Los discursos políticos y económicos y, con más intensidad el discurso jurídico, tienden a presentar la opinión establecida como dada, indiscutible. Los objetos conceptuales no se analizan, pues los argumentos son útiles en la justificación (desde el discurso del poder) y no en la fuente material (los textos de la ley que incluyen la Constitución y los Tratados internacionales de Derechos Humanos).
De allí también el desprecio por la contrastación empírica, el llamado a lo obvio, a lo evidente, a lo que resulta claro. Es que desde el momento mismo en que se apela a la claridad del concepto, se está renunciando al objeto mismo del pensamiento que no es la claridad sino la clarificación.
Un concepto no es claro por su nominación como tal, sino por efecto de haber sido tratado como problema. Y los problemas no se plantean por sí mismos, son el resultado de una interrogación. Cuando en una exposición se remite a lo evidente o a lo obvio, lo que se declara implícitamente es la decisión de no problematizar. Decisión de privilegiar el saber como tesoro y no el conocimiento como proceso de búsqueda. No es racional, ni democrático ni republicano, pero sirve a la afirmación de la autoridad de quien se coloca en el lugar de quien enuncia un discurso de poder. Ayuda a la validación de este discurso el hecho de que el destinatario prefiera lo que confirma su saber y no lo que lo cuestiona, por eso prefieren las respuestas y no las preguntas.
El objetivo de este trabajo es la formulación de preguntas en materia de libertad y democracia en materia de libertades públicas fundamentales de ejercicio colectivo en tanto ámbito de fricción que opera en la brecha misma del antagonismo social. Sin esas preguntas sobre lo que se presume conocido, la opinión fundada en lo que “todos sabemos” se identifica con las categorías de la conservación del orden existente. La realidad, en tanto tiene estructura de ficción, es ya un constructo ideológico. Por eso a veces, la única verdad es la verdad de los dominantes.
En particular, con relación a la manifestación del interés colectivo, la reacción “natural” es la del control sobre ésta, en tanto foco de agitación. En el territorio trillado de “lo evidente”, la manifestación colectiva no es primariamente un derecho sino un objeto a controlar o encauzar. Una pauta del éxito del discurso hegemónico es que la propia reacción contra el retorno a la política represiva del conflicto social, sea el de luchar contra la criminalización de la protesta social y no el de la afirmación de un derecho humano fundamental reconocido expresamente en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (artículo 20.1), el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (artículos 18 y 21) y la Convención Americana sobre Derechos Humanos (artículo 15).
El discurso dominante hace caso omiso de las características indisolublemente colectivas del derecho a reunión que, para ser tal, implica el uso del espacio público y la acción concertada con un objetivo. Esta hegemonía que coloniza el discurso “resistente”[1] se manifiesta en la discusión exclusivamente penal de la manifestación colectiva, obviando que, en tanto derecho de los ciudadanos, el ámbito judicial es el del amparo, cuyas reglas deben adecuarse a las características del derecho amenazado, de conformidad a la regla supraconstitucional de tutela judicial efectiva. No se trata de analizar si los ciudadanos que ejercen un derecho de máxima jerarquía han cometido un delito, se trata de analizar si el control o reglamentación de este derecho lo desnaturaliza (artículo 28 de la Constitución Nacional).
Si la manifestación colectiva es un derecho, tal como lo señala el artículo 18 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, la manifestación mediante las prácticas del colectivo no puede ser cercenada so color de que el único legitimado para expresar la validez de la práctica es la organización reconocida por el Estado. El campo del espacio público es, precisamente aquello que está más allá de los ámbitos propios del Estado o de los particulares. No hay libertad pública sino en el ámbito de este espacio público que existe en la medida en que no es apropiado o apropiable por los particulares o el Estado. Es el ámbito de lo común, que la grosera prosa libertaria sindica como comunismo.
El artículo 18 del Pacto Internacional de Derechos civile y políticos establece:
1. Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de tener o de adoptar la religión o las creencias de su elección, así como la libertad de manifestar su religión o sus creencias, individual o colectivamente, tanto en público como en privado, mediante el culto, la celebración de los ritos, las prácticas y la enseñanza.
3. La libertad de manifestar la propia religión o las propias creencias estará sujeta únicamente a las limitaciones prescritas por la ley que sean necesarias para proteger la seguridad, el orden, la salud o la moral públicos, o los derechos y libertades fundamentales de los demás.
Adviértase que en los protocolos de seguridad enunciados por las administraciones autoritarias, se pretende justificar la intervención invocando las razones de seguridad, orden, salud o moral públicas o derechos y libertades fundamentales con un criterio sesgado y basto, que aproxima sus contenidos a una escala valorativa de una concepción moral autoritaria esquiva a los principios de libertad, democracia e igualdad y, justamente por ello, contraria a los principios democráticos y republicanos de nuestra Constitución (artículo 28).
