La diplomacia busca, en esencia, que el recurso a las palabras evite el uso de las armas en las relaciones entre países, mientras que a su vez se protegen los intereses del Estado y de la nación.
La práctica diplomática, ejercida con destreza institucional y respeto a las contrapartes, es fundamental para el bienestar de un país. Por esto, atributos como la formación, el conocimiento, la prudencia, el talento, la templanza, el tacto y la razonabilidad resultan vitales.
En 1957, el estudioso inglés de las relaciones internacionales, Martín Wight, recuperó y precisó un concepto contrario: la anti-diplomacia. Las fuentes de la anti-diplomacia las encontró Wight en experiencias que se caracterizaron por perseguir una redentora transformación del mundo.
Este tipo de proyecto le resultaba temerario pues la ambición mesiánica que lo nutre podía derivar en una peligrosa distopía. Si la diplomacia tiene un valor sistémico, la anti-diplomacia tiene un sentido anti-sistémico.
En este contexto, retomo y refino la noción de Wight para abordar el comportamiento internacional del presidente Javier Milei en el primer semestre de gestión. Para hacerlo es preciso hacer una distinción entre diplomacia y anti-diplomacia. La diplomacia se ocupa de las relaciones Estado a Estado en lo bilateral y multilateral, mientras la anti-diplomacia se manifiesta en vinculaciones transnacionales, no gubernamentales.
Los periplos de Milei no parecen tener como objetivo estimular y optimizar los lazos inter-estatales. Viaja para asistir a eventos partidistas, a conferencias variadas y encuentros informales, así como a citas con algunos hombres (casi nunca mujeres) del mundo empresarial y personajes políticos. Son contados (en número y tiempo) los diálogos directos con mandatarios y se desconoce si en los realizados obtuvo avances significativos en materia comercial, por ejemplo.
No exhibe interés en cumbres multilaterales inter-gubernamentales como las de CELAC (ausente) y el G-7 (pasó inadvertido), pero sí en cónclaves como el Foro de Davos. En ese tipo de eventos ofrece largas lecciones de economía que pocos entienden aunque son aplaudidos.
La diplomacia apunta a ampliar y mejorar los contactos y acuerdos en el nivel de los Estados. La anti-diplomacia procura fomentar coaliciones y alianzas ideológicas entre semejantes, con figuras que están en el poder, han estado al frente de un gobierno o compiten electoralmente.
En particular, Milei es parte activa de una red que es, de facto, una Internacional Reaccionaria. Un grupo de personas de procedencia distinta pero unidas por una visión de un pasado glorioso en cada nación, la búsqueda refundacional de un nuevo orden doméstico e internacional, la reversión en materia de derechos sociales –que consideran moralmente inaceptables– y un singular fervor anti-China, anti-comunista y anti-progresista.
Como su figura ha generado mucha atención en ese espacio, el Presidente se auto-percibe como el catalizador de un cambio a nivel global que se expresa en resultados políticos y un temario global regresivo.
Esto refuerza su desdén por los compromisos inter-estatales, tal el caso de la Agenda 2030 de la ONU, el tratado anti-pandemia negociado en la Organización Mundial de la Salud, la cuestión de género en el marco de la OEA, etc.
La diplomacia tiene como propósito tácito o expreso un sentido de mesura y balance. La anti-diplomacia se sustenta en la emoción y desmesura. Milei ha definido con un fanatismo inusitado dos praxis antitéticas, algo que la Cancillería no ha sabido o podido morigerar. Por un lado, un recurrente encono contra determinados líderes y países que se manifiesta especialmente en reportajes en los que Milei injuria ante la sorprendente sordina de su gabinete, de los partidos pro-oficialistas y de gran parte de la oposición.
Por otro lado, con una afinidad incondicional con solo dos países del mundo: Estados Unidos e Israel; algo que seguramente ninguno de los dos le ha solicitado o demandado. Con ello, y dado la escasa motivación de robustecer más y productivas relaciones con la inmensa mayoría de los Estados, se han ido quebrando posiciones históricas y consensuadas en materia internacional. Nada de esto -el encono o la afinidad– es irracional.
Al contrario, este es el modo de expresión de un proyecto de transformación extrema que tiene adeptos domésticos y en el exterior y que se sustenta en razones materiales concretas: aún anhela la dolarización financiada desde el exterior.
La diplomacia se asienta primordialmente en la defensa y promoción de los intereses nacionales. La anti-diplomacia encubre un interés personal o, a lo sumo, intereses de unos pocos. Con un trasfondo religioso inusual, pero no marginal, el Presidente ha hecho que el dogma dicte la política, al tiempo que la satisfacción de su perfil internacional ha guiado sus visitas, modos y dichos.
En lo que va del año ha elevado, sin duda, su figuración en Occidente. Pero esto no significa que el país haya logrado dividendos y beneficios tangibles. Parece existir una confusión en su círculo próximo: suponen que acrecentar su visibilidad personal es sinónimo de expandir la reputación y credibilidad del país.
Argentina se ha convertido entonces en un caso testigo de la anti-diplomacia de la mano de un presidente que cree ser el factótum de una nueva era en el mundo.