Algunos analistas, filósofos y economistas pronostican que el mundo sufrirá cambios de paradigma cuando se disipe la pandemia del COVID-19. Afirman, no sin cierto grado de audacia, que el virus termina por cerrar el período abierto en 1989 con el fin de la Guerra Fría conocido genéricamente como globalización, dando paso a una crisis de hegemonía signada por el repliegue estadounidense y el ascenso chino, el debilitamiento de bloques continentales como el europeo y el retorno modernizado de estados nacionales intervencionistas y planificadores.
Sin duda el virus, y en eso se fundan los pronósticos, acelera y profundiza tendencias pre-existentes de fin de ciclo que emergieron en la crisis financiera del 2008 y que se desplegaron con la llegada de Donald Trump a la presidencia de los EEUU en 2017.
Para consistir las predicciones es imprescindible un recorrido por las tres décadas iniciadas con la caída del Muro de Berlín, identificando homogeneidades y rupturas.
La disolución de la Unión Soviética como superpotencia mundial antagónica de los EEUU implicó el triunfo de un ideario, denominado el Consenso de Washington, que esparció democracias formales, libre-mercado, apertura externa y privatizaciones por todo el planeta.
La idea de una “pax americana” longeva quedó sintetizada en el “fin de la historia” proclamado por Francis Fukuyama, en el que los gobiernos nacionales debían concentrarse en administrar el esquema neoliberal delineado y el sector privado en un adecuado ambiente de negocios haría el resto.
El éxito económico del modelo duraría dos décadas. Hasta el 2008 el PIB mundial creció a una tasa promedio anual del 4,6% y la legitimación política en los países desarrollados parecía carecer de fisuras. A partir del crack financiero el PIB mundial evolucionó a una tasa promedio anual del 1,8% y el valor agregado positivo era aportado en algo más de la mitad por las economías emergentes de Asia, lideradas por China. Aquí es donde puede identificarse una de las tendencias previas a la pandemia que se definen como posibles al final de ella: las naciones desarrolladas presentan un crecimiento económico magro durante la última década frente al dinamismo asiático.
El otro ingrediente es que los países triunfantes en 1989 no pudieron conservar el mundo unipolar de paz y prosperidad mucho más que una década. En septiembre del 2001 el atentado a las Torres Gemelas hizo visible el carácter multipolar del globo, el “fin de la historia” de Fukuyama cedió paso al “choque de civilizaciones” de Samuel Huntington que afirmaba que los modelos de desarrollo ideológico pueden haber sido superados pero las aspiraciones nacionales, étnicas y religiosas seguían vigentes y podían provocar hechos históricos. Otra de las tendencias pre-pandemia.
El recorrido nos lleva a repasar las políticas de las naciones más poderosas del orbe: Estados Unidos y Alemania.
Los Estados Unidos tuvieron un fuerte lapso expansivo con bajo desempleo durante las presidencias de Bill Clinton, con la afirmación de dos senderos claves en la etapa: el resuelto avance de la economía hacia la construcción de una sociedad posindustrial y la emisión monetaria acompañada de la desregulación financiera como impulsores de la liquidez planetaria e interna.
La economía estadounidense se reservaría la potestad del control de los adelantos científicos y tecnológicos, pero su aplicación en el terreno concreto de la producción sería llevada a cabo por naciones proveedoras de mano de obra barata. Este ensayo, que comenzó en México, se implementaría con fuerza en China. El tratado de integración continental de América del Norte (NAFTA) y los de libre comercio (TLC) iban en esa dirección, provocando dos efectos: un proceso interno de desestructuración laboral por pérdidas de puestos de trabajo en la industria y un déficit comercial crónico.
El primer problema sería resuelto con el desarrollo de una economía de servicios personales mano de obra intensivos. El ministro de trabajo de Clinton, Robert Reich, perfilaría un mercado laboral muy desregulado con dos componentes: un salario mínimo elevado y un seguro de desempleo bajo, resultando una política de pleno empleo con piso salarial pero amplia brecha entre los integrados al sistema de frontera tecnológica y los afectados a la vasta gama de servicios de baja calificación.
El segundo tema se abordaría desde la política monetaria, que se convertiría en dominante en los EEUU. La base monetaria aumentó en esos años un 410%, la tasa de interés se desplomó y la desregulación transformó a los bancos de inversión en los actores centrales para asignar los recursos de tamaña liquidez. En el plano interno se aflojaron los requisitos y controles para acceder a un préstamo y el consumo entonces no fue impulsado por la política de ingresos sino por el crédito. Las familias y las empresas se habituaron a permanecer endeudadas y el flujo financiero hacia los países emergentes también alcanzó niveles inéditos.
La red mundial de empresas, la globalización financiera y el despliegue planetario de los patrones de consumo madurados en los 80, se volvía indetenible en los 90. Es en este punto que se conforma otra tendencia de agotamiento del modelo que estallará en el crack del 2008, la crisis de un nivel de demanda sólo sostenido por el crédito.
Por su parte Alemania, después de su reunificación, retomó por tercera vez su proyecto hegemónico en Europa consistente en organizar a las economías del continente en torno a su patrón de acumulación industrial situado siempre en la frontera científica. La Unión Europea se articuló en torno la provisión de insumos y compra de productos con centro en la economía alemana, siendo el euro el cerrojo final del esquema. La diferencia con los EEUU radica en que Alemania no puede proveer de liquidez a los europeos sin que el euro se deprecie. Un euro devaluado encarece las importaciones de energía y abarata las exportaciones extra-Unión, forzando un desequilibrio riesgoso para el bloque. Aquí también aparecen límites a la demanda efectiva no resueltos.
Como se aprecia en la reseña, el modelo sostenido en las finanzas encontraría un límite en la demanda cuando se exteriorizará la incapacidad de repago de los créditos y los activos financieros no expresaran los bienes reales que decían representar. Esto es lo que ocurrió en 2008. Pero, nuevamente, la crisis es enfrentada por las naciones desarrolladas con política monetaria que frene la caída de los títulos-valores en poder de las instituciones financieras y no con política fiscal que recupere con fuerza la demanda. Las presidencias de Obama aplicaron programas de fuerte emisión monetaria que derrumbaron la tasa de interés y alentaron la inflación interna de modo de licuar paulatinamente las deudas de familias y empresas. En la Unión Europea la salida fue mucho más dura, se impusieron severos planes de austeridad a las naciones endeudadas provocando penurias en el continente. El Banco Central Europeo, a diferencia de la Reserva Federal, se negó a emitir y depreciar el euro.
La salida de la crisis del 2008 se centró en dar liquidez a los agentes financieros para impedir la depreciación de acciones y otros activos, acompañada de ajustes fiscales para asegurar el pago de la deuda soberana. La recuperación de la demanda efectiva a través de la política de ingresos fue dejada de lado, constituyendo el principal factor del estancamiento de las economías desarrolladas.
La llegada de Donald Trump a la presidencia de los EEUU en 2017 marcó una ruptura en este derrotero intentando un experimento sin precedente histórico, que es reestablecer una economía industrial en un país que voluntariamente la había abandonado. Trump, apoyándose en el autoabastecimiento energético alcanzado, puso en marcha un programa de nacionalismo económico, retirada de los acuerdos multilaterales y expansión fiscal en obra pública y baja de impuestos a la inversión. El Reino Unido comandado por Boris Johnson a su vez rompe la Unión Europea, con difusas promesas de recuperación de viejas glorias imperiales.
El recorrido permite advertir que los componentes de agotamiento del modelo global iniciado en 1989 estaban presentes antes de la llegada del virus. La parálisis, el estancamiento y los intentos de transición marcan el mundo donde el COVID-19 impacta de lleno y en efecto le da un tiro de gracia al ciclo tambaleante de tres décadas.
La fragilidad de la economía sólo puede ser superada por una intervención estatal contundente, pero que a la vez visibiliza que salud, vivienda, energía y alimentos son bienes esenciales que hacen al carácter de humanidad y no pueden ser administrados por el mercado. La respuesta capitalista puede ser “de excepción” tolerando el escenario como un mal menor, también que las élites se apropien del Estado de modo autoritario para asegurar el control del proceso, o inclusive que se marche hacia escenarios bélicos si el ascenso de China y el repliegue de EEUU sacuden el orden internacional.
Lo cierto que la intervención estatal masiva en la economía nació con la Primera Guerra Mundial para atender las necesidades bélicas de los países en conflicto y desembocó en una crisis hegemónica del capitalismo que perduró precisamente hasta 1989. El “siglo corto” extendido de 1914 a 1989 como lo caracterizó el historiador Eric Hobsbawn.