En primer término, debe señalarse que la seguridad en sentido constitucional no es la mera custodia patrimonial de quienes acumulan riqueza, sino el aseguramiento de la libertad de cada uno de los ciudadanos de una sociedad democrática, entre las que se encuentra la expresión pública de las ideas, el derecho a ser informado, el de asociarse y actuar colectivamente, el de inviolabilidad de la esfera de la intimidad que incluyen al domicilio y las comunicaciones privadas que, precisamente los gobiernos autoritarios y liberticidas pretenden arrasar con su fantasía de un panóptico amplificado con medios informáticos.
Pero fundamentalmente, cuando se habla de libertad se trata en primer término de la más fundamental de todas, la de reproducir las condiciones materiales de existencia. Por eso el verdadero nombre de los Derecho Humanos es el de Seguridad Social. Libertad no es elegir entre Adidas o Nike. Libertad es potentia, es el proyecto de autonomía del sujeto en condiciones sociales, culturales e históricas determinadas. Por eso libertad es siempre libertad frente al poder es la afirmación de la autonomía frente a las tensiones heterónomas de los poderes dominantes. Por eso un proyecto democrático y republicano toma partido en asegurar la parte de los sin parte (Ranciére: El desacuerdo. Política y Filosofía). En particular, hay Seguridad Social cuando se garantizan las condiciones materiales de reproducción de la existencia. A saber: Alimento, cobijo y cultura. La muerte, que es corolario de la privación de esas condiciones materiales de existencia, es la cesación de cualquier libertad. Por eso, en un proyecto constitucional democrático y republicano, donde hay una necesidad existe un derecho.
El orden público, por su parte, no es otra cosa que la serie de disposiciones que, con carácter imperativo, establecen las condiciones de creación de contenidos y efectos que se siguen de los hechos jurídicos.
El orden público, por tanto, no está fuera de la legalidad de un sistema jurídico determinado (como pareciera desprenderse de las múltiples invocaciones al orden público económico que se realizaron durante la década del ’90 del siglo pasado o los discursos autoritarios de la dictadura genocida y del actual gobierno) sino que es ese mismo orden contemplado como determinante de la juridicidad y de los efectos de los hechos y actos jurídicos y de la adecuación de los contenidos de los actos jurídicos. De hecho, si el orden público fuera algo exterior al sistema jurídico, no podría ser reconocido por este, pues la condición de reconocimiento de una proposición como jurídica es que ella resulte interna al propio sistema. Por otra parte, si el orden público significara algo distinto de la normatividad pública admitida por vías constitucionales, ello importaría la constitución de una ley nocturna que contradice el principio de gobierno republicano/democrático de nuestro orden jurídico.
Identificar a un elemento del sistema jurídico con el orden público qua totalidad es la operación política ideológica por excelencia. Por ejemplo, cuando se dice que las disposiciones legales deben ajustarse a orden público económico o a la seguridad del tránsito, que encarnaría así la razón de ser del sistema jurídico en su totalidad.
La idea de la representación política o del mandato libre está en directa relación con el concepto de soberanía. A partir de la Constitución Francesa de 1791 y de ciertas interpretaciones de Rousseau, se asienta la idea de que la representación política no es una representación vinculada a una voluntad empírica de personas o de grupos. El pueblo, en tanto identidad representada, sólo halla su expresión soberana en la voluntad de su representante.
Con este criterio lo que se pretende es excluir de la legitimidad es la actuación del sujeto colectivo y el ejercicio de las libertades públicas fundamentales de ejercicio colectivo como son la manifestación o la huelga. De hecho, el reconocimiento de los derechos humanos siempre estuvo precedido por la actuación de este sujeto colectivo que, al manifestarse en el espacio público pone de relieve el reverso de la ley. Por eso el sujeto colectivo presenta lo que no está representado en el estado de situación. Es el aluvión zoológico o el subsuelo de la Patria sublevado.
En realidad, lo que se está excluyendo es la base del principio democrático que es la existencia del espacio público. Sólo hay democracia en la medida que entre los particulares y el Estado existe un ámbito de actuación en la que puede manifestarse el sujeto+ colectivo.
Esto es expresamente reconocido en el artículo 21 del Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos.
Artículo 21. Se reconoce el derecho de reunión pacífica. El ejercicio de tal derecho sólo podrá estar sujeto a las restricciones previstas por la ley que sean necesarias en una sociedad democrática, en interés de la seguridad nacional, de la seguridad pública o del orden público, o para proteger la salud o la moral públicas o los derechos y libertades de los demás.
