En las últimas semanas, como es notorio, una combinación fatal arrasa en cinco continentes: la difusión del coronavirus entreverada con terremotos en las bolsas de valores. Un verdadero drama que ha destruido miles de vidas, de esperanzas y de puestos de trabajo. Y es muy probable que sus sombras perduren en el tiempo. En el hemisferio norte y también aquí, en el sur. Con una carga negativa que presenta, al menos, tres rasgos específicos.

En primer lugar, estamos frente a una epidemia que abarca todas las clases sociales, razas, sexos y creencias, afectando a ricos, pobres, honestos, bandidos, creyentes, ateos y agnósticos de cualquier índole. Y si bien los adultos mayores corren mayor riesgo, la circulación de la enfermedad no está circunscrita ni explicada por las prácticas sexuales o por las condiciones de vida de una población como en los casos de la malaria, el Chagas, el HIV-Sida o, en el pasado reciente, del Ebola y el Marburg en el corazón del África negra.

Sus consecuencias en la esfera económica, por otra parte, han sido superiores o igualan, hasta ahora, a los problemas causados cien años atrás por la mítica gripe española o por la llamada crisis de las hipotecas a principios de este siglo. Su primer y perjudicial impacto debilitó la economía china. Pero la inoportuna disputa petrolera sostenida por sauditas, rusos y norteamericanos seguida por soluciones parciales y de corto plazo que tomaron estos líderes y sus acólitos, generalizó la incertidumbre económica global. Con los consiguientes colapsos bursátiles y una enorme destrucción de capital y fuerzas productivas. Billones de dólares que se esfumaron en el aire.

Es cierto que el avance de la epidemia en China permitía prever para el presente año un menor crecimiento de su industria y de las cadenas de valor vinculadas a sus actividades. Además de una contracción en el comercio, los servicios y los viajes aéreos en esas zonas del mundo. Pero no es menos cierto que los conflictos entre las principales potencias por la supremacía tecnológica y energética agudizaron los problemas al extremo. Al punto que, en estos momentos, pretenden acaparar las pruebas y usufructos de una posible vacuna. Es otra resultante de haber debilitado el orden multilateral y sus instancias de diálogo y cooperación. Con su contracara de prepotencia, medianía y poder hegemónico.

En tercer lugar, se destacan, como nunca antes quizá, la importancia, la variedad y también los peligros que suponen las herramientas provistas por la era digital. Los intercambios entre naciones distantes, junto con la difusión de sus noticias y culturas, se fueron acelerando con el impulso que introdujo el capitalismo en todas sus formas. Sin embargo, la magnitud, los usos y la velocidad que presentan las comunicaciones en el último período revisten, según numerosos estudios, cualidades inéditas, imparables y asombrosas. Nada es posible de ocultar. Nada está fuera de alcance o control.

Y este movimiento vertiginoso, que corre con la misma rapidez que se transmite el virus, viene jugando un papel clave en la crisis actual. Para dar a conocer la naturaleza de la enfermedad y los modos de prevenirla. Y también para aislar poblaciones enteras o reconocer, sin ningún consentimiento, las facciones, la salud y hasta qué hizo y dónde estuvo cada posible infectado. Con la misma efectividad que, al mismo tiempo, habilita las conexiones para que millones de ahorristas inviertan o desinviertan a cualquier hora y lugar del planeta.

Argentina, como era dable imaginar, no está exenta de esta compleja realidad sanitaria y financiera. Más aún: es factible que disminuyan las expectativas de la población y por ende el consumo de las familias mientras dure la epidemia. También los precios y volúmenes de las exportaciones. Y que una porción de nuestra sociedad procure refugios de valor en otras monedas o activos fuera de nuestro país.

Sería deseable entonces que el Gobierno, que ha impulsado iniciativas correctas en la esfera de la salud, proyecte certidumbre y firmeza en materia económica. Ampliando las medidas que permiten sostener el empleo y la demanda de bienes y productos, sin retrasar salarios ni ingresos en la batalla contra la inflación. Mientras se reprograman, por un plazo razonable, las metas fiscales y los pagos de intereses y capital de la deuda pública. Una situación anómala requiere respuestas acordes. Así lo han hecho otros países y lo sugieren los organismos internacionales. En tanto que las características masivas de la epidemia inducen a consolidar un amplio acuerdo político y social que permita atender la emergencia con el máximo de energía. ¿Será posible esta vez?

 

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