Este es un intento preliminar de dilucidar las fuentes de la política exterior de Javier Milei en el primer semestre de su administración. Mi lectura de la acción externa del gobierno en estos meses se apoya en tres elementos: la obra de Samuel Huntington de los años noventa, la importancia de la religión en las relaciones internacionales y el papel del pensamiento reaccionario en los asuntos mundiales contemporáneos.
Hace ya unos años, por la revalorización de la geopolítica, la tesis de Samuel Huntington sobre el choque de civilizaciones –con tanto auge a finales del siglo pasado y comienzos del XXI– se ha dejado de invocar. Sin embargo, algunos de sus argumentos son citados por líderes políticos, influyen en determinados políticos e incluso informan aspectos de la diplomacia de algunas naciones. Para Huntington, las tradicionales confrontaciones interestatales dominadas por razones económicas e ideológicas iban a dar paso a conflictos civilizacionales marcados por una diversidad cultural caracterizada por rasgos antagónicos. Distintos factores incidían en el choque de civilizaciones, aunque para Huntington, el factor más importante era la religión. Destacaba el crecimiento de movimientos fundamentalistas en el cristianismo, el islamismo, el judaísmo, el budismo y el hinduismo. Los miembros más activos de esos movimientos eran, a su entender, jóvenes con formación universitaria, profesionales de clase media y hombres de negocios. Una línea principal en su análisis era la categórica grieta entre la civilización occidental y la islámica. Señaló que el crecimiento de Asia oriental conduciría a una ascendente rivalidad entre Occidente y la cultura sínica, es decir, China. Lo que me interesa subrayar acá es la gravitación que tienen en Huntington los credos en su versión más ortodoxa y fundamentalista, y la trascendencia de los valores al momento de establecer ámbitos, tanto de cooperación como de conflicto, en la relación ante diferentes contrapartes. Estos factores sumados alientan políticas internacionales de cruzada para denostar y combatir a un otro que profesa creencias y posee valores antitéticos.
La relevancia de la religión en los estudios internacionales también ha ido ganando preeminencia en el último cuarto de siglo. Esto debido a que la promesa de mayor secularización que traían los procesos de modernización ha sido puesta en entredicho por múltiples experiencias en Occidente y Oriente por igual. El avance de distintos tipos de teocracias, las políticas de gobierno influidas por principios religiosos o las particularidades de ciertos líderes políticos pueden ser explicaciones plausibles al cómo, cuándo y por qué influye la religión en la política exterior. En los tres casos, con distinta intensidad y alcance, sobresale lo que algunos autores llaman genéricamente una política exterior teocrática. Es decir, una postura internacional en la que el dogma dicta la política. En lo que hace al papel específico de las personas en la cúspide poder, se subraya el rol de un mapa cognitivo en el que el fervor religioso explica la visión del individuo, la sociedad y el mundo. Una suerte de código operativo informa las preferencias del líder, así como sus desvelos y fanatismos. Se entiende que las estructuras institucionales y estatales constriñen el comportamiento arbitrario o excesivo de esos mandatarios, pero, en su ausencia o debilitamiento, el presidente no solo influye decisivamente, sino que determina a rajatabla el rumbo a seguir en el frente externo, ya sea mediante anuncios, acciones y/o votaciones.
También, en tiempos más recientes, una serie de estudios detallados demuestra el renacimiento del pensamiento reaccionario y su impacto concreto en los asuntos mundiales. Se parte del hecho de que la política reaccionaria se expresa en los planos interno y externo, y ha cobrado fuerza y proyección a través de la transnacionalización de experiencias de ultraderecha. Este pensamiento remite, entre otras, a una perspectiva sobre el cambio histórico y la urgencia de revertir lo que se consideran amenazas y yerros de la vida contemporánea. Se magnifica un pasado glorioso, promisorio y ordenado frente a un presente frustrante, ruinoso y caótico. Se adjudican males a ciertas ideas, personalidades, movimientos políticos, avances sociales, prácticas culturales, dinámicas globales, entre otras. Se combinan elementos premodernos y antimodernos con la certeza de que el ideario reivindicado y la acción desplegada salvarán a Occidente ante sus múltiples enemigos; enemigos que algunos occidentales no advierten o ignoran. Como señala Richard Shorten, asistimos a la diatriba reaccionaria: un discurso caracterizado por una retórica fuerte, moralizante y vulgar, en la que resultan esenciales la digresión, la repetición y el énfasis. Como señalamos con Bernabé Malacalza, la política internacional reaccionaria se exterioriza con un lenguaje nostálgico, se alega con un estilo disruptivo, se manifiesta con argumentos conspiratorios, se refleja en posturas extremistas y apunta a revertir principios diplomáticos.
Desde el 10 de diciembre de 2024, el presidente Milei ha hecho varios periplos internacionales y ha tenido encuentros con diversas personalidades y líderes; ha participado con alocuciones altisonantes en foros ideológicos; ha definido importantes votaciones y posturas del país, en especial en Naciones Unidas; ha expresado su llamada doctrina de política exterior; ha insultado a algunos mandatarios y manifestado su desagrado con ciertos países; ha formulado claramente sus preferencias en materia internacional; se ha separado de algunas de las líneas históricas de la diplomacia argentina en el terreno bilateral y multilateral; ha impuesto un marcado personalismo en el manejo de los posicionamientos mundiales y regionales; y ha confundido, en ocasiones, el interés personal con el interés nacional. En todos estos hechos, dichos y votos se despliegan de manera contundente tanto el retorno a la idea del choque de las civilizaciones, como el papel de la religión y del pensamiento reaccionario en la política exterior.
En efecto, un vigor de cruzada lo anima a defender los valores y la cultura de Occidente. Un convencimiento religioso individual y unilateral guía su retórica y moldea la conducta del país en ámbitos internacionales y un ideal reaccionario, que reivindica un pasado glorioso, permea su visión de la Argentina y de la dinámica mundial. Milei pretende recrear, con un experimento socioeconómico inédito, la idea de que el país fragmentado y empobrecido que es Argentina necesita una lucha cultural sin cuartel para revitalizar sus energías.
Su presunción de que el eje principal de la pugna internacional se resume en otro combate –el de las democracias versus las autocracias– deja ver una mirada limitada y superficial de los asuntos mundiales. Sin embargo, esta idea tiene eco en otras latitudes y es evidente el avance de fuerzas y actores que aspiran a rehacer la política interna de las naciones y el sistema internacional en su conjunto. De allí que Milei sea parte de una suerte de “coalición de reaccionarios”; algo que genera atención mediática internacional y convoca a apostadores del mundo de las finanzas y a filántropos de causas retrógradas.
En breve, en su política exterior prima una suerte de espíritu huntingtoniano, fuertemente influido por la religión y por el pensamiento reaccionario. Pero esta política exterior no solo no ha sido severamente cuestionada por la oposición, sino que ha recibido, de facto, el aval de los miembros y sectores partidistas que, junto con La Libertad Avanza, participan en el gobierno y apoyan, en general, su gestión en el Legislativo. Es bueno recordar a ambos -oficialistas y opositores- que en materia de laudables políticas internacionales de largo plazo la continuidad es un activo que no se debiera dilapidar y que el silencio en política exterior, en particular, no es saludable.