugar de ser consideradas –al igual que el salario–con su componente “histórico y moral”, son consideradas como una propiedad sacrosanta del empresariado. El carácter crítico de esta composición lo da una economía que produce para el mercado externo, en el que la deuda externa tiene un rol fundamental y el intercambio desigual signa a nuestra patria con los restos del estigma colonial.
Identificar el capital gastado en adquisición de fuerza de trabajo con la adquisición de insumos y materia prima constituye otra de las verdades del sentido común (es un costo más), mediante la cual la valorización del capital presupone que la ganancia es el fruto del capital. Esto equivale a decir que el dinero se multiplica, lo que no admite ninguna persona en su sano juicio, y da lugar a la forma típica de la renegación fetichista (yo sé bien que… pero, sin embargo).
El problema fundamental no radica en la mera ignorancia, sino que esa ignorancia aparece como fundamental para el sostenimiento del sistema. Yo sé bien que el dinero no se multiplica, pero cuando deposito el dinero en el banco tengo la esperanza de que se multiplique. Y lo que es mejor, el dinero efectivamente se multiplica cuando voy a retirar el plazo fijo del banco. Esta renegación es plenamente ideológica, tal como la plantea Zizek:
“…la ideología no es simplemente una ‘falsa conciencia’, una representación ilusoria de la realidad, es más bien esta realidad a la que ya se ha de concebir como ideológica –‘ideológica’ es una realidad social cuya existencia implica el no conocimiento de sus participantes en lo que se refiere a su esencia –, es decir, la efectividad social cuya misma reproducción implica que los individuos ‘no sepan lo que están haciendo’. ‘Ideológica’ no es la ‘falsa conciencia’ de un ser (social) sino este ser en la medida que está soportado por la ‘falsa conciencia’” (Zizek, 1992:46-47).
El capitalista sabe que el dinero no se reproduce, pero sin embargo… La ideología no está en lo que el capitalista cree, de hecho para actuar como capitalista con “buena conciencia” no hace falta que crea en nada, basta con que crea que el acto de contratación de un trabajador es un acto de dos sujetos libres e iguales en la plenitud de sus facultades.
Esa relación de los sujetos individuales, con abstracción del contenido social de los actos que realizan, le permiten afirmar “Quiditcontractuel, dit juste”, como si el contrato fuera el punto de partida de las situaciones sociales (trabajador y empleador) y no el punto de llegada de situaciones sociales en las que hubo repartos, ganadores y perdedores (proletario y capitalista). La relación individual no puede ser entendida sin caer en una forma de “solipsismo práctico”. Se es trabajador y empleador porque estas figuras han sido precedidas en el reparto de bienes y medios de producción, y los hacen proletario y capitalista. Una vez más: “No es la conciencia del hombre la que determina el ser social, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia”.
Por eso, en la conciencia invertida del capitalista, la realidad del plusvalor como resultado del cambio de valor del capital variable (la diferencia entre el precio de la fuerza de trabajo que adquiere y el resultado del trabajo que el capitalista obtiene) necesita ser olvidada, y es necesario que el sentido común de la sociedad, replicadoad nauseam por los medios de comunicación hegemónicos, planteen que el capital es la fuente de la reproducción de sí mismo.
Es sintomático que, a partir de Marx, la economía burguesa haya tendido a prescindir de la idea misma de valor de cambio. En realidad, prescinde de nombrarla, pues el valor de cambio está presente, explícita o implícitamente, en las principales figuras jurídicas que tratan el intercambio, como por ejemplo la usura, la lesión subjetiva o, en general, todas las formas de defraudación a otros particulares o a la administración pública, o simplemente para distinguir cuánto tiene un acto jurídico de gratuito.
Para este encubrimiento tiene importancia la división latifundista de los dominios del conocimiento. Nadie espera que un abogado entienda los fundamentos económicos de sus dichos (máxime si es juez) o que el economista deba fundar qué dice el abogado cuando habla, por ejemplo, de una transacción económica que encubre una liberalidad.
Mientras el abogado se maneja a tientas con un concepto vulgar del valor de cambio, el economista neoclásico niega el valor de cambio para sostener que sólo existen valores de uso, que es tanto como decir que cualquier precio es intercambio de equivalentes en tanto se enfrentan bienes escasos con necesidades infinitas. Afirmar la única existencia del valor de uso es renunciar al análisis de un concepto esencial para la comprensión del proceso de intercambio.
El secreto de esta renuncia deliberada al conocimiento es el carácter traumático que tiene para la lógica del sistema el acto de compra de fuerza de trabajo en el capitalismo, que implica, por su misma consistencia, la negación del contexto de libertad, igualdad y propiedad como explicación estructural del intercambio de equivalentes.
“Tenemos aquí de nuevo un cierto Universal ideológico, el del intercambio equivalente y equitativo, y un intercambio paradójico particular –el de la fuerza de trabajo por sus salarios–que, precisamente como un equivalente, funciona como la forma misma de la explotación. El desarrollo ‘cuantitativo’, la universalización de la producción de mercancías, da origen a una nueva ‘cualidad’, el surgimiento de una nueva mercancía que representa la negación interna del principio universal de intercambio equivalente de mercancías. En otras palabras, da origen a un síntoma (…) En suma, ‘utópico’ trasmite una creencia en la posibilidad de una universalidad sin su síntoma, sin el punto de excepción que funciona como su negación interna. Ésta es también la lógica de la crítica marxiana a Hegel” (Zizek,1992:49).
Por eso es aquí donde, según Lacan (que era más marxista de lo que él podía permitirse), Marx inventó el síntoma. Para Marx, la realidad está constituida como una estructura en la que las distinciones, relaciones y oposiciones entre los elementos preceden a los elementos y los constituyen. Por eso se puede decir que es la lucha de clases (en tanto distinción antagónica) la que produce la burguesía y el proletariado, y no a la inversa. La posición idealista es que las clases sociales serían entes constituidos que un día deciden luchar entre sí. De este modo la lucha de clases o la grieta no serían una distinción fundamental de la sociedad sino, simplemente, la decisión de algún sujeto, por supuesto, ya plenamente constituido.
El concepto de grieta es presentado por Emile Zola y trabajado por Gilles Deleuze. La grieta está y se transmite por diversas generaciones, en particular en la historia latinoamericana. La grieta no bulle, como los instintos, la grieta permanece como un enorme vacío. La grieta es lo que está y se manifiesta a través de los distintos personajes.
El uso periodístico coordinado de la mass media dominante presenta a la grieta como una oposición voluntaria, infantilmente malvada (Cristina es mala), por parte de quienes quieren alterar la tranquilidad arcádica de la imaginaria Argentina pastoril. La utilización de ésta también por los intelectuales orgánicos e ilustrados de la derecha nos lleva a pensar si no estamos ante otro intento de borramiento de lo traumático de la sociedad argentina y latinoamericana.
La grieta tal como fuera tratada por Deleuze a propósito de la saga de Zola respecto a los Rougon-Macquart no es simplemente una separación entre dos grupos de sujetos. Por el contrario, la grieta es la que constituye a los sujetos. La grieta en la lectura de Deleuze no es el camino por el que pasan elementos mórbidos ancestrales ni algo que los personajes puedan dominar. “Lo hereditario no es lo que pasa por la grieta, sino la grieta misma: fractura o rotura imperceptibles. En su verdadero sentido, la grieta no es un lugar de paso para una herencia mórbida; es, por sí sola, toda la herencia y todo lo mórbido” (Deleuze, 227). La grieta es otro significante de la lucha de clases y de la lucha de las naciones periféricas por su independencia inconclusa. Es la grieta de una nación injusta y expoliada. Es el vacío que amenaza desde siempre la representación idílica de un país bucólico. Es la rasgadura en el cuadro que amenaza con devorarlo.
Los sujetos no hacen la grieta, sino que los sujetos son constituidos por la grieta de una Argentina oligárquica, semicolonial, subordinada en los intereses a las metrópolis, frente a una tradición mestiza, independentista y plebeya, de una inmigración que encuentra en estas costas lejanas el modo de perseverar en el ser (hasta cierto punto, todo argentino porta en sí la grieta del marrano).
De esta grieta surgen los personajes que dan nombre a la historia argentina: Moreno y Álzaga, San Martín y Rivadavia, Dorrego y su asesino Salvador María del Carril, Mitre y José Hernández, y la continuidad de una historia insurreccional que pasa, aún a pesar de los personajes históricos, por Yrigoyen, Perón, Néstor Kirchner y Cristina Fernández. Y la grieta nos marca a todos, como tragedia o como narrativa épica. La grieta es la carta desgarrada del General Valle mientras el verdugo Aramburu duerme. Pero es también las jornadas de júbilo del 17 de octubre de 1945 o del 24 de marzo de 2004. No son ellos los que actúan la grieta, es la grieta que los actúa a pesar de los instintos y pasiones de cada uno de ellos.
A finales del siglo pasado, mientras daba clase de Filosofía de Derecho en la Facultad de Derecho de la UBA mencioné el efecto acontecimental del 17 de octubre de 1945. Un grupo de estudiantes de izquierda, convencidos de su marxismo, señalaron que Perón era un burgués y que en consecuencia sus realizaciones reforzaban a la burguesía. Les dije que no era un método marxista hacer psicología a distancia sobre los muertos. Si Perón era burgués o fascista carece de importancia porque el peronismo fue el hecho maldito del país burgués y, con prescindencia de lo que realmente deseara la persona histórica de Perón, su acción contribuyó a la continuidad de la historia insurreccional del proletariado realmente existente.
“Como si la grieta no atravesase ni alienase al pensamiento sino para ser también la posibilidad del pensamiento, eso a partir de lo cual el pensamiento se desarrolla y se recupera. La grieta es el obstáculo del pensamiento, pero también el asiento y la potencia del pensamiento, el lugar y el agente” (Deleuze, 234).
Por eso el nombre de la grieta necesita ser obturado.
Si la grieta nos constituye, si es un vacío que se abre bajo la tierra, si es el aluvión zoológico o el subsuelo sublevado de la Patria, en definitiva, sinónimos de aquello que está presentado, pero no representado en el Estado de situación, lo único que puede hacer una persona prudente es no sentarse arriba de ella o creer que, con su presencia, va a impedir la falla tectónica. El presente nos habla mucho de ello.
Y uso prudencia en su origen griego, como frónesis, es decir interpretando que todos los actos humanos están sobredeterminados por todos los otros agentes, e incluso por la fortuna. Prudente no es el timorato, es el que apuesta en la situación concreta por elegir qué hacer en un escenario lleno de peligros.
DELEUZE, Gilles, Lógica del Sentido, www.philosophia.cl, Escuela de Filosofía Universidad ARCIS, Santiago de Chile.
ZIZEK, Slavoj (1992), El sublime objeto de la ideología, Siglo XXI, México.