La manifestación colectiva (por eso es derecho de reunión pacífica) halla su reconocimiento convencional en tanto derecho de los sujetos que son capaces de decir nosotros. No hace falta una persona que aparezca como interlocutor legítimo pues de lo que se está hablando es del derecho de manifestación colectiva en el espacio público. Por supuesto, las corrientes autoritarias de derecha pretenden hacer desaparecer el espacio público, único lugar donde es posible la manifestación colectiva mediante la regimentación estatal o la privatización. Por tal motivo, la defensa del Estado de derecho no puede preocuparse por la no criminalización de la protesta social sino por la necesidad de criminalización de los intentos estatales o privados de hacer sucumbir el espacio público y, con él el Estado democrático.
Finalmente debe señalarse otro error que se manifiesta en las verdades de a puño que emiten los relacionistas públicos del poder económico que invocan ser periodistas (Ari Lijalad dixit): “El derecho de uno termina donde comienza el derecho del otro”, una forma de concebir el derecho con mente de agrimensor o de latifundista.
El problema de la integración del acto y de la jerarquía de las normas tiene como presupuesto una característica de la estructura de la norma stricto sensu: La que exige que ante un supuesto A debe seguirse una consecuencia B. No existe la posibilidad de que una misma situación se encuentre comprendida en la hipótesis normativa de dos normas jurídicas distintas. En tanto existe una consecuencia jurídica asignada para cada norma, no puede existir una aplicación concurrente de las normas so pena de convertir el sistema jurídico en inconsistente. Por esta razón, todo sistema jurídico utiliza reglas que determinan la prioridad de una norma sobre otra. En nuestro sistema, la ley posterior y la ley especial.
Sin embargo, en la mayor parte de los casos las prescripciones constitucionales o del derecho de los tratados de DDHH no responden a la estructura de la norma sino a la del principio. Los principios son también mandatos del orden jurídico positivo destinado a reglar situaciones jurídicas. No se trata de una cierta sustancia metajurídica sino de efectos del mismo orden jurídico que se diferencian de las normas stricto sensu exclusivamente por su estructura. Mientras las normas en sentido estricto se caracterizan por la estructura “Dado A debe ser B”, los principios indican sólo una tendencia del orden jurídico que ha de orientar al intérprete. Son, en cierto sentido, “shifters”. Los principios tienen una determinada jerarquía de acuerdo al órgano que promulgó el mandato. Los principios no se encuentran fuera del orden jurídico ni representan per se la jerarquía máxima en el esquema normativo. De esta manera, principios como el de buena fe contractual, tienen jerarquía legal y otros, como el de remuneración justa, tienen jerarquía constitucional. Todo aquello dependiendo de la jerarquía del órgano que emite el mandato.
Una segunda característica de los principios es que ellos, a diferencia de las normas, no se desplazan entre sí, sino que todos ellos concurren (si bien con diversa jerarquía) con relación a una particular situación que a su vez indica el grado de prevalencia entre ellos. La fuerza con que un principio ha de incidir sobre una situación depende de sus características concretas. Se puede decir que el valor del principio es situación/dependiente.
Por tanto, no se puede establecer en abstracto si la manifestación tiene preferencia sobre la libre circulación o viceversa. De lo que se trata, para establecer una prioridad, es del bien jurídico de mayor jerarquía constitucional en la situación concreta. Para dar un ejemplo, una manifestación impide el acceso a un hospital o una manifestación prolongada corta los accesos a un núcleo urbano para desabastecer a la población. En estos supuestos, en los que está en juego el valor vida, no hay duda que la preeminencia corresponde al derecho a la circulación. En otras situaciones en lo que está en juego es la simple comodidad del transeúnte que tiene accesos alternativos, la preeminencia es por supuesto la de la libertad política de manifestar las creencias colectivamente en el espacio público.
Finalmente, como puede advertirse, esta limitación debe realizarse por ley, de conformidad al principio democrático y no al úkase de un burócrata mediante una via de hecho con apariencia de acto estatal para satisfacer sus caprichos o impulsos sin discusión democrática conforme lo establece el artículo 25 inciso a del Pacto Internacional de los Derechos civiles y políticos:
Participar en la dirección de los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes libremente elegidos;
Los llamados protocolos no son ley en sentido formal sino una reedición de los viejos edictos policiales que constituyen la negación del derecho a participar en la dirección de los asuntos públicos por sí o por medio de los representantes libremente elegidos.
[1] En este punto es tentador citar a Gramsci (1986:22-23): “…si ayer era irresponsable porque era ‘resistente’ a una voluntad extraña, hoy se siente responsable porque ya no es resistente, sino operante y necesariamente activo y emprendedor